"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










domingo, 9 de diciembre de 2012

Brásidas, el genio olvidado (VI)


Con Anfípolis en manos de los lacedemonios, Brásidas convirtió la ciudad en su base de operaciones para la campaña. Aunque Esparta no quisiese darse cuenta, él estaba convencido de que la clave de la guerra se hallaba en el norte, donde las colonias atenienses aportaban ingentes cantidades de oro de las minas tracias y madera para los siempre activos astilleros de El Pireo, además de vigilar la ruta que llevaba a los campos de trigo del Mar Negro. Si esas ciudades caían en manos de Esparta, el esfuerzo bélico ateniense no podría mantenerse y los altivos habitantes de la ciudad de Atenea se verían obligados a negociar en inferioridad con los espartanos.

Sin embargo, a diferencia de los dirigentes lacedemonios, los atenienses se percataron muy rápido de la importancia de la campaña de Brásidas y de la amenaza que suponía. El general espartano tenía que actuar deprisa antes de las guarniciones enemigas recibiesen refuerzos y Atenas asegurase su control sobre la Calcídica. Por ello, nada más tomar Anfípolis se dirigió con sus tropas lacedemonias y contingentes de las ciudades aliadas y del ejército real macedonio hacia el Acta, la más oriental de las tres penínsulas de la Calcídica. La región, como casi toda la costa norte del Egeo, estaba poblada por unos pocos colonos griegos y un conjunto de pueblos tracios autóctonos -pelasgos, edones, bisaltas y crestones- dependientes de Atenas, los últimos al menos en teoría. La mayoría de las ciudades abrieron las puertas a Brásidas, pero las poblaciones de Sana y Dión permanecieron leales a Atenas, probablemente por una mayor presencia de ciudadanos atenienses en las mismas. Brásidas había ordenado devastar su territorio sin conseguir que se rindiesen cuando le llegó una delegación de la ciudad de Torona, sometida  a Atenas, que aseguraba que había un importante partido dispuesto a entregarle la ciudad a cambio de que expulsase a la guarnición ateniense. Puesto que Sana y Dión eran poblaciones de poca importancia y casi toda el Acta se le había unido, Brásidas ordenó levantar el campamento y aceptar la oferta de los embajadores.

Torona estaba en la punta sur de la península central de la Calcídica, dominando el Golfo Toroneo, y era la ciudad más importante de la región. Brásidas, tras marchar desde el Acta, alcanzó la ciudad de noche y se detuvo a una distancia prudencial para evitar ser descubierto. Mientras la ciudad, ignorante, dormía, los partidarios del espartano salieron en silencio a su encuentro y Lisístrato de Olinto, uno de los oficiales calcideos de Brásidas, se ofreció a introducirse en la ciudad con veinte hombres escogidos y abrir las puertas, aunque solo pudo encontrar a siete soldados dispuestos a seguirle. Guiado por los toronenses, el comando escaló la muralla por la parte que daba al mar y asesinó a los centinelas atenienses, para después hacerse con el portón. Entretanto, el general espartano había destacado a cien peltastas, escaramuzadores armados al estilo tracio, para que entrasen los primeros y apoyasen a Lisítrato y sus hombres una vez se diese la alarma. Este, al ver que nadie en la ciudad se había percatado de su acción, en lugar de dar la señal de ataque decidió aprovechar la situación. Salió al encuentro de los peltastas y les ordenó que, en silencio, entrasen la ciudad y tomasen posiciones alrededor de la plaza central, donde le habían informado que dormían cincuenta hoplitas atenienses, de forma que al darse la señal de ataque cayesen sobre ellos desde todos lados y les cortasen la huida. Cuando estuvieron apostados, los hombres de Lisístrato dieron la señal con una antorcha.

Profiriendo un repentino grito de guerra, el ejército de Brásidas se lanzó a la carrera hacia Torona, causando el pánico y el caos en la ciudad. Mientras unos entraban por la puerta, otros aprovecharon un sector en reparación de la muralla para penetrar en el recinto. Dentro, la mayoría de la población, que desconocía los planes de la facción antiateniense, se despertó sumida en el terror, sin poder siquiera imaginar quien les atacaba. Algo parecido ocurrió con los soldados atenienses, que en medio del caos fueron incapaces de organizar la defensa. Entretanto, los partidarios de los lacedemonios se apresuraron a identificarse y ayudar a los invasores a hacerse con la ciudad. En medio de la anarquía, Brásidas encabezó a la élite de su contingente para hacerse con la parte alta, mientras el resto de sus tropas se desperdigaba por las calles. Los soldados atenienses, en cuanto averiguaron lo que ocurría, dieron la ciudad por perdida y se replegaron hacia Lecito, un fortín que usaban como cuartel y desde el cual dominaban el golfo. La confusión reinante, si bien había permitido a los lacedemonios entrar sin oposición, favoreció el que los atenienses pudiesen refugiarse a tiempo en el fortín junto a los toronenses que habían colaborado con ellos. Sin embargo, los cincuenta hoplitas de la plaza fueron sorprendidos por los peltastas y a tuvieron que abrirse paso luchando, dejando varios muertos en el camino. Finalmente, consiguieron salvarse gracias a la oportuna intervención de los dos trirremes que patrullaban el golfo, los cuales acudieron rápidamente a la costa y embarcaron a los supervivientes, llevándolos a la seguridad del fortín.

Cuando amaneció, toda la ciudad estaba en poder de Brásidas salvo el reducto ateniense de Lecito. El fortín era una posición formidable, pues sus  muros se alzaban sobre un promontorio que se adentraba en el golfo, solo conectado a la ciudad por un estrecho istmo que los atenienses controlaban desde las torres. Ante la dificultad de tomarlo al asalto, Brásidas mandó un heraldo y ofreció a los defensores unas generosas condiciones: aseguró a los toronenses refugiados que podían volver a sus hogares como ciudadanos de pleno derecho y que no perderían sus posesiones ni sufrirían daño alguno por su colaboración con Atenas. Tal como explico, estaba convencido de que el miedo que les inspiraba se debía únicamente al desconocimiento y creía que, una vez le conociesen, se mostrarían tan dispuestos a colaborar con él como lo habían hecho con los atenienses, pues no era él peor que estos. Algunos aceptaron, no sin recelo, la oferta, pero muchos prefirieron fiarse más de la seguridad de Lecito que de la sinceridad de Brásidas. En cuanto a la guarnición ateniense, el heraldo les notificó que aquel enclave no era ya propiedad de Atenas, sino del pueblo de Torona, y que como tal debían abandonarlo. Si aceptaban, Brásidas les ofrecía salir con todas sus armas y bagaje y escoltarles hasta el territorio ateniense más cercano; si se negaban, como aliado de Torona se vería obligado a expulsarles de la plaza.

Los griegos fueron grandes maestros del asedio, conocimiento que, como en
muchos otros casos, fue transmitido a Roma.
Los atenienses se negaron a rendirse, pero pidieron al general espartano un día de tregua para recoger a los caídos de la noche anterior. En un alarde de caballerosidad muy de su agrado, Brásidas les dio dos. Aprovechó este alto el fuego para disponer el asedio. Sus hombres desalojaron las casas que se hallaban frente a Lecito y las fortificaron, mientras otros talaban madera de los bosques cercanos con la que construir distintas máquinas de asedio. Puesto que el golfo estaba bajo control de las naves atenienses, todo el ataque tendría que concentrarse por el istmo. Los atenienses, por su parte, no perdieron el tiempo e hicieron lo propio con el sector de la muralla que miraba a tierra, sobre el cual levantaron refuerzos de madera con torneras para poder disparar contra la lengua de tierra.
Mientras los soldados de ambos bandos se afanaban en estas tareas, Brásidas decidió poner un poco de orden entre la agitada población civil. Convocó a la asamblea y ante todos los toronenses repitió su presentación de rigor como enviado de Esparta para conseguir la libertad de los pueblos sometidos a Atenas. En un nuevo despliegue de elocuencia y sagacidad, logró hacer desaparecer los recelos entre los distintos partidos asegurando que, por una parte, sus partidarios eran dignos de todo elogio, pues se habían arriesgado sin haber recibido sobornos ni promesas de poder solo por conseguir librar su ciudad del yugo de Atenas. Pero, por otro lado, no eran menos dignos los que habían permanecido fieles a los atenienses, ya que habían actuado también en pro de la ciudad por creer que los lacedemonios impondrían un dominio igualmente oneroso, por lo que sus intenciones eran justas, aunque su juicio fuese erróneo. A partir de entonces, anunció Brásidas, ya no se harían distinciones entre unos y otros, sino que todos trabajarían unidos para mayor bien de Torona. La primera decisión que habían de tomar con su recién ganada independencia era si les convenía aliarse con Esparta o, por el contrario, preferían permanecer al margen. Los lacedemonios no pretendían forzar a nadie. Sin dudarlo, los toronenses aprobaron por aclamación ponerse bajo la protección de la magnánima Esparta.

