Cuando hablamos del Oeste, todos
evocamos el mismo concepto, sin que haya lugar a dudas pese a lo vano del
término. A nuestras cabezas vienen imágenes de rudos vaqueros, sheriffs de
expresión adusta y mirada honesta, pistoleros tan crueles como eficaces, ricos
ganaderos ávidos de tierras, soldados de la caballería cubiertos de polvo y
fieros indios, a veces nobles y otras salvajes. El cine ha inmortalizado el
oeste americano hasta convertirlo en el Oeste por antonomasia. Obras maestras
que no quiero perder la ocasión de citar, como Centauros del Desierto, Río
Bravo, La Diligencia, Los Siete Magníficos, Murieron con las Botas Puestas o La Legión Invencible, han creado el mito
del Far West, en torno al cual se ha
formado una auténtica mitología -pues tiene mucho más de mitología que de
Historia-, quizá la mitología del pueblo americano.
Así, las grandes llanuras del sur
y el oeste de Norteamérica han pasado a formar parte del imaginario colectivo
indisolublemente unidas a las películas de indios, vaqueros y soldados. Pero
cuando los primeros americanos se adentraron en estas tierras, hacía tiempo que
habían sido ya holladas por los indómitos castellanos. Antes de que llegasen
los colonos anglosajones en sus caravanas de carromatos, los españoles ya
habían levantado iglesias, pueblos y ciudades; antes de que la caballería
yanqui patrullase al son de Garry Owen,
los dragones de cuera del virreinato de Nueva España ya habían recorrido esas
sendas, antes de que se erigiesen los fuertes americanos, los presidios ya
habían dominado las planicies y antes de que navajos, apaches y comanches se
enfrentasen con los Estados Unidos, ya habían librado sangrientos combates
contra las tropas del Rey de España.
Es un episodio de esta otra
historia, que se pierde en el olvido y la indiferencia, el que hoy nos atañe, concretamente
la Batalla de Cuerno Verde, que como verá el lector hubiese dado para una
espléndida película en manos del maestro John Ford.
Los confines del Imperio Español
Tras la conquista de Tenochtitlan
por Hernán Cortés en 1521, España organizó el inmenso territorio conquistado en
Centroamérica, naciendo el Virreinato de la Nueva España. Desde el principio
los españoles tuvieron que luchar por establecer la autoridad del virrey, tanto
sofocando revueltas y sometiendo focos de resistencia indígena como frenando
los ataques de los pueblos indios del norte, los bárbaros chichimecas que ya había
hostigado al Imperio Azteca. Precisamente fueron estos pueblos de primitivos
nómadas dedicados al saqueo los que llevaron a España a tomar medidas: para
defender toda la frontera norteña del virreinato se estableció una línea de
fuertes que controlasen y contuviesen a los chichimecas, una reinvención del limes germano que diseñó Augusto en el
siglo I. Los españoles llamaron a estos fuertes presidios. Allí donde las leyes
del rey no significaban nada y la justicia española no podía llegar, el
presidio se alzaba para recordar que aquellas tierras eran parte del Imperio
Español.
Con el tiempo, los chichimecas
fueron derrotados y sometidos y la civilización llegó a su territorio, pero no
por ello los presidios habían terminado su función. La línea se adelantó hacia
el norte y los soldados españoles siguieron cumpliendo su cometido de
guardianes de los límites del Imperio. A lo largo de los años, el avance
español continuo y la línea fue ascendiendo, dejando siempre tras de sí unas
tierras habitables y seguras y manteniendo enfrente el vacío salvaje de las
grandes llanuras, nunca exploradas por el hombre blanco.
En el siglo XVIII la situación de
España en el complejo juego de estrategia europeo había cambiado radicalmente,
pero para los hombres de la frontera todo seguía igual. En aquellos días la
línea de presidios había llegado a lo que es hoy suelo estadounidense,
extendiéndose a lo largo de miles de kilómetros de inhóspitas sierras y
desiertos desde California hasta Tejas. Allí donde terminaba el Imperio Español
y, por ende, la civilización, solo unos pocos se atrevían a establecerse. Los
que lo hacían tenían que vivir en una lucha constante contra la dureza de la
tierra y el clima, la enfermedad, el hambre y las incursiones de los indios
hostiles. En un imperio que se extendía por todas las Americas, parte de
Europa, el norte de África y algunas islas en Asia, los colonos tenían las más
de las veces, que arreglárselas solos. Como siempre, los primeros fueron los
incansables misioneros, la avanzadilla de la colonización española, y tras ellos
llegaron los soldados. Pronto aparecieron en las estepas las siluetas de
pequeñas misiones y presidios de adobe. Algunos colonos a los que su búsqueda
de un futuro prometedor había conducido a aquel remoto lugar levantaron los primeros
pueblos. No obstante, entre un asentamiento español y otro podía haber cientos
de kilómetros de desierto.
