"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










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lunes, 8 de julio de 2013

La Historia de España a través del cine (Parte I)


Hace ya tiempo, antes de que los rigores de la vida académica me obligasen a abandonar a su suerte a El Rodelero, escribí una somera revisión sobre las legiones romanas en la gran pantalla. Con la llegada del verano y el horizonte libre de preocupaciones, he decidido honrar de igual modo a nuestra querida España, que pese a sus altibajos no merece mucha menos consideración que el Imperio Romano.

La relación entre Cine e Historia se materializa en las películas históricas o de época y ha sido muy recurrida a lo largo del siglo largo de existencia de este espectáculo. Se trata de una relación desigual, tanto en los resultados como en la profusión con que se ha cultivado. También es francamente desigual por el papel entre sus partes: mientras la Historia se limita a proveer de ideas a los guionistas y productores para convertirlas en espectáculo, el cine se ha convertido en el principal medio de difusión del pasado entre las masas. Esto otorga un inmenso poder al llamado Séptimo Arte, ya que a través de su óptica y según su juicio entienden la Historia millones de personas que no saben ni sabrán nunca nada más que lo que en la pantalla se les ofrezca.

Sobra decir que el cine es una herramienta fundamental para legitimar regímenes, exaltar valores y mostrar al gran público las bondades y glorias de la Patria o la infamia y perfidia de los enemigos de ésta. Ejemplos cacareados a diario en nuestro país son los del cine histórico franquista, tan edulcorado como emocionante, aunque escuchemos mucho menos hablar de la propaganda subliminal o abierta de los taquillazos de Hollywood. Estados Unidos, como toda potencia histórica, ostenta su puesto por haber sabido comprender y manejar los instrumentos que su época le ha dado, y hábilmente ha conseguido exportar su efímera historia y magnificarla de forma que todo el orbe la conozca y jalee por encima de la suya propia.

Volviendo a España, siempre con dolor y orgullo nostálgico, es un hecho que la mayoría de los que hoy vienen a llamarse españoles ignoran la práctica totalidad de nuestra Historia. Las causas de esta amnesia son múltiples y no todas son exclusivas de este país: ausencia absoluta de patriotismo, desinterés por las cuestiones trascendentales, identificación de la exaltación histórica con el denostado fascismo, rechazo de la progresía rampante a un pasado marcado por valores opuestos a su ideario... Así, en el cine, única fuente de conocimientos para muchos, como ya hemos señalado, nuestra Patria ha tenido escaso reflejo. El producto nacional, de poco presupuesto y frecuente baja calidad, solo se ha acercado al tema con fines políticos; en la época franquista, al menos, se trató de homenajear muy merecidamente a algunas de las glorias de nuestro pasado (no puedo evitar citas la sublime Los últimos de Filipinas), mientras que hoy día asistimos a una sobreexplotación de la Guerra Civil y la Posguerra de la mano de la izquierda más revanchista.

Pero en esta ocasión yo voy a limitarme a tratar la impronta de la Historia de España en el cine extranjero, que es principalmente el americano. Todos los que somos aficionados a la Historia soñamos con las grandes gestas de nuestros antepasados llevadas al cine y no quiero perder mucho tiempo lamentando las películas que podrían haberse hecho si gozásemos de los recursos y difusión de Estados Unidos. La actual hegemonía anglosajona ha tendido a  obviar el papel histórico de España,  aunque es cierto que no les toca a ellos reclamar ese legado. Nuestras apariciones han sido las más de las veces breves, llenas de tópicos y con poca consistencia histórica. Aun así,  muchas de ellas merecen, para bien o para mal, ser comentadas como parte modesta aunque muy extendida del legado español.

Remontándonos a nuestros orígenes, hemos de reconocer como génesis de España la Hispania romana, que pasó de ser el infierno para las legiones a, una vez conquistada, exitoso ejemplo de plena romanización. No en vano, además de filósofos como Séneca y literatos como Marcial, dio al Imperio cuatro emperadores. La brillante aportación hispana a Roma ha tenido su tributo en el cine, nada menos que en forma de la superproducción americana Gladiator (2000, Ridley Scott), que nunca dejaré de recomendar. Russel Crowe dio vida al ya emblemático general Máximo Décimo Meridio, que defiende la gloria de Roma en los confines del Imperio, muy lejos de su  añorada Emérita Augusta (Mérida) natal. Máximo es además leal servidor de Marco Aurelio, al que interpretó el genial irlandés Richard Harris pese a que el emperador-filósofo fuese descendiente de una noble familia de Ucubi, en Córdoba. Quizá a estas alturas me conformo con poco, pero creo que ver a las masas enfervorecidas corear el nombre de El Hispano es uno de los grandes homenajes del cine a la sangre española.