Con el afecto de la ciudad ganado, concluyó la tregua y dio comienzo el asedio de Lecito. Desde las almenas de las murallas y las azoteas de las casas del interior del recinto, los atenienses batían continuamente el istmo, arrojando piedras, jabalinas, aceite hirviendo y cuanto tenían a mano sobre las tropas de Brásidas. A su vez, desde las casas de enfrente los peltastas y arqueros atacantes disparaban contra las murallas. La estrechez del acceso y el fuego ininterrumpido de los atenienses hacía poco menos que imposible acercarse al pie de los muros o el portón. Brásidas, viendo como sus hombres titubeaban y no se atrevían a avanzar, prometió al primero que escalase muralla tres mil dracmas, el sueldo de nueve meses para un hoplita. Un premio exorbitado para una tarea hercúlea. Pese a los ánimos que cobró la tropa, el arrojo de los hoplitas se estrelló frente a las defensas de Lecito. Tras un día entero de infructuoso ataque, el fortín seguía en manos atenienses.

Al día siguiente se reanudó el ataque, pero esta vez Brásidas contaba con los ingenios de poliorcética que habían estado construyéndose la jornada anterior. Para terror de los defensores, una torre de asedio rodó lentamente hacia Lecito por el istmo, dando cobertura a los hoplitas lacedemonios y calcideos que marchaban detrás. En la parte más alta, los atacantes habían colocado un artilugio revolucionario, el primer lanzallamas de la Historia. Los beocios, aliados de Esparta, lo habían estrenado en la batalla de Delio, hacia unos meses, con excelentes resultados. Consistía en un tubo de madera recubierto de hierro cuya parte posterior tenía un fuelle por el que se insuflaba aire a un caldero lleno de carbón, pez y azufre que colgaba frente a la abertura delantera. El resultado era una enorme llamarada que prendía las defensas y hacía huir a los defensores de las almenas. Según se acercaba, los atenienses empezaron a levantar a toda prisa una torre de madera sobre una de las casas adyacentes al muro y a subir ánforas con agua y grandes piedras. La estructura tenía que ser más alta que la torre de asedio, para poder bombardear la parte superior del ingenio antes de que tuviese tiempo a actuar. Fueron reforzando la torre cada vez más y empezaron a subir soldados cargando con todo tipo de munición. La torre de asedio seguía su avance lento pero inexorable y, con las prisas, los atenienses no se dieron cuenta de que estaban sobrecargando una estructura muy endeble. No había llegado el temido lanzallamas a los muros cuando, con un enorme estruendo, el edificio sobre el cual se alzaba la torre se tambaleó, la madera crujió y de improviso todo se vino abajo, entre gritos de pánico y una gigantesca polvareda. Por un momento, todo el asedio se detuvo y los combatientes callaron sorprendidos. Nadie se explicaba muy bien que había ocurrido y los soldados atenienses que estaban en el otro lado del fuerte, al ver el humo y escuchar el estruendo y el griterío pensaron que los lacedemonios habían abierto brecha en la muralla. Llevados por el pánico, corrieron a las naves atracadas en el pequeño puerto de Lecito pensando que la plaza estaba perdida. Sus compañeros de la muralla, al ver que se iban sin ellos, abandonaron también sus puestos en las almenas y toda la guarnición se lanzó en una precipitada carrera hacia los barcos.

Brásidas observó que los defensores abandonaban las almenas y, pidiendo un último esfuerzo a sus soldados, se lanzó al asalto. Con el caos reinando dentro de Lecito, los lacedemonios pudieron cruzar el istmo que tantas vidas había costado en menos de un minuto y, colocando las escalas, irrumpieron el fortín matando a los rezagados. Las naves atenienses, por miedo a ser capturadas, salieron del puerto con cuantos hombres habían conseguido embarcar y cruzaron el golfo hacia las posesiones atenienses de Palena. Brásidas, tal y como había advertido al ofrecer la rendición dos días antes, ejecutó a todos los prisioneros. En la inspección del fuerte comprobó el motivo de la desbandada ateniense y, encontrando un santuario de Atenea, consideró que otros medios más allá de los humanos le habían ayudado a conseguir la victoria. Por ello, donó los tres mil dracmas al santuario y, tras demoler todo el fuerte, convirtió Lecito en un lugar de culto a la diosa.  

El invierno del 424 a.C. estaba a punto de terminar y Brásidas consideró que sus tropas merecían un descanso, por lo que detuvo las campañas y se dedicó a la gestión de los territorios recién adquiridos. Sin embargo, el enérgico general veía muy cerca la posibilidad de expulsar de toda la Calcídica a los atenienses y no dejó de recibir información de las ciudades que todavía retenía el enemigo y consultar con sus aliados la mejor manera de hacerse con ellas. Ignoraba que al mismo tiempo, en Esparta, embajadores atenienses y lacedemonios estaban discutiendo un armisticio que le obligase a poner fin a su campaña.
 

lunes, 1 de octubre de 2012

La Batalla de Cuerno Verde: cuando el Oeste era español


Cuando hablamos del Oeste, todos evocamos el mismo concepto, sin que haya lugar a dudas pese a lo vano del término. A nuestras cabezas vienen imágenes de rudos vaqueros, sheriffs de expresión adusta y mirada honesta, pistoleros tan crueles como eficaces, ricos ganaderos ávidos de tierras, soldados de la caballería cubiertos de polvo y fieros indios, a veces nobles y otras salvajes. El cine ha inmortalizado el oeste americano hasta convertirlo en el Oeste por antonomasia. Obras maestras que no quiero perder la ocasión de citar, como Centauros del Desierto, Río Bravo, La Diligencia, Los Siete Magníficos, Murieron con las Botas Puestas o La Legión Invencible, han creado el mito del Far West, en torno al cual se ha formado una auténtica mitología -pues tiene mucho más de mitología que de Historia-, quizá la mitología del pueblo americano.

Así, las grandes llanuras del sur y el oeste de Norteamérica han pasado a formar parte del imaginario colectivo indisolublemente unidas a las películas de indios, vaqueros y soldados. Pero cuando los primeros americanos se adentraron en estas tierras, hacía tiempo que habían sido ya holladas por los indómitos castellanos. Antes de que llegasen los colonos anglosajones en sus caravanas de carromatos, los españoles ya habían levantado iglesias, pueblos y ciudades; antes de que la caballería yanqui patrullase al son de Garry Owen, los dragones de cuera del virreinato de Nueva España ya habían recorrido esas sendas, antes de que se erigiesen los fuertes americanos, los presidios ya habían dominado las planicies y antes de que navajos, apaches y comanches se enfrentasen con los Estados Unidos, ya habían librado sangrientos combates contra las tropas del Rey de España. 

Es un episodio de esta otra historia, que se pierde en el olvido y la indiferencia, el que hoy nos atañe, concretamente la Batalla de Cuerno Verde, que como verá el lector hubiese dado para una espléndida película en manos del maestro John Ford.

Los confines del Imperio Español

Tras la conquista de Tenochtitlan por Hernán Cortés en 1521, España organizó el inmenso territorio conquistado en Centroamérica, naciendo el Virreinato de la Nueva España. Desde el principio los españoles tuvieron que luchar por establecer la autoridad del virrey, tanto sofocando revueltas y sometiendo focos de resistencia indígena como frenando los ataques de los pueblos indios del norte, los bárbaros chichimecas que ya había hostigado al Imperio Azteca. Precisamente fueron estos pueblos de primitivos nómadas dedicados al saqueo los que llevaron a España a tomar medidas: para defender toda la frontera norteña del virreinato se estableció una línea de fuertes que controlasen y contuviesen a los chichimecas, una reinvención del limes germano que diseñó Augusto en el siglo I. Los españoles llamaron a estos fuertes presidios. Allí donde las leyes del rey no significaban nada y la justicia española no podía llegar, el presidio se alzaba para recordar que aquellas tierras eran parte del Imperio Español.