|
Una patrulla de dragones de cuera entra en el presidio de San Ignacio de Tubac,
en Arizona. Sobre las murallas de adobe de estos fuertes las aspas de San Andrés
fueron testigos de trescientos años de historia americana. |
Los escasos soldados españoles
eran la única representación de la autoridad en mitad de la nada, encargados de
proteger un terreno enorme y prácticamente inexplorado. Para desempeñar esta
misión, se creo una unidad especial del ejército español: los dragones de
cuera. Como los dragones que servían en las guerras de Europa, eran soldados de
caballería con capacidad para desmontar y luchar como infantes, pero ahí
acababan las similitudes. Usaban unos chalecos largos hechos de siete capas de
piel que ofrecían una protección maravillosa contra las primitivas armas de los
indios, las llamadas cueras de las que toman su nombre. En cuanto su armamento,
estaba diseñado especialmente para el tipo de guerra en el que luchaban. Frente
a las colosales batallas de formaciones cerradas propias de la época, en la
frontera norte de Nueva España los dragones de cuera se enfrentaban a pequeñas
escaramuzas con partidas de indios en las que primaba la velocidad y la
versatilidad. Por ello portaban un equipo multiusos: espada, escopeta, dos
pistolas, lanza de caballería y un pequeño escudo (las típicamente españolas
adargas ovaladas o rodelas circulares), además de tener cada uno a su
disposición seis caballos y una mula. Los dragones de cuera eran, pues, tropas
altamente especializadas y es que su escaso número les obligaba a cumplir las
funciones de al menos tres soldados normales. La guarnición de cada presidio se
componía de una compañía, es decir un capitán, un teniente, un alférez, un
sargento, dos cabos, un capellán y cuarenta soldados, a los que se asignaba una
decena de rastreadores indios de las tribus aliadas. En la mayoría de los casos
esta reducida unidad tenía que actuar de forma independiente cubriendo terrenos
de cientos de kilómetros. En 1780 se alcanzó el máximo de solados españoles en
activo destacados en la frontera, contabilizándose 1.495 dragones, pero durante
la mayor parte de la historia del virreinato apenas alcanzaron los 600 de una
costa a la otra del continente. En casos de amenazas especiales es cierto que
el virrey podía enviar tropas de refuerzo y a menudo en las poblaciones más
importantes, como Santa Fe, se acantonaban unidades de infantería, pero
generalmente estas se reservaban para campañas y el peso de la guerra día a día
en la frontera recaía sobre las compañías presidiales de dragones de cuera.
En 1771 se estableció
definitivamente una línea de 13 presidios desde Altar, en Sonora, hasta
Espíritu Santo, en Tejas. Al norte de esta línea quedaban dos puntas de lanza
en mitad del territorio salvaje: Santa Fe, en Nuevo Méjico, y San Antonio de
Béjar, en Tejas. El mantenimiento de la frontera con tan escasos efectivos fue
posible gracias a la colaboración de los nativos. Los españoles eran una
minoría representada principalmente por los soldados, los misioneros y los
cargos administrativos, aparte de un pequeño número de colonos establecidos en
ranchos o diseminados por las poblaciones, mientras la mayoría de la población
la componían los indios amigos. En tiempos de guerra se reclutaban unidades
auxiliares de entre las tribus, aparte de los exploradores que servían
permanentemente en el ejército. Hasta finales del siglo XVII la convivencia fue
difícil, salpicada de conflictos e incluso grandes revueltas como la de los
indios pueblo en 1680, pero a partir del siglo XVIII la mayoría de las tribus
que habitaban en los dominios españoles se sometieron sin problemas. Este
cambio de actitud se debió al surgimiento de una nueva amenaza tanto para unos
como para otros. Muchas tribus de nómadas de las grandes llanuras del norte
emigraron hacia regiones más meridionales, empujados en parte por la
colonización británica y francesa de la costa este. Estos pueblos se
convirtieron en incursores dedicados a saquear los poblados de las tribus del
sur. Ante estos temibles enemigos, los indios del virreinato aceptaron la
dominación a cambio de la protección del ejército español.