Si la dominación romana conformó las bases de nuestra cultura e incluyó a España en la Historia y el destino de la Europa cristiana que surgió de las cenizas del Imperio, la invasión musulmana sirvió para marcar irreversiblemente el carácter del que sería el pueblo español. La Península se convirtió en la frontera entre el Islam y la Cristiandad y los reinos cristianos se destacaron como vanguardia de Europa. Los ochocientos años que llevó la empresa de la Reconquista tienen su mayor icono en Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador. Las gestas de esta figura casi legendaria, epítome del caballero castellano, se convirtieron en 1961 argumento de uno de los colosales filmes de Samuel Bronston, dirigido por Anthony Mann y protagonizada por Charlton Heston, con Sophia Loren como Doña Jimena. El Cid no reparó en gastos para recrear la resistencia de los reinos cristianos ante el arrollador avance de los fanáticos almorávides. El fallo de ambientación que adelanta casi un siglo las armas y ropajes queda eclipsado ante el talento de las interpretaciones y la fuerza de la trama. Todo un homenaje al estilo Hollywood con el que en cierto modo se agradecía la colaboración de la España de Franco en el rodaje de las grandes superproducciones americanas en suelo español.


En las postrimerías del siglo XV el empuje de los reinos cristianos había reducido el otrora poderoso Al Andalus a un puñado de enclaves bajo el débil gobierno de la dinastía nazarita de Granada. Fue en ese momento cuando los avatares de la Historia unieron a las coronas de Castilla y Aragón mediante el matrimonio de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos. El 2 de enero de 1492 Granada se rindió ante las fuerzas conjuntas de los dos mayores reinos de la Península y con el golpe de gracia que culminó la Reconquista nació España.  La nueva nación, cumplida su guerra secular de liberación y sedienta de gloria, volvió su vista al panorama internacional y no tardó en ver enfrentadas sus aspiraciones con la orgullosa Francia. El choque principal se produjo en Italia y en tierras napolitanas Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán, sentó las bases de la guerra moderna y convirtió a España en la principal y más respetada potencia de Europa. Este trascendental momento ha sido objeto de poca atención y la única película que conozca que lo refiera es, irónicamente, una comedia. Así, de la épica hollywoodiense pasamos a la socarrona producción italiana El soldado de fortuna (1976, Pasquale Festa Campanile), cuyo principal atractivo es ver a Bud Spencer repartir guantazos a todo francés que se le ponga por delante en la piel del mercenario italiano Ettore Fieramosca, al servicio del Gran Capitán. El trasfondo es verídico, basado en el desafío entre caballeros franceses e italianos, estos últimos del ejército español, durante el asedio de Barletta en 1502. La película tiene una ridícula recreación de armas y uniformes, de evidente falta de presupuesto, pero el guión es divertido y con guiños a ese marco histórico de la Italia renacentista. El papel de los españoles es anecdótico, aunque salimos muy favorecidos comparados con los franceses, y no falta alguna broma amable acerca del notorio fervor religioso español.

A la vez que España aseguraba su hegemonía en Europa, se produjo uno de los grandes eventos de la Historia del mundo: auspiciado por los Reyes Católicos, Cristóbal Colón inició la más famosa travesía de la navegación al cruzar la desconocida Mar Océana y llegar al Nuevo Mundo el 12 de octubre de 1492. Aquel descubrimiento  cambió para siempre el destino de la recién nacida España y le otorgó una gran misión: la conquista y evangelización de aquellas vastas tierras nunca antes holladas por los europeos. Con motivo del V centenario del Descubrimiento, en 1992, se estrenaron dos películas que venían a corregir el sorprendente desinterés del cine por este trascendental hecho. La estadounidense Cristóbal Colón, el Descubrimiento (John Glen), supuso un fracaso sin relevancia del cual solo cabe señalar que tuvo la descabellada idea de dar a Marlon Brando el papel del Inquisidor General Tomás de Torquemada. Por su parte, la coproducción hispano-francesa 1492, la conquista del paraíso (Ridley Scott), resulto igualmente desastrosa económicamente, aunque se le reconoció mayor valor. En mi opinión, busca sin encontrar un tono épico que se diluye en un guión confuso incapaz de distinguir lo esencial de lo anecdótico.  Scott, en su línea, no pierde ocasión de arremeter contra la aristocracia y la Iglesia, aunque moderándose más que sus últimos trabajos en Hollywood. Es de alabar, no obstante, la fiel recreación de época y la actuación de Gérard Depardieu como Colón. Lo mejor de la película, con mucho, es su mítica banda sonora a cargo de Vangelis que probablemente todos hayamos escuchado alguna vez.
 

 
El Descubrimiento fue entendido como un designio de Dios, que asignaba a España el colosal cometido de colonizar el Nuevo Mundo. El espíritu de la Reconquista cruzó el Atlántico y los españoles, como punta de lanza occidental