Con el tiempo, los chichimecas fueron derrotados y sometidos y la civilización llegó a su territorio, pero no por ello los presidios habían terminado su función. La línea se adelantó hacia el norte y los soldados españoles siguieron cumpliendo su cometido de guardianes de los límites del Imperio. A lo largo de los años, el avance español continuo y la línea fue ascendiendo, dejando siempre tras de sí unas tierras habitables y seguras y manteniendo enfrente el vacío salvaje de las grandes llanuras, nunca exploradas por el hombre blanco.

En el siglo XVIII la situación de España en el complejo juego de estrategia europeo había cambiado radicalmente, pero para los hombres de la frontera todo seguía igual. En aquellos días la línea de presidios había llegado a lo que es hoy suelo estadounidense, extendiéndose a lo largo de miles de kilómetros de inhóspitas sierras y desiertos desde California hasta Tejas. Allí donde terminaba el Imperio Español y, por ende, la civilización, solo unos pocos se atrevían a establecerse. Los que lo hacían tenían que vivir en una lucha constante contra la dureza de la tierra y el clima, la enfermedad, el hambre y las incursiones de los indios hostiles. En un imperio que se extendía por todas las Americas, parte de Europa, el norte de África y algunas islas en Asia, los colonos tenían las más de las veces, que arreglárselas solos. Como siempre, los primeros fueron los incansables misioneros, la avanzadilla de la colonización española, y tras ellos llegaron los soldados. Pronto aparecieron en las estepas las siluetas de pequeñas misiones y presidios de adobe. Algunos colonos a los que su búsqueda de un futuro prometedor había conducido a aquel remoto lugar levantaron los primeros pueblos. No obstante, entre un asentamiento español y otro podía haber cientos de kilómetros de desierto.
Una patrulla de dragones de cuera entra en el presidio de San Ignacio de Tubac,
en Arizona. Sobre las murallas de adobe de estos fuertes las aspas de San Andrés
fueron testigos de trescientos años de historia americana.
Los escasos soldados españoles eran la única representación de la autoridad en mitad de la nada, encargados de proteger un terreno enorme y prácticamente inexplorado. Para desempeñar esta misión, se creo una unidad especial del ejército español: los dragones de cuera. Como los dragones que servían en las guerras de Europa, eran soldados de caballería con capacidad para desmontar y luchar como infantes, pero ahí acababan las similitudes. Usaban unos chalecos largos hechos de siete capas de piel que ofrecían una protección maravillosa contra las primitivas armas de los indios, las llamadas cueras de las que toman su nombre. En cuanto su armamento, estaba diseñado especialmente para el tipo de guerra en el que luchaban. Frente a las colosales batallas de formaciones cerradas propias de la época, en la frontera norte de Nueva España los dragones de cuera se enfrentaban a pequeñas escaramuzas con partidas de indios en las que primaba la velocidad y la versatilidad. Por ello portaban un equipo multiusos: espada, escopeta, dos pistolas, lanza de caballería y un pequeño escudo (las típicamente españolas adargas ovaladas o rodelas circulares), además de tener cada uno a su disposición seis caballos y una mula. Los dragones de cuera eran, pues, tropas altamente especializadas y es que su escaso número les obligaba a cumplir las funciones de al menos tres soldados normales. La guarnición de cada presidio se componía de una compañía, es decir un capitán, un teniente, un alférez, un sargento, dos cabos, un capellán y cuarenta soldados, a los que se asignaba una decena de rastreadores indios de las tribus aliadas. En la mayoría de los casos esta reducida unidad tenía que actuar de forma independiente cubriendo terrenos de cientos de kilómetros. En 1780 se alcanzó el máximo de solados españoles en activo destacados en la frontera, contabilizándose 1.495 dragones, pero durante la mayor parte de la historia del virreinato apenas alcanzaron los 600 de una costa a la otra del continente. En casos de amenazas especiales es cierto que el virrey podía enviar tropas de refuerzo y a menudo en las poblaciones más importantes, como Santa Fe, se acantonaban unidades de infantería, pero generalmente estas se reservaban para campañas y el peso de la guerra día a día en la frontera recaía sobre las compañías presidiales de dragones de cuera.

En 1771 se estableció definitivamente una línea de 13 presidios desde Altar, en Sonora, hasta Espíritu Santo, en Tejas. Al norte de esta línea quedaban dos puntas de lanza en mitad del territorio salvaje: Santa Fe, en Nuevo Méjico, y San Antonio de Béjar, en Tejas. El mantenimiento de la frontera con tan escasos efectivos fue posible gracias a la colaboración de los nativos. Los españoles eran una minoría representada principalmente por los soldados, los misioneros y los cargos administrativos, aparte de un pequeño número de colonos establecidos en ranchos o diseminados por las poblaciones, mientras la mayoría de la población la componían los indios amigos. En tiempos de guerra se reclutaban unidades auxiliares de entre las tribus, aparte de los exploradores que servían permanentemente en el ejército. Hasta finales del siglo XVII la convivencia fue difícil, salpicada de conflictos e incluso grandes revueltas como la de los indios pueblo en 1680, pero a partir del siglo XVIII la mayoría de las tribus que habitaban en los dominios españoles se sometieron sin problemas. Este cambio de actitud se debió al surgimiento de una nueva amenaza tanto para unos como para otros. Muchas tribus de nómadas de las grandes llanuras del norte emigraron hacia regiones más meridionales, empujados en parte por la colonización británica y francesa de la costa este. Estos pueblos se convirtieron en incursores dedicados a saquear los poblados de las tribus del sur. Ante estos temibles enemigos, los indios del virreinato aceptaron la dominación a cambio de la protección del ejército español.

Los comanches y los españoles

De entre todas las tribus que llegaron del norte sembrando el caos en la frontera del virreinato los más numerosos, feroces y temidos eran los comanches. Originarios del oeste de las Montañas Rocosas, los comanches abandonaron este territorio en busca de caza más abundante y cruzaron las sierras hasta llegar a las grandes llanuras en el siglo XV. Allí se establecieron como pueblo nómada que vivía de la caza del bisonte, en grupos pequeños y muy dispersos de base familiar. Desde el primer momento el rasgo característico de los comanches fue su agresividad y su espíritu guerrero. Durante su migración lucharon contra cuantas tribus encontraron en su camino y ya asentados en las llanuras se dedicaron a saquear las tierras de sus vecinos. Hasta tal punto es así que si bien ellos se llamaban a sí mismos Numunuu -las personas-, los indios utes les llamaron kohmahts -los que nos atacan-, de donde deriva el nombre español comanches.  El historiador y militar español Pedro Pino decía en 1812:

“Ninguna de las demás naciones se atreve a medir sus fuerzas con la comanche; aun aliados han sido vencidos repetidas veces; [el comanche] no admite cuartel ni lo da a los vencidos.”[1]

Los comanches atacaban en partidas, generalmente de número reducido, y usaban la lanza y, sobre todo, el arco, con el que eran maestros. Pocos pueblos se aprovecharon tan bien de la introducción de los caballos en América por parte de los españoles como los comanches. En apenas un siglo toda su cultura giraba alrededor de este animal. Criaban ponis pequeños y ligeros y los usaban para cazar, para desplazarse y, por supuesto, para atacar. Los españoles los consideraban los mejores jinetes de las grandes llanuras.