Los comanches y los españoles
De entre todas las tribus que
llegaron del norte sembrando el caos en la frontera del virreinato los más
numerosos, feroces y temidos eran los comanches. Originarios del oeste de las
Montañas Rocosas, los comanches abandonaron este territorio en busca de caza
más abundante y cruzaron las sierras hasta llegar a las grandes llanuras en el
siglo XV. Allí se establecieron como pueblo nómada que vivía de la caza del
bisonte, en grupos pequeños y muy dispersos de base familiar. Desde el primer
momento el rasgo característico de los comanches fue su agresividad y su
espíritu guerrero. Durante su migración lucharon contra cuantas tribus
encontraron en su camino y ya asentados en las llanuras se dedicaron a saquear
las tierras de sus vecinos. Hasta tal punto es así que si bien ellos se
llamaban a sí mismos Numunuu -las
personas-, los indios utes les llamaron kohmahts
-los que nos atacan-, de donde deriva el nombre español comanches. El historiador y militar español Pedro Pino
decía en 1812:
“Ninguna de las demás
naciones se atreve a medir sus fuerzas con la comanche; aun aliados han sido
vencidos repetidas veces; [el comanche] no admite cuartel ni lo da a los
vencidos.”
Los comanches atacaban en
partidas, generalmente de número reducido, y usaban la lanza y, sobre todo, el
arco, con el que eran maestros. Pocos pueblos se aprovecharon tan bien de la
introducción de los caballos en América por parte de los españoles como los
comanches. En apenas un siglo toda su cultura giraba alrededor de este animal.
Criaban ponis pequeños y ligeros y los usaban para cazar, para desplazarse y,
por supuesto, para atacar. Los españoles los consideraban los mejores jinetes
de las grandes llanuras.
A principios del siglo XVIII, los
comanches emprendieron una nueva migración más hacia el sur. Los motivos solo
pueden suponerse; tal vez buscasen los tan imprescindibles caballos que los
españoles tenían en gran número, tal vez las otras tribus les expulsaron hartas
de sus saqueos y es probable que el empuje de la colonización británica y
francesa en la costa este jugase también un papel importante. El caso es que
los comanches avanzaron hacia el sur, guerreando con las tribus que hallaban,
entre ellas los apaches, con los que mantuvieron un brutal conflicto que
terminó en la casi aniquilación de los apaches en la batalla del Gran Cerro del
Fiero y la huida de los supervivientes hacia tierras españolas. Expulsados sus
antiguos dueños, los comanches ocuparon una enorme región baldía que ocupaba el
actual estado de Oklahoma, el este de
Nuevo México, el sudeste de Colorado y Kansas y el este de Tejas. Este
territorio fue llamado por los españoles la Comanchería, una inmensa extensión
de tierra casi deshabitada, justo frente a la línea de presidios española, que
todas las demás tribus rehuían.
|
"Un blanco monta un caballo hasta reventarlo y luego sigue a pie.
Llega un comanche, hace que el caballo se levante, lo monta 20
millas más y luego se lo come." Ethan Edwards, Centauros del Desierto |
El primer contacto de los
comanches con los europeos del que se tiene noticia ocurrió en 1716, en la
provincia española de Nuevo Méjico (actual estado de Nuevo Méjico).
Aprovechando que el gobernador Martínez estaba en el oeste luchando contra los
moquis, atacaron Taos, el pueblo español más al norte y último puesto
civilizado antes de las tierras salvajes. Pese al factor sorpresa, fueron
derrotados por el capitán Serna, que capturó a varios de ellos, junto con
algunos indios utes que habían ayudado a los comanches. Desde ese momento, las
incursiones contra los pueblos aliados, los ranchos de colonos o incluso
poblaciones españolas se sucedieron una tras otra con la crueldad inconfundible
de los comanches, que pronto fueron considerados la principal amenaza por parte
de las autoridades españolas. Generalmente los ataques eran de poca entidad,
pero casi siempre incluían algún asesinato y, lo que es más, el rapto de
mujeres que daría pie a John Ford para su obra maestra Centauros del Desierto. En estos casos, lo habitual era que desde
el presidio más cercano un cabo saliese a golpe tendido con una decena de
dragones de cuera en pos de los indios, persiguiéndoles hasta su propio
territorio para darles caza. Estas persecuciones fueron innumerables a lo largo
de las guerras contra los comanches y tenían como objetivo demostrar que toda
incursión en el virreinato implicaba irremediablemente un castigo; al principio
los españoles solían capturar a los indios, pero conforme se recrudeció el
conflicto se optó por emplear métodos más disuasivos y los dragones de cuera no
cejaban hasta dar muerte a la partida y volver con sus cabelleras.