A principios del siglo XVIII, los comanches emprendieron una nueva migración más hacia el sur. Los motivos solo pueden suponerse; tal vez buscasen los tan imprescindibles caballos que los españoles tenían en gran número, tal vez las otras tribus les expulsaron hartas de sus saqueos y es probable que el empuje de la colonización británica y francesa en la costa este jugase también un papel importante. El caso es que los comanches avanzaron hacia el sur, guerreando con las tribus que hallaban, entre ellas los apaches, con los que mantuvieron un brutal conflicto que terminó en la casi aniquilación de los apaches en la batalla del Gran Cerro del Fiero y la huida de los supervivientes hacia tierras españolas. Expulsados sus antiguos dueños, los comanches ocuparon una enorme región baldía que ocupaba el actual estado de Oklahoma,  el este de Nuevo México, el sudeste de Colorado y Kansas y el este de Tejas. Este territorio fue llamado por los españoles la Comanchería, una inmensa extensión de tierra casi deshabitada, justo frente a la línea de presidios española, que todas las demás tribus rehuían.
"Un blanco monta un caballo hasta reventarlo y luego sigue a pie.
Llega un comanche, hace que el caballo se levante, lo monta 20
millas más y luego se lo come." Ethan Edwards, Centauros del Desierto
El primer contacto de los comanches con los europeos del que se tiene noticia ocurrió en 1716, en la provincia española de Nuevo Méjico (actual estado de Nuevo Méjico). Aprovechando que el gobernador Martínez estaba en el oeste luchando contra los moquis, atacaron Taos, el pueblo español más al norte y último puesto civilizado antes de las tierras salvajes. Pese al factor sorpresa, fueron derrotados por el capitán Serna, que capturó a varios de ellos, junto con algunos indios utes que habían ayudado a los comanches. Desde ese momento, las incursiones contra los pueblos aliados, los ranchos de colonos o incluso poblaciones españolas se sucedieron una tras otra con la crueldad inconfundible de los comanches, que pronto fueron considerados la principal amenaza por parte de las autoridades españolas. Generalmente los ataques eran de poca entidad, pero casi siempre incluían algún asesinato y, lo que es más, el rapto de mujeres que daría pie a John Ford para su obra maestra Centauros del Desierto. En estos casos, lo habitual era que desde el presidio más cercano un cabo saliese a golpe tendido con una decena de dragones de cuera en pos de los indios, persiguiéndoles hasta su propio territorio para darles caza. Estas persecuciones fueron innumerables a lo largo de las guerras contra los comanches y tenían como objetivo demostrar que toda incursión en el virreinato implicaba irremediablemente un castigo; al principio los españoles solían capturar a los indios, pero conforme se recrudeció el conflicto se optó por emplear métodos más disuasivos y los dragones de cuera no cejaban hasta dar muerte a la partida y volver con sus cabelleras.

A partir de 1745 los ataques aumentaron en intensidad y frecuencia y los comanches venían ahora equipados con armas de fuego que los comerciantes franceses les vendían a cambio de caballos españoles. Taos, Galisteo, Pecos y otros pequeños asentamientos alejados sufrieron repetidos ataques mientras el odio hacia los comanches se iba arraigando más y más entre los españoles y sus aliados indios. Varias expediciones partieron desde Nuevo Méjico a las órdenes de sucesivos gobernadores internándose en la Comanchería para escarmentar a los “bárbaros impíos”, pero la mayoría era incapaces de dar alcance a los comanches en la inmensidad de ese territorio que ellos conocían tan bien. En 1748, el gobernador Codallos, con 500 soldados y algunos auxiliares indios, sorprendió a una gran partida en Abiquiú y mató a 107 comanches, capturando a otros 206. Pensando que con esta victoria había doblegado a los belicosos salvajes, inició negociaciones con ellos y les invitó a asistir anualmente a la feria de Taos. Una junta convocada en Santa Fe por el virrey decidió estimular el comercio con los comanches en dicha población, pensando que así podrían ser convertidos por los misioneros. Los comanches no entendieron del mismo modo la idea y si bien participaron activamente en la feria vendiendo pieles y carne, no dejaron por ello de atacar a los españoles. El resultado fue que en diciembre de 1760 una reducida fuerza militar a las órdenes del gobernador Urrisola  les prohibió el paso a la feria y tras una escalada de tensión se desencadenó un brutal combate que dejó a 400 comanches sobre el terreno. Quedaba claro que negociar con los comanches era inútil.

Las escaramuzas, incursiones y persecuciones se sucedieron hasta el año 1777. A Santa Fe empezaron a llegar informes sobre un líder comanche al que llamaban Cuerno Verde por la cornamenta de búfalo que utilizaba como tocado. Había logrado reunir en torno a si una de partida de leales de considerable número y gozaba de una enorme influencia entre los comanches por su fama de guerrero bravo. Su nombre auténtico era Tabivo Naritgant -Hombre Peligroso- y era hijo de otro jefe también llamado Cuerno Verde al que habían matado los españoles en el ataque comanche a Ojo Caliente en 1768. Odiaba a los españoles y dirigió una serie de ataques que, incluso entre los comanches, llamaban la atención por su audacia y crueldad. Ese año el pequeño pueblo de Tomé fue atacado por los comanches y cuando, tras oír los rumores, el sacerdote de Alburquerque se acercó al pueblo descubrió horrorizado que los indios habían matado hasta al último hombre. Este brutal ataque, el más sangriento de todos los que hay registrados, tuvo una respuesta inmediata por parte de los españoles. A las órdenes del veterano militar don Carlos Fernández, un contingente español de tropas presidiales alcanzó una gran partida de comanches a las órdenes de Cuerno Verde cerca de la localidad de Antón Chico y con las primeras luces del día atacó el campamento. El combate se prolongó todo el día y al atardecer don Carlos había hecho cientos de prisioneros y acabado con otros tantos comanches, pero Cuerno Verde y muchos de sus guerreros lograron escapar[2]. El resultado fue desastroso para la nación comanche, pero la reputación de Cuerno Verde entre los suyos no se vio perjudicada, sino todo lo contrario. Había combatido con un valor casi suicida y había plantado cara a los soldados españoles cuando lo normal entre los comanches era evitar la lucha con los militares. El jefe incluso aprovechó la derrota para inflamar a se gente con deseos de venganza y como los comanches eran un pueblo tenaz y altivo pronto se le unieron varias partidas de jóvenes guerreros dispuestos a hacer pagar a los españoles su victoria.

Pese a las sucesivas derrotas, los comanches parecían siempre dispuestos a volver y el virrey de Nueva España decidió atajar de una vez el problema de la frontera norte. Hacía falta dar un golpe a los salvajes del que ni ellos pudiesen recuperarse. Afortunadamente, tenía al hombre adecuado.

Juan Bautista de Anza y la caza de Cuerno Verde

En 1736, en la población de Fronteras, provincia de Sonora (que englobaba las actuales Sonora, en Méjico, y Arizona, en Estados Unidos) nació Juan Bautista de Anza. Por rama paterna tenía ascendencia vasca, de Guipúzcoa, y su familia materna era de militares asentados hacía varias generaciones en América. Tanto su padre como su abuelo eran oficiales del ejército español destacado en el norte de Nueva España. Con solo cinco años quedo huérfano de padre por una emboscada de los apaches. Como no podía ser de otra forma, el joven se alistó en cuanto tuvo edad en los dragones de cuera y en 1754 fue nombrado cadete de la caballería presidial. Ascendió a teniente dos años después y en 1759 fue nombrado capitán del presidio de San Ignacio de Tubac (actual Arizona). El 24 de junio de 1761 se casó con Ana María Pérez Serrano en Arizpe, Sonora. Por aquel entonces ya era un reconocido oficial con experiencia en la guerra fronteriza, pero sería entre 1766 y 1773 cuando alcanzaría renombre en las campañas contra los apaches y los indios seris, en las cuales también consiguió ser herido cuatro veces. Pacificada Sonora y con una reputación labrada, Anza decidió cumplir el sueño que su padre no había podido realizar: encontrar una ruta que  permitiese la colonización de la costa oeste de Norteamérica. En las últimas décadas los españoles habían hecho esfuerzos por hacer efectiva sus soberanía sobre las tierras comprendidas entre el sur de California y Alaska sin mucho éxito. Apenas un puñado de misiones y presidios vigilaban aquel extenso territorio y solo podían comunicarse por mar pues no había rutas ni mapas sobre el agreste y peligroso interior. Además, se rumoreaba que los rusos estaban asentándose en Alaska e incluso más al sur y que los piratas ingleses tenían puertos en la costa inexplorada. El gobernador dio permiso a Anza para recorrer la costa oeste subiendo desde California para asegurar el dominio español de la zona. Tras un primer viaje de exploración, el militar dirigió a más de 300 colonos en una famosa expedición que consiguió establecer relaciones con las tribus nativas, cartografiar y crear rutas seguras y comunicar por tierra los emplazamientos avanzados españoles. Anza llegó hasta la Bahía de San Francisco y fundó una misión, núcleo de la ciudad actual.

A su vuelta de la exitosa expedición, el virrey recompensó a Anza con el comprometido puesto de gobernador de Nuevo Méjico. A finales de 1778 llegó a la capital de su nueva provincia, Santa Fe, con instrucciones precisas: debía acabar con la amenaza comanche. Para satisfacción de todos los sufridos oficiales de las guarniciones de Nuevo Méjico, el nuevo gobernador era un militar de frontera con las ideas claras y apenas llegó les anunció que su intención era perseguir a Cuerno Verde y que no se dedicaría a otros asuntos hasta verle colgado frente al Palacio de los Gobernadores. Los mensajeros partieron a todos los presidios para que redujesen su guarnición al mínimo y se uniesen al gobernador con cuantos efectivos pudieran.
Los dragones de cuera tuvieron a partir de 1771 su propio reglamento, en el que
se especificaba, entre otras cosas, su peculiar uniforme: sombrero cordobés, cuera,
casaca y pantalón azul con vivos grana y una banda con el nombre del presidio.
 
Anza salió de Santa Fe a las tres de la tarde del 15 de agosto de 1779 y al día siguiente se le unieron las tropas de los presidios e indios aliados en el bosque de San Juan de los Caballeros, donde se pasó revista y se pertrechó a los indios. El contingente contaba 600 hombres, de los cuales 150 eran tres compañías dragones de cuera y el resto una amalgama de milicias, auxiliares nativos e infantería de la guarnición de Santa Fe. En cuanto a sus subalternos, eran un grupo de soldados experimentados y de confianza entre los que conocemos a don Carlos Fernández, que ya había derrotado a Cuerno Verde, y  el alférez don José de la Peña.  Unos días después aparecieron doscientos apaches y utes encabezados por cuatro de sus jefes que pidieron unirse a la expedición contra los odiados comanches, cosa que Anza, aunque con desconfianza, les concedió. Así los efectivos del gobernador aumentaron a 800, un número muy elevado para los estándares de la guerra fronteriza. Demasiado elevado, por cuanto que los comanches nunca se enfrentarían a un contingente militar tan numeroso.

Anza sabía que la única forma de conseguir forzar el combate con Cuerno Verde era cogerle desprevenido. No quería engrosar la larga lista de gobernadores que habían paseado sus tropas durante días por la Comanchería sin ver un solo comanche. Las expediciones se había realizado hasta entonces avanzo hasta Taos y penetrando en territorio comanche por el Paso del Ratón, pero los indios ya conocían esta ruta y tenía destacados vigías que avisaban de cualquier movimiento de tropas para que las partidas se dispersasen por la inmensidad de las llanuras. Anza, sin embargo, dirigió a su expedición por una ruta nunca antes recorrida con la esperanza de sorprender a los comanches. Su idea era nada menos que bordear su territorio por el oeste, avanzando por tierras de los utes, y penetrar en la Comanchería por el norte, el último punto del que esperarían un ataque español. La marcha fue dura, sometida a los rigores de un clima que ya quemaba las planicies desiertas con el Sol estival, ya golpeaba con viento y nieve a los expedicionarios en los pasos de montaña. El gobernador no había olvidado sus tiempos como cadete en lo dragones de cuera y honró a esta unidad con todo el peso de la campaña; los jinetes, con los cascos de sus monturas forradas para no hacer ruido, avanzaron por delante de la columna en parejas de rastreadores, buscando el menor rastro de los comanches y avisando de las mejores rutas.

Durante una semana la expedición avanzó a terreno descubierto por valle que llamaron y aun se llama de San Luis. Para evitar ser descubiertos viajaban de noche y acampaban de día, golpeados durante la travesía por un frío impropio de la época del año que no pudieron mitigar con hogueras por miedo a delatarse. Tras cruzar el río Arkansas llegaron a la boscosa y abrupta Sierra de Almagre (actual estado de Colorado), desde cuyos picos se dominaba una gran planicie en la que solían acampar partidas de comanches, por lo que Anza montó el campamento y destacó patrullas de dragones para que vigilasen desde las alturas atentos a cualquier señal del enemigo.

A las diez  y media de la mañana del día 31, una de las patrullas con su cabo notificó al gobernador de que se divisaba la humareda de un grupo de jinetes hacia el este del campamento español. Anza ordenó al cabo acercarse a la estribación oriental de la sierra y traer más información, mientras las demás tropas se preparaban para atacar. Al rato volvió la patrulla e informó que el grupo se dirigía a un campamento de más ciento veinte tiendas. Comanches y españoles habían acampado a pocos kilómetros unos de otros sin advertirlo hasta entonces. El cabo de dragones avisó al gobernador de que algunos indios estaban vigilando las cercanías del campamento y que era cuestión de tiempo que descubriesen las huellas de su patrulla. Anza organizó el ataque antes de que pudiesen darse a la fuga, pero en tanto que se alejaba el tren de bagajes y la caballada y se dividía el contingente en dos alas y un centro para envolver al enemigo, los comanches avistaron a los españoles y empezaron a levantar el campamento a toda prisa. Sin tiempo para más, la caballería española cargó ladera abajó y hombres mujeres y niños se dieron a la fuga abandonando sus tiendas y pertenencias. Los dragones dieron alcance a los más rezagados y se libró un combate a la carrera a lo largo de casi cinco kilómetros en el que abatieron a dieciocho guerreros y capturaron a 34 mujeres y niños.

Tras este pequeño triunfo los españoles abrevaron a sus caballos en el río en el que habían acampado los comanches y que llamaron Sacramento. Durante toda la tarde, Anza interrogó a las mujeres capturadas sin éxito, hasta que las dos últimas contaron que Cuerno Verde había salido hacia Taos hacía algunos días con intención de atacar el pueblo y que había ordenado a todas las partidas de comanches reunirse con él tras la incursión para penetrar en territorio español, motivo por el cual ellos estaban allí. Cuerno Verde les llevaba ya mucha ventaja y era imposible detenerle antes de que atacase Taos, pero Anza decidió ir tras él para atacarle cuando regresase a sus tierras. Sin más dilación ordenó partir rumbo sur.

La Batalla de Cuerno Verde

Dos días después volvieron a cruzar el Arkansas y mientras se acampaba en la orilla la mayoría de los auxiliares utes abandonaron la expedición sin aviso no motivo, probablemente por considerarse demasiado lejos de su tierra y demasiado próximos a Cuerno Verde. Cuando se iba a reanudar la marcha se presentó una de las avanzadas, que había avistado a la partida de Cuerno Verde dirigiéndose hacia ellos sin saber de su presencia. Anza ocultó a todos sus hombres, caballos y carros y se dispuso a emboscar a los comanches y obligarles a luchar. En efecto, al rato apareció la partida, formada por varios centenares de comanches y que viajaba dispersada por creerse en terreno seguro. Avanzaban al pie de unas colinas boscosas y les separaba de los españoles una zanja de cierta profundidad. Cuando estuvieron a tiro, los españoles abrieron fuego y la caballería cargó lanza en ristre dirigida por el propio gobernador. Los indios se dieron a la fuga hacia las lomas y los españoles tan solo pudieron acabar con ocho de ellos, pues la zanja les obligó a desmonta y pasarla de uno en uno mientras los comanches se perdían entre los árboles. La noche sorprendió a los contendientes y Anza, tras inspeccionar la zanja con algunos dragones, decidió resguardar en ella a todo el contingente. Los guías indios le recomendaron replegarse con la oscuridad como cobertura, pero el gobernador no tenía ninguna intención de dejar escapar a su ansiada presa y menos aun de emprender una retirada de noche con cientos de comanches a escasos metros. La lluvia hizo su aparición y los españoles se envolvieron gruñendo en sus capotes y trataron de dormir un poco sin saber que les esperaría al día siguiente.