A partir de 1745 los ataques
aumentaron en intensidad y frecuencia y los comanches venían ahora equipados
con armas de fuego que los comerciantes franceses les vendían a cambio de
caballos españoles. Taos, Galisteo, Pecos y otros pequeños asentamientos
alejados sufrieron repetidos ataques mientras el odio hacia los comanches se
iba arraigando más y más entre los españoles y sus aliados indios. Varias
expediciones partieron desde Nuevo Méjico a las órdenes de sucesivos
gobernadores internándose en la Comanchería para escarmentar a los “bárbaros
impíos”, pero la mayoría era incapaces de dar alcance a los comanches en la
inmensidad de ese territorio que ellos conocían tan bien. En 1748, el
gobernador Codallos, con 500 soldados y algunos auxiliares indios, sorprendió a
una gran partida en Abiquiú y mató a 107 comanches, capturando a otros 206.
Pensando que con esta victoria había doblegado a los belicosos salvajes, inició
negociaciones con ellos y les invitó a asistir anualmente a la feria de Taos.
Una junta convocada en Santa Fe por el virrey decidió estimular el comercio con
los comanches en dicha población, pensando que así podrían ser convertidos por
los misioneros. Los comanches no entendieron del mismo modo la idea y si bien
participaron activamente en la feria vendiendo pieles y carne, no dejaron por
ello de atacar a los españoles. El resultado fue que en diciembre de 1760 una
reducida fuerza militar a las órdenes del gobernador Urrisola les prohibió el paso a la feria y tras una
escalada de tensión se desencadenó un brutal combate que dejó a 400 comanches
sobre el terreno. Quedaba claro que negociar con los comanches era inútil.
Las escaramuzas, incursiones y
persecuciones se sucedieron hasta el año 1777. A Santa Fe empezaron a llegar
informes sobre un líder comanche al que llamaban Cuerno Verde por la cornamenta
de búfalo que utilizaba como tocado. Había logrado reunir en torno a si una de
partida de leales de considerable número y gozaba de una enorme influencia
entre los comanches por su fama de guerrero bravo. Su nombre auténtico era
Tabivo Naritgant -Hombre Peligroso- y era hijo de otro jefe también llamado
Cuerno Verde al que habían matado los españoles en el ataque comanche a Ojo
Caliente en 1768. Odiaba a los españoles y dirigió una serie de ataques que, incluso
entre los comanches, llamaban la atención por su audacia y crueldad. Ese año el
pequeño pueblo de Tomé fue atacado por los comanches y cuando, tras oír los
rumores, el sacerdote de Alburquerque se acercó al pueblo descubrió horrorizado
que los indios habían matado hasta al último hombre. Este brutal ataque, el más
sangriento de todos los que hay registrados, tuvo una respuesta inmediata por
parte de los españoles. A las órdenes del veterano militar don Carlos
Fernández, un contingente español de tropas presidiales alcanzó una gran
partida de comanches a las órdenes de Cuerno Verde cerca de la localidad de
Antón Chico y con las primeras luces del día atacó el campamento. El combate se
prolongó todo el día y al atardecer don Carlos había hecho cientos de
prisioneros y acabado con otros tantos comanches, pero Cuerno Verde y muchos de
sus guerreros lograron escapar.
El resultado fue desastroso para la nación comanche, pero la reputación de
Cuerno Verde entre los suyos no se vio perjudicada, sino todo lo contrario.
Había combatido con un valor casi suicida y había plantado cara a los soldados
españoles cuando lo normal entre los comanches era evitar la lucha con los
militares. El jefe incluso aprovechó la derrota para inflamar a se gente con
deseos de venganza y como los comanches eran un pueblo tenaz y altivo pronto se
le unieron varias partidas de jóvenes guerreros dispuestos a hacer pagar a los
españoles su victoria.
Pese a las sucesivas derrotas,
los comanches parecían siempre dispuestos a volver y el virrey de Nueva España
decidió atajar de una vez el problema de la frontera norte. Hacía falta dar un
golpe a los salvajes del que ni ellos pudiesen recuperarse. Afortunadamente,
tenía al hombre adecuado.