Con las primeras luces del 3 de septiembre de 1779 los oficiales despertaron a sus hombres. No había ni rastro de Cuerno Verde y Anza empezó a temerse que los indios hubiesen escapado durante la noche pese a la vigilancia de las patrullas de dragones. Como no ocurría nada y la zanja era posición incómoda, Anza ordenó ponerse en marcha a la columna considerablemente decepcionado. Justo cuando los primeros españoles empezaron a salir, un pequeño grupo de comanches surgió del bosque con la incomprensible intención de resguardarse en la zanja tan pronto como la abandonasen los soldados. Pronto se les unieron más guerreros hasta número de 50, por lo que Anza ordenó a la sección de retaguardia que tomase la delantera con los carros y los caballos y saliese a terreno despejado, mientras él se quedaba con las secciones de vanguardia y centro para ocupar unas elevaciones y, si era posible, presentar combate. Ya estaba llegando a estas posiciones cuando ocurrió el hecho determinante para la campaña. El mismo Juan Bautista de Anza lo describe así en el diario de la expedición:

“Al entrar a ellos [los soldados españoles], yá los enemigos pasaban de 40 y se acercaban casi á tiro de fusil haciendo fuego con los suyos con cuyo motivo fue conocido por sus insignias y divisas el famoso Cuerno Verde quien con espíritu orgulloso y superior a todos los suyos los gritaba, y se adelantaba escaramuzando con mucho ardor su caballo.[3]

Cuerno Verde, como si quisiese hacer honor su fama de audaz y bravo incluso a costa del más elemental sentido común, se lanzó con sus escasos hombres a entablar combate contra una fuerza que le superaba en cuatro a uno mientras disparaba su fusil sin cesar de insultar a los españoles y alentar a los suyos. Anza agradeció que el enemigo se le entregase de forma tan considerada y corrió a aprovechar la oportunidad: si caía el jefe, el golpe moral sería mucho más efectivo que todas las bajas que pudiese causarles. Ordenó avanzar a doscientos hombres hacia él para entretenerle y mandó al cuerpo de retaguardia, que ya había salido al llano, que rodease por detrás al caudillo comanche y sus seguidores y los empujara contra la zanja. Desde las lomas, cuerpo a tierra, los españoles abrieron un fuego cruzado sobre los indios pero Cuerno Verde, impávido a las balas, prohibía a sus seguidores la retirada. La trampa estaba a punto de cerrarse y Anza decidió dar el toque final para que su rival se metiese de lleno en ella: los auxiliares apaches fingieron huir despavoridos, abriendo un hueco en formación española. La táctica de la huida fingida del centro para cerrar las alas en torno al enemigo era tan vieja como la guerra misma y los españoles habían tomado buena nota del magistral uso que le dieron los moros en la Reconquista. El caudillo comanche espoleó a los suyos para lanzarse a la brecha, pero justo en ese momento se percató de que la retaguardia de Anza estaba a punto de cortarle la huida y comprendió por fin la estratagema del español. Entonces sí, ordenó replegarse a sus bravos. Demasiado tarde. Los comanches, entre un torrente de balas, trataron de escapar del cepo. Muchos fueron derribados pero los españoles dejaron escapar a la mayoría; al gobernador solo le interesaba Cuerno Verde. Todos los efectivos se cerraron sobre el jefe comanche y su séquito. Sin escapatoria posible, Cuerno Verde y los suyos se metieron en la zanja, echaron pie a tierra y, parapetándose tras los caballos, ofrecieron una última resistencia. Cuerno Verde disparaba su rifle y mientras otro se lo recargaba mantenía a los enemigos a raya con la lanza. Con él se defendieron su hijo primogénito, su pujacante -hechicero-, otros cuatro jefes tribales y diez guerreros de su escolta. Cubiertos desde las alturas por sus compañeros, los dragones de cuera blandieron sus espadas y se lanzaron sobre el reducto. En apenas unos minutos de sangriento combate, todos los comanches habían muerto.

Los hombres de Anza celebraron con gritos de júbilo la muerte del enemigo más odiado de toda la frontera del norte. En aquel reducto yacían los cadáveres de aquellos que habían liderado las expediciones más crueles y despiadadas contra Nuevo Méjico. En su diario, Anza dejo constancia de la valentía de Cuerno Verde y escribió:

“Su muerte aseguran todos los nuestros será bien llorada de sentimiento [entre los comanches], pero creo no excederá á lo que de placer lo han hecho nuestras gentes…”

El día 7 de septiembre la expedición llegó a Taos lo que indicaba que por fin habían vuelto a suelo español después de tres semanas en la Comanchería. La población había sido atacada hacía unos días por Cuerno Verde, tal como informaron las prisioneras a Anza, pero para alivio de los españoles la encontraron intacta y fueron recibidos con alegría por el alcalde y los habitantes, que habían resistido durante dos días el asedio de los comanches. Los colonos no cupieron en sí de gozo cuando supieron que el mismo que les había puesto bajo sitio hacía unos días yacía ahora en el fondo de una zanja en medio de la Comanchería. Desde Taos la expedición volvió a Santa Fe el viernes 10 de septiembre de 1779.

Después de la Batalla de Cuerno Verde

La enorme importancia de la victoria de Juan Bautista de Anza se reveló con el tiempo. Los ataques comanches casi desaparecieron, reducidos a irrisorios robos en los pueblos más alejados. Las distintas tribus se enzarzaron en disputas entre sí y ya no volvería a surgir un líder carismático como Cuerno Verde. No obstante, Anza solo había cumplido la mitad de la misión que le encargó el virrey: había castigado a los comanches y acabado con la amenaza de Cuerno Verde, pero todavía quedaba lograr la paz en la región. Sabía que su victoria no valdría más que todas las que la habían precedido si no aprovechaba la debilidad de los comanches para asegurar la estabilidad en Nuevo Méjico. Presionó a los notables comanches para que firmasen tratados con España mezclando la actitud reconciliadora con la constante amenaza de dar un nuevo golpe de autoridad. Los ancianos jefes no tenían el ardor guerrero de Cuerno Verde ni querían acabar como él y, pese a grandes disputas con los sectores más belicosos, fueron paulatinamente aviniéndose a una relación de colaboración tutelada con el reino de España. En 1786 el jefe Ecueracapa, el más importante de la nación comanche muerto Cuerno Verde, firmó la paz con los españoles y sus aliados utes. Desde entonces y durante los 35 años que permanecerían aquellas tierras bajo dominio español, los comanches solo volvieron a pisarlas para comerciar en las ferias locales.
Juan Bautista de Anza en su estampa habitual. Un
auténtico hombre de la frontera, heredero de aquellos
que reconquistaron España a los moros.
El tocado de búfalo de Cuerno Verde fue recogido por los soldados de Anza y enviado al rey Carlos III, el cual lo regaló al Papa. Actualmente forma parte de la colección de los Museos Vaticanos.

Juan Bautista de Anza es recordado en el suroeste de Estados Unidos y norte de Méjico como uno de los hombres que ayudó a llevar la civilización a aquellas tierras perdidas en un confín del mundo. Sus estatuas en San Francisco o Hermosillo (Sonora) han inmortalizado a lomos de su caballo y en actitud altanera a este militar y explorador que jamás pisó España pero dedicó su vida a ella. Es uno de los muchos hombres reales, por más que sus vidas parezcan de ficción, que crearon esa historia de cuando el Oeste era español.

 



[1] Pedro B. Pino, Noticias Históricas y Estadísticas de la antigua provincia del Nuevo Méjico. Cádiz, 1812. Pino dirigió tropas contra los comanches y estuvo presente en la victoria de don Carlos sobre Cuerno Verde en 1777.
[2] Este durísimo enfrentamiento se describe en una obra de teatro corta llamada Los Comanches escrita por un autor anónimo que se cree tomó parte en el combate. La obra fue muy exitosa en su tiempo y aun hoy se representa anualmente en el pueblo estadounidense de Alcalde (Nuevo Méjico).
[3] Juan Bautista de Anza; Diario de la Expedición de 1779: http://anza.uoregon.edu/anza79sp.html

jueves, 30 de agosto de 2012

Vélez de la Gomera: un recuerdo de la España imperial


Los periódicos abrieron ayer con la noticia de que unos activistas marroquíes habían ocupado el Peñón de Vélez de la Gomera. A las 7:15, siete miembros del llamado Comité para la Liberación de Ceuta y Melilla se acercaron a la frontera entre el reino de Mohammed VI y este enclave español en la costa africana y cuatro de ellos se internaron el peñón exhibiendo banderas de Marruecos para que sus compañeros les fotografiasen. El acto reivindicativo terminó cuando quince soldados del Grupo de Regulares 52 de Melilla, que guarnecen el peñón, salieron del cuartel y detuvieron a los cuatro invasores mientras los demás se daban a la fuga. Por ahora, las versiones del incidente difieren: según el citado Comité, los regulares detuvieron y esposaron a los activistas, que permanecen en suelo español; pero el Ministerio de Defensa afirma que los militares únicamente amonestaron ligeramente a los marroquíes, sin emplear en ningún momento la fuerza.

Consideraciones aparte acerca del penoso papel representado por ambas partes, la fecha elegida por el Comité de Libración de Ceuta y Melilla para esta gansada, el 29 de agosto, es especialmente conveniente. Hace 448 años, el 29 de agosto de 1564, zarpaba de Málaga una flota cristiana a las órdenes del Marqués de Villafranca que tomaría dos días después el Peñón de Vélez de la Gomera para el rey Felipe II. Desde entonces, este pequeño islote ha sido territorio español, aunque probablemente la mayoría de los españoles no lo supiesen hasta ayer. Por eso, a raíz de lo acontecido la mañana del pasado miércoles, no parece fuera de lugar hacer memoria y remontarnos a los días gloriosos de la Monarquía Hispánica para descubrir la relación de España con este trozo de tierra de apenas 350 metros de ancho y 100 de largo a menos de un kilómetro de la costa marroquí.