Juan Bautista de Anza y la caza de Cuerno Verde
En 1736, en la población de
Fronteras, provincia de Sonora (que englobaba las actuales Sonora, en Méjico, y
Arizona, en Estados Unidos) nació Juan Bautista de Anza. Por rama paterna tenía
ascendencia vasca, de Guipúzcoa, y su familia materna era de militares
asentados hacía varias generaciones en América. Tanto su padre como su abuelo
eran oficiales del ejército español destacado en el norte de Nueva España. Con
solo cinco años quedo huérfano de padre por una emboscada de los apaches. Como
no podía ser de otra forma, el joven se alistó en cuanto tuvo edad en los
dragones de cuera y en 1754 fue nombrado cadete de la caballería presidial.
Ascendió a teniente dos años después y en 1759 fue nombrado capitán del
presidio de San Ignacio de Tubac (actual Arizona). El 24 de junio de 1761 se
casó con Ana María Pérez Serrano en Arizpe, Sonora. Por aquel entonces ya era
un reconocido oficial con experiencia en la guerra fronteriza, pero sería entre
1766 y 1773 cuando alcanzaría renombre en las campañas contra los apaches y los
indios seris, en las cuales también consiguió ser herido cuatro veces.
Pacificada Sonora y con una reputación labrada, Anza decidió cumplir el sueño
que su padre no había podido realizar: encontrar una ruta que permitiese la colonización de la costa oeste
de Norteamérica. En las últimas décadas los españoles habían hecho esfuerzos
por hacer efectiva sus soberanía sobre las tierras comprendidas entre el sur de
California y Alaska sin mucho éxito. Apenas un puñado de misiones y presidios
vigilaban aquel extenso territorio y solo podían comunicarse por mar pues no
había rutas ni mapas sobre el agreste y peligroso interior. Además, se
rumoreaba que los rusos estaban asentándose en Alaska e incluso más al sur y
que los piratas ingleses tenían puertos en la costa inexplorada. El gobernador
dio permiso a Anza para recorrer la costa oeste subiendo desde California para
asegurar el dominio español de la zona. Tras un primer viaje de exploración, el
militar dirigió a más de 300 colonos en una famosa expedición que consiguió
establecer relaciones con las tribus nativas, cartografiar y crear rutas
seguras y comunicar por tierra los emplazamientos avanzados españoles. Anza
llegó hasta la Bahía de San Francisco y fundó una misión, núcleo de la ciudad
actual.
A su vuelta de la exitosa
expedición, el virrey recompensó a Anza con el comprometido puesto de
gobernador de Nuevo Méjico. A finales de 1778 llegó a la capital de su nueva
provincia, Santa Fe, con instrucciones precisas: debía acabar con la amenaza
comanche. Para satisfacción de todos los sufridos oficiales de las guarniciones
de Nuevo Méjico, el nuevo gobernador era un militar de frontera con las ideas
claras y apenas llegó les anunció que su intención era perseguir a Cuerno Verde
y que no se dedicaría a otros asuntos hasta verle colgado frente al Palacio de
los Gobernadores. Los mensajeros partieron a todos los presidios para que
redujesen su guarnición al mínimo y se uniesen al gobernador con cuantos
efectivos pudieran.
|
Los dragones de cuera tuvieron a partir de 1771 su propio reglamento, en el que
se especificaba, entre otras cosas, su peculiar uniforme: sombrero cordobés, cuera,
casaca y pantalón azul con vivos grana y una banda con el nombre del presidio.
|
Anza salió de Santa Fe a las tres
de la tarde del 15 de agosto de 1779 y al día siguiente se le unieron las tropas
de los presidios e indios aliados en el bosque de San Juan de los Caballeros,
donde se pasó revista y se pertrechó a los indios. El contingente contaba 600
hombres, de los cuales 150 eran tres compañías dragones de cuera y el resto una
amalgama de milicias, auxiliares nativos e infantería de la guarnición de Santa
Fe. En cuanto a sus subalternos, eran un grupo de soldados experimentados y de
confianza entre los que conocemos a don Carlos Fernández, que ya había
derrotado a Cuerno Verde, y el alférez don
José de la Peña. Unos días después
aparecieron doscientos apaches y utes encabezados por cuatro de sus jefes que
pidieron unirse a la expedición contra los odiados comanches, cosa que Anza,
aunque con desconfianza, les concedió. Así los efectivos del gobernador
aumentaron a 800, un número muy elevado para los estándares de la guerra
fronteriza. Demasiado elevado, por cuanto que los comanches nunca se
enfrentarían a un contingente militar tan numeroso.