Pedro Navarro y la conquista de Vélez de la Gomera

A principios del siglo XVI, la costa de Berbería era el paraíso de los piratas. Su accidentada costa estaba repleta de puertos, fortalezas y calas desde las cuales salían las veloces galeras de los piratas berberiscos en busca de botín y esclavos cristianos. España, por su cercanía con la costa, siempre había sufrido estas razzias y estaba especialmente comprometida en la lucha contra esta plaga para la navegación en el Mediterráneo. En 1508, una flota inusualmente grande de galeras berberiscas asoló las costas de Sevilla. Fernando el Católico decidió que era imperioso evitar que los piratas saliesen con bien de aquella audacia y ordenó a Pedro Navarro perseguirles y cobrarse justa venganza en nombre de España. El comandante elegido no era un cualquiera; veterano de las campañas del Gran Capitán y un auténtico genio de la naciente ingeniería militar, Pedro Navarro ya había sido azote de los berberiscos en su juventud y su reputación militar era conocida de Lisboa a Estambul.

Navarro limpió la costa andaluza de los navíos más rezagados de la flota berberisca y después persiguió a los restantes hacia África, dando alcance a unos pocos por el camino. Los demás se refugiaron en el puerto de Vélez, una de las bases más importantes de los piratas. Estaba defendido por el Peñón de Vélez de la Gomera, sobre el cual unas fortificaciones cerraban el puerto. El 23 de julio la escuadra española se apostó frente al Peñón y los defensores huyeron, dejando desprotegida la fortaleza. Así, sin oposición, Pedro Navarro tomó posesión de él y lo reclamó para España.

Los moros trataron de recuperarlo en repetidas ocasiones y con repetidos fracasos, hasta que el 22 de diciembre de 1522 una mujer introdujo a algunos moros de Fez en la fortaleza. Asesinado el alcaide Villalobos, comandante de la plaza, los defensores no pudieron evitar su captura y el Peñón volvió a convertirse en puerto pirata. Poco después llegó a él Barbarroja, el célebre corsario berberisco al servicio del sultán de Estambul, y se hizo dueño del enclave. En 1525 se trató de recuperar para España el Peñón con una expedición a las órdenes del marques de Mondejar, pero fracasó y el islote quedó en manos musulmanas.

La Guerra del Turco

Los piratas de Berbería habían sido siempre un problema para España, pero se convirtieron en una verdadera amenaza cuando con el poderío creciente del Imperio Otomano cayeron en el área de influencia turca. Carlos V primero y su hijo Felipe II después entendieron como un deber moral y una misión divina que España liderase al cristianismo en su lucha contra el Islam y esta visión les llevó a la confrontación directa con el vasto Imperio Otomano. Los dos imperios tenían una situación similar: eran reinos en su apogeo, guiados por la profunda fe en su religión y con una diplomacia que movía los hilos de los mundos cristiano y musulmán. Además, poseían las dos mayores flotas del mundo. El choque era inevitable. Así, el Mediterráneo fue campo de batalla de lo que en España se llamó “La Guerra del Turco” y que se prolongaría durante dos siglos.
La galera fue la protagonista de la guerra en el Mediterráneo desde
la Edad Antigua hasta mediados del siglo XVIII y tanto turcos como
españoles e italianos fueron maestros en su uso.
A mediados del siglo XVI, los turcos, con el apoyo indispensable de las fortalezas berberiscas, habían alcanzado una posición de claro predominio sobre los españoles y sus aliados. Una serie de capitanes piratas de enorme genio como Barbarroja o Dragut habían diezmado a las flotas de la Cristiandad y tomado sus bastiones, además de sembrar en el terror en las poblaciones costeras. El apoyo de Francia no debe ser olvidado, pues Francisco I, todavía humillado por su derrota en Pavía, estaba dispuesto a avituallar a las naves corsarias y dotarlas de la más moderna artillería europea para que debilitasen a los odiados españoles. Y es que mientras España trataba de hacer causa común con los estados cristianos contra el Islam, los franceses ofrecían Tolón como puerto a las expediciones que llevaban la muerte y la esclavitud a miles de cristianos. No en vano la razón de estado es un invento galo.

En 1560 el intento de Felipe II, casi recién coronado rey de España, por tomar la delantera conquistando Trípoli terminó en el llamado Desastre de Dyerba o Los Gelves. El corsario Dragut y el almirante otomano Piali Pachá destruyeron la flota del Duque de Medinaceli y Juan Andrea Doria. Diez mil hombres perecieron, entre ellos dos mil infantes españoles al mando de Álvaro de Sande que fueron ejecutados tras tres meses cercados y con cuyas cabezas los turcos levantaron una pirámide que resistió hasta 1848.

Felipe II no se dejó amedrentar por su catastrófico bautismo de fuego contra los turcos y decidió que para vencer al Turco primero tenía que conseguir dominar por completo el mar. Este proyecto llevó a la construcción de una enorme flota y la forja de alianzas con el Papado, los estados italianos y los incansables caballeros de Malta u Hospitalarios. Aquel elaborado plan iría poco a poco dando sus frutos hasta su éxito absoluto en la batalla de Lepanto. Felipe II tuvo muy pronto la ocasión de aplicar su nueva estrategia, pues envalentonados por la victoria en Los Gelves, los piratas argelinos sitiaron Orán, la mayor plaza española en África. La respuesta imperial no se hizo esperar y Don Álvaro de Bazán, el mejor almirante de España, acudió en socorro de la ciudad con una gran flota de naves españolas, genovesas y de los caballeros hospitalarios. El gobernador de Orán, el conde de Alcaudete, había dirigido con maestría la defensa y los argelinos desistieron ante aquel despliegue de habilidad, valor y medios.

La victoria en Orán demostró que la armada de España y sus aliados tenía poder para actuar con rapidez y eficacia y restableció la maltrecha moral cristiana.

La expedición a Vélez de la Gomera

Nada más levantar el sitio de Orán, Sancho de Leyva, veterano de Los Gelves que había sobrevivido al cautiverio en Estambul, trató de reconquistar el Peñón de Vélez de la Gomera con parte de la flota de Don Álvaro de Bazán. El intento no se llevó a cabo de forma organizada y Leyva desistió finalmente, pero Felipe II sabía que era un punto estratégico importante y estaba decido a reconquistarlo, pues era el puerto del que salían la mayor parte de los ataques a Andalucía y Levante.

El Rey Católico preparó la operación con la minuciosidad que le caracterizaba. Durante todo el invierno y la primavera de 1564 se estuvo reuniendo la flota y las tropas que embarcarían en ella. Se nombró Capitán General del Mar y comandante de la expedición a García Álvarez de Toledo y Osorio, marqués de Villafranca, emparentado con el duque de Alba y con amplia experiencia en la guerra naval contra los berberiscos. En Palamós se unió el renombrado Álvaro de Bazán y ya en Málaga se congregó toda la flota. Los mandos de la misma no podían ser más ilustres. A las órdenes de Álvarez de Toledo, con quince galeras, estaban Álvaro de Bazán, con siete, Sancho de Leyva, con trece, Juan Andrea Doria, con doce, y Marco Antonio Colonna, con siete, más diez de la escuadra española de Sicilia. El Papa Paulo IV llamó a apoyar la lucha contra los infieles, por lo que Portugal se sumó con ocho galeras al mando del almirante y explorador Francisco Barreto, Saboya y Florencia aportaron trece naves dirigidas por conde Sofrasco y Jacobo Dapiano, respectivamente,  y los caballeros de Malta se sumaron también a la empresa. El contingente de infantería contabilizaba seis mil españoles, dos mil alemanes y mil doscientos italianos, además de un tren de artillería embarcado en las naves de Álvaro de Bazán.

La flota llegó al islote la noche del treinta y uno de agosto, por lo que se aplazó el ataque hasta el día siguiente. Entretanto, el comandante del Peñón, un famoso corsario de nombre Kara Mustafa, envió un emisario a su señor, el rey de Fez, pidiendo que le socorriese. Kara Mustafa había tomado las fortificaciones de Vélez de la Gomera y las había reforzado, haciendo los muras más altos y gruesos y ampliando la extensión del recinto amurallado. Las reformas de Mustafa habían hecho del Peñón una fortaleza imponente, hasta el punto de que se consideraba tanto entre los mandos cristianos como musulmanes una plaza inexpugnable.
El Peñón de Vélez de la Gomera. La lengua de tierra que lo une al
continente no existía en 1564, por lo que era una isla.
Alvaro de Bazán reconoció el terreno en busca del lugar idóneo para el desembarco del contingente y tras informar de sus observaciones a Álvarez de Toledo, el Marques de Villafranca eligió un lugar conocido como Castillo de Alcalá, en la costa del continente. Las tropas desembarcaron con la mayor celeridad y acometieron contra las fortificaciones moras. El asalto fue dirigido por el italiano Chiappino Vitelli y el español Juan de Villaroel. Las primeras defensas cayeron rápidamente, pero mientras el ejército cristiano trataba de consolidar la posición los moros les hostigaron en pequeñas bandas. Los jinetes de Villaroel tuvieron que cargar para dispersar al enemigo y asegurar el terreno.

Mientras se asentaba el ejército, una fuerza a las órdenes de Sancho Leyva se destacó para penetrar más en el campo enemigo y acercarse al Peñón. En vanguardia iba lo mejor de la Cristiandad: los caballeros de Malta y los veteranos del Tercio de Nápoles, a las órdenes de Luis de Osorio. En apoyo de esta fuerza de élite, Bazán desembarcó cuatrocientos arcabuceros para dar fuego de cobertura al avance de los tercios y los hospitalarios. Ante tan formidable contingente, los berberiscos optaron por replegarse a la fortaleza, por lo que los cristianos pudieron bajar a tierra la artillería, lo cual se tuvo que hacer llevando las piezas en andas por la irregularidad del terreno.

Mientras se levantaba el campamento, los mandos cristianos decidieron emplazar los cañones en las crestas del Cantil, desde donde podían hacer blanco sobre todo el Peñón. Además, otra betería se colocó cerca de un molino en las crestas del Baba, para hacer fuego desde dos sitios distintos. El Marqués de Villafranca y su estado mayor inspeccionaron la fortaleza: las altas murallas y torres se alzaban sobre la escarpada roca, que constituía una línea defensiva impresionante, y las aguas del Mediterráneo la aislaban, como si de un enorme foso se tratase. La posición era imposible de asaltar, pero los cristianos no tenían más que hacer entrar en liza a su muy superior artillería. Las piezas de la flota y los grandes cañones de sitio de las crestas barrieron el islote con excepcional puntería, demostrando que las defensas reforzadas por Kara Mustafa no podían nada frente al fuego artillero.

El líder corsario, al ver el tamaño de la armada cristiana y sus preparativos para el asedio, salió de la fortaleza con algunas naves antes de que se completase el bloqueo con la intención, o al menos así lo explico a sus hombres, de reunir refuerzos. Dejó al mando del baluarte a un renegado español que le hacía las veces de mano derecha, de nombre Ferret, junto a una guarnición de doscientos soldados turcos. Estos trataron en varias salidas de obstaculizar las labores de asedio y tomar alguna de las baterías, pero ya los españoles del Tercio, ya las tropas alemanas, impedían que estos ataques obtuviesen resultados.

La reconquista del Peñón

Finalmente, Ferret decidió abandonar la fortaleza, que estaba siendo gradualmente despedaza por la artillería. La noche del 5 de septiembre, tras el efímero asedio, los defensores aprovecharon la oscuridad para burlar el bloqueo y darse a la fuga. Al mismo tiempo, un moro de la fortaleza acudió al campo cristiano y se entrevistó con Juan Andrea Doria, al que reveló que la guarnición había abandonado la fortaleza. El almirante italiano decidió comprobar la veracidad de aquella afirmación y audazmente escogió una docena de hombres de confianza y se acercó, al amparo de la noche, hasta el portón principal. Allí se encontró con un oficial turco que ofreció la rendición del Peñón a cambio de que se respetase su vida y la de los veintisiete hombres a su cargo, que se habían quedado para cubrir la huida de sus compañeros.

Al día siguiente, las tropas cristianas entraban en la fortaleza y el Marqués de Villafranca reclamaba la plaza de nuevo en nombre de España. La expedición se dio por terminada y la flota se preparó para zarpar de vuelta a España, pero sus vicisitudes no habían terminado. Estando las tropas cargando las naves para el regreso y ultimando los detalles para partir, se presentó el ejército del rey de Fez, que llegaba con algo de retraso a socorrer la fortaleza. Los moros se sorprendieron de encontrar el bastión en manos españolas, pero decidieron tratar de recuperarlo aprovechando la sorpresa. En un combate repentino, el Marqués de Villafranca tuvo que desplegar a parte de sus tropas como pantalla para cubrir el embarco de la artillería y el resto del contingente expedicionario. El ejército de Fez desistió de su intentó en cuanto comprobó que las líneas cristianas no se desbarataban y optó por la retirada.

El capitán Diego Pérez Arnalte quedó encargado de la fortaleza, con una guarnición de trescientos infantes y cuatrocientos artilleros. Álvaro de Bazán permaneció patrullando las cercanías del Peñón con sus naves hasta el otoño, mientras el resto de la flota atracaba en Málaga, donde su éxito fue recompensado con las ovaciones y vítores de la población. El Marqués de Villafranca recibió además una gratificación algo más tangible al ser nombrado por Felipe II Virrey de Sicilia.
Don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, uno de los más
 insignes almirantes de nuestra historia. Hombre de confianza de
Felipe II, murió invictó tras una vida entera al servicio de la patria.
Los españoles y sus aliados recibieron el triunfo con enorme alegría, pues necesitaban un refuerzo moral tras la racha de victorias musulmanas. Los piratas berberiscos resultaron perjudicados por la perdida de una de sus mayores bases, pero en Estambul la victoria cristiana apenas se mencionó. El Sultán Solimán el Magnífico estaba ocupado en proyectos de mayor envergadura y no le dio importancia. No quiso darse cuenta de que Felipe II había conseguido dar un impulso a los maltrechos cristianos y alentarles a seguir enfrentándose al Turco. Solimán en persona lo comprobaría al año siguiente, cuando movilizó una gigantesca flota para sitiar Malta, la sede de los caballeros hospitalarios. Los hermanos de la Orden ofrecieron una resistencia heroica al ejército otomano y la empresa acabó en desastre para los musulmanes cuando Bazán y el Marques de Villafranca pasaron de nuevo a primera línea y acudieron con los Tercios en socorro de la isla. Los turcos quedaron desprestigiados y las armas cristianas recuperaron la iniciativa en una guerra que todavía se prolongaría varias décadas.

Algunas consideraciones finales

Abandonando con tristeza esta época de gestas y gloria hemos de volver a la presente situación. Desde su reconquista en 1564, Vélez de la Gomera ha sufrido nuevos ataques de los moros casi de forma continua, pero la bandera de España, si bien cambiando con los siglos, ha permanecido inamovible en lo alto de los riscos del islote. Las reivindicaciones de Marruecos sobre este territorio, así como sobre Ceuta, Melilla y demás enclaves españoles en la costa africana, carecen de cualquier sostén histórico. Los activistas del Comité para la Liberación de Ceuta y Melilla deberían recordar, ya que recuerdan la fecha en que partió la expedición del Marqués de Villafranca, que por aquel entonces Marruecos no existía ni como nación ni como idea. Su territorio era una vasta extensión de montes, costas y desiertos sin más dueño que los caudillos bereberes de las cabilas que los habitaban y los reyezuelos de efímeros estados al servicio de Estambul. Y las plazas que reclaman eran nidos de piratas esclavistas hasta que fueron limpiadas por las flotas de la Monarquía Hispánica.

El Peñón de Vélez de la Gomera es un vestigio de nuestro pasado imperial, un recuerdo del tiempo en que España lideró a la Cristiandad en su lucha a muerte con el Islam. Los tiempos han cambiado, por supuesto. España ya no lidera a nadie en nada más que en paro y fracaso escolar y la corrección política europeísta no ve con buenos ojos los exabruptos de orgullo patrio, pero estas rocas que se alzan frente a la costa del continente africano nos evocan episodios de nuestra Historia que no merecen caer en el olvido. Y aunque solo sea por eso, el Gobierno debería defender nuestra soberanía sobre ellas con todas sus fuerzas.