Anza sabía que la única forma de
conseguir forzar el combate con Cuerno Verde era cogerle desprevenido. No
quería engrosar la larga lista de gobernadores que habían paseado sus tropas
durante días por la Comanchería sin ver un solo comanche. Las expediciones se
había realizado hasta entonces avanzo hasta Taos y penetrando en territorio
comanche por el Paso del Ratón, pero los indios ya conocían esta ruta y tenía
destacados vigías que avisaban de cualquier movimiento de tropas para que las
partidas se dispersasen por la inmensidad de las llanuras. Anza, sin embargo,
dirigió a su expedición por una ruta nunca antes recorrida con la esperanza de
sorprender a los comanches. Su idea era nada menos que bordear su territorio
por el oeste, avanzando por tierras de los utes, y penetrar en la Comanchería
por el norte, el último punto del que esperarían un ataque español. La marcha
fue dura, sometida a los rigores de un clima que ya quemaba las planicies
desiertas con el Sol estival, ya golpeaba con viento y nieve a los
expedicionarios en los pasos de montaña. El gobernador no había olvidado sus
tiempos como cadete en lo dragones de cuera y honró a esta unidad con todo el
peso de la campaña; los jinetes, con los cascos de sus monturas forradas para
no hacer ruido, avanzaron por delante de la columna en parejas de rastreadores,
buscando el menor rastro de los comanches y avisando de las mejores rutas.
Durante una semana la expedición
avanzó a terreno descubierto por valle que llamaron y aun se llama de San Luis.
Para evitar ser descubiertos viajaban de noche y acampaban de día, golpeados
durante la travesía por un frío impropio de la época del año que no pudieron
mitigar con hogueras por miedo a delatarse. Tras cruzar el río Arkansas
llegaron a la boscosa y abrupta Sierra de Almagre (actual estado de Colorado),
desde cuyos picos se dominaba una gran planicie en la que solían acampar
partidas de comanches, por lo que Anza montó el campamento y destacó patrullas
de dragones para que vigilasen desde las alturas atentos a cualquier señal del
enemigo.
A las diez y media de la mañana del día 31, una de las
patrullas con su cabo notificó al gobernador de que se divisaba la humareda de
un grupo de jinetes hacia el este del campamento español. Anza ordenó al cabo
acercarse a la estribación oriental de la sierra y traer más información,
mientras las demás tropas se preparaban para atacar. Al rato volvió la patrulla
e informó que el grupo se dirigía a un campamento de más ciento veinte tiendas.
Comanches y españoles habían acampado a pocos kilómetros unos de otros sin
advertirlo hasta entonces. El cabo de dragones avisó al gobernador de que
algunos indios estaban vigilando las cercanías del campamento y que era
cuestión de tiempo que descubriesen las huellas de su patrulla. Anza organizó
el ataque antes de que pudiesen darse a la fuga, pero en tanto que se alejaba
el tren de bagajes y la caballada y se dividía el contingente en dos alas y un
centro para envolver al enemigo, los comanches avistaron a los españoles y
empezaron a levantar el campamento a toda prisa. Sin tiempo para más, la
caballería española cargó ladera abajó y hombres mujeres y niños se dieron a la
fuga abandonando sus tiendas y pertenencias. Los dragones dieron alcance a los
más rezagados y se libró un combate a la carrera a lo largo de casi cinco
kilómetros en el que abatieron a dieciocho guerreros y capturaron a 34 mujeres
y niños.
Tras este pequeño triunfo los
españoles abrevaron a sus caballos en el río en el que habían acampado los
comanches y que llamaron Sacramento. Durante toda la tarde, Anza interrogó a
las mujeres capturadas sin éxito, hasta que las dos últimas contaron que Cuerno
Verde había salido hacia Taos hacía algunos días con intención de atacar el
pueblo y que había ordenado a todas las partidas de comanches reunirse con él
tras la incursión para penetrar en territorio español, motivo por el cual ellos
estaban allí. Cuerno Verde les llevaba ya mucha ventaja y era imposible
detenerle antes de que atacase Taos, pero Anza decidió ir tras él para atacarle
cuando regresase a sus tierras. Sin más dilación ordenó partir rumbo sur.
La Batalla de Cuerno Verde
Dos días después volvieron a
cruzar el Arkansas y mientras se acampaba en la orilla la mayoría de los
auxiliares utes abandonaron la expedición sin aviso no motivo, probablemente
por considerarse demasiado lejos de su tierra y demasiado próximos a Cuerno
Verde. Cuando se iba a reanudar la marcha se presentó una de las avanzadas, que
había avistado a la partida de Cuerno Verde dirigiéndose hacia ellos sin saber
de su presencia. Anza ocultó a todos sus hombres, caballos y carros y se
dispuso a emboscar a los comanches y obligarles a luchar. En efecto, al rato
apareció la partida, formada por varios centenares de comanches y que viajaba
dispersada por creerse en terreno seguro. Avanzaban al pie de unas colinas
boscosas y les separaba de los españoles una zanja de cierta profundidad.
Cuando estuvieron a tiro, los españoles abrieron fuego y la caballería cargó
lanza en ristre dirigida por el propio gobernador. Los indios se dieron a la
fuga hacia las lomas y los españoles tan solo pudieron acabar con ocho de
ellos, pues la zanja les obligó a desmonta y pasarla de uno en uno mientras los
comanches se perdían entre los árboles. La noche sorprendió a los contendientes
y Anza, tras inspeccionar la zanja con algunos dragones, decidió resguardar en
ella a todo el contingente. Los guías indios le recomendaron replegarse con la
oscuridad como cobertura, pero el gobernador no tenía ninguna intención de
dejar escapar a su ansiada presa y menos aun de emprender una retirada de noche
con cientos de comanches a escasos metros. La lluvia hizo su aparición y los
españoles se envolvieron gruñendo en sus capotes y trataron de dormir un poco sin
saber que les esperaría al día siguiente.
Con las primeras luces del 3 de
septiembre de 1779 los oficiales despertaron a sus hombres. No había ni rastro
de Cuerno Verde y Anza empezó a temerse que los indios hubiesen escapado
durante la noche pese a la vigilancia de las patrullas de dragones. Como no ocurría
nada y la zanja era posición incómoda, Anza ordenó ponerse en marcha a la
columna considerablemente decepcionado. Justo cuando los primeros españoles
empezaron a salir, un pequeño grupo de comanches surgió del bosque con la
incomprensible intención de resguardarse en la zanja tan pronto como la
abandonasen los soldados. Pronto se les unieron más guerreros hasta número de
50, por lo que Anza ordenó a la sección de retaguardia que tomase la delantera
con los carros y los caballos y saliese a terreno despejado, mientras él se
quedaba con las secciones de vanguardia y centro para ocupar unas elevaciones y,
si era posible, presentar combate. Ya estaba llegando a estas posiciones cuando
ocurrió el hecho determinante para la campaña. El mismo Juan Bautista de Anza
lo describe así en el diario de la expedición:
“Al entrar a ellos [los
soldados españoles], yá los enemigos pasaban de 40 y se acercaban casi á tiro
de fusil haciendo fuego con los suyos con cuyo motivo fue conocido por sus
insignias y divisas el famoso Cuerno Verde quien con espíritu orgulloso y superior
a todos los suyos los gritaba, y se adelantaba escaramuzando con mucho ardor su
caballo.”
Cuerno Verde,
como si quisiese hacer honor su fama de audaz y bravo incluso a costa del más
elemental sentido común, se lanzó con sus escasos hombres a entablar combate
contra una fuerza que le superaba en cuatro a uno mientras disparaba su fusil
sin cesar de insultar a los españoles y alentar a los suyos. Anza agradeció que
el enemigo se le entregase de forma tan considerada y corrió a aprovechar la
oportunidad: si caía el jefe, el golpe moral sería mucho más efectivo que todas
las bajas que pudiese causarles. Ordenó avanzar a doscientos hombres hacia él
para entretenerle y mandó al cuerpo de retaguardia, que ya había salido al
llano, que rodease por detrás al caudillo comanche y sus seguidores y los
empujara contra la zanja. Desde las lomas, cuerpo a tierra, los españoles
abrieron un fuego cruzado sobre los indios pero Cuerno Verde, impávido a las
balas, prohibía a sus seguidores la retirada. La trampa estaba a punto de
cerrarse y Anza decidió dar el toque final para que su rival se metiese de
lleno en ella: los auxiliares apaches fingieron huir despavoridos, abriendo un
hueco en formación española. La táctica de la huida fingida del centro para
cerrar las alas en torno al enemigo era tan vieja como la guerra misma y los
españoles habían tomado buena nota del magistral uso que le dieron los moros en
la Reconquista. El caudillo comanche espoleó a los suyos para lanzarse a la
brecha, pero justo en ese momento se percató de que la retaguardia de Anza estaba
a punto de cortarle la huida y comprendió por fin la estratagema del español. Entonces
sí, ordenó replegarse a sus bravos. Demasiado tarde. Los comanches, entre un
torrente de balas, trataron de escapar del cepo. Muchos fueron derribados pero
los españoles dejaron escapar a la mayoría; al gobernador solo le interesaba
Cuerno Verde. Todos los efectivos se cerraron sobre el jefe comanche y su
séquito. Sin escapatoria posible, Cuerno Verde y los suyos se metieron en la
zanja, echaron pie a tierra y, parapetándose tras los caballos, ofrecieron una última
resistencia. Cuerno Verde disparaba su rifle y mientras otro se lo recargaba
mantenía a los enemigos a raya con la lanza. Con él se defendieron su hijo
primogénito, su pujacante
-hechicero-, otros cuatro jefes tribales y diez guerreros de su escolta. Cubiertos
desde las alturas por sus compañeros, los dragones de cuera blandieron sus
espadas y se lanzaron sobre el reducto. En apenas unos minutos de sangriento
combate, todos los comanches habían muerto.
Los hombres
de Anza celebraron con gritos de júbilo la muerte del enemigo más odiado de
toda la frontera del norte. En aquel reducto yacían los cadáveres de aquellos
que habían liderado las expediciones más crueles y despiadadas contra Nuevo
Méjico. En su diario, Anza dejo constancia de la valentía de Cuerno Verde y
escribió:
“Su muerte aseguran
todos los nuestros será bien llorada de sentimiento [entre los comanches], pero
creo no excederá á lo que de placer lo han hecho nuestras gentes…”
El día 7 de septiembre la expedición llegó a Taos lo que indicaba que
por fin habían vuelto a suelo español después de tres semanas en la
Comanchería. La población había sido atacada hacía unos días por Cuerno Verde,
tal como informaron las prisioneras a Anza, pero para alivio de los españoles
la encontraron intacta y fueron recibidos con alegría por el alcalde y los
habitantes, que habían resistido durante dos días el asedio de los comanches.
Los colonos no cupieron en sí de gozo cuando supieron que el mismo que les
había puesto bajo sitio hacía unos días yacía ahora en el fondo de una zanja en
medio de la Comanchería. Desde Taos la expedición volvió a Santa Fe el viernes
10 de septiembre de 1779.
Después de la Batalla de
Cuerno Verde
La enorme importancia de la victoria de Juan Bautista de Anza se
reveló con el tiempo. Los ataques comanches casi desaparecieron, reducidos a
irrisorios robos en los pueblos más alejados. Las distintas tribus se
enzarzaron en disputas entre sí y ya no volvería a surgir un líder carismático
como Cuerno Verde. No obstante, Anza solo había cumplido la mitad de la misión
que le encargó el virrey: había castigado a los comanches y acabado con la
amenaza de Cuerno Verde, pero todavía quedaba lograr la paz en la región. Sabía
que su victoria no valdría más que todas las que la habían precedido si no
aprovechaba la debilidad de los comanches para asegurar la estabilidad en Nuevo
Méjico. Presionó a los notables comanches para que firmasen tratados con España
mezclando la actitud reconciliadora con la constante amenaza de dar un nuevo
golpe de autoridad. Los ancianos jefes no tenían el ardor guerrero de Cuerno
Verde ni querían acabar como él y, pese a grandes disputas con los sectores más
belicosos, fueron paulatinamente aviniéndose a una relación de colaboración
tutelada con el reino de España. En 1786 el jefe Ecueracapa, el más importante
de la nación comanche muerto Cuerno Verde, firmó la paz con los españoles y sus
aliados utes. Desde entonces y durante los 35 años que permanecerían aquellas
tierras bajo dominio español, los comanches solo volvieron a pisarlas para
comerciar en las ferias locales.
|
Juan Bautista de Anza en su estampa habitual. Un
auténtico hombre de la frontera, heredero de aquellos
que reconquistaron España a los moros. |
El tocado de búfalo de Cuerno Verde fue recogido por los soldados de
Anza y enviado al rey Carlos III, el cual lo regaló al Papa. Actualmente forma
parte de la colección de los Museos Vaticanos.
Juan Bautista de Anza es recordado en el suroeste de Estados Unidos y
norte de Méjico como uno de los hombres que ayudó a llevar la civilización a
aquellas tierras perdidas en un confín del mundo. Sus estatuas en San Francisco
o Hermosillo (Sonora) han inmortalizado a lomos de su caballo y en actitud
altanera a este militar y explorador que jamás pisó España pero dedicó su vida
a ella. Es uno de los muchos hombres reales, por más que sus vidas parezcan de
ficción, que crearon esa historia de cuando el Oeste era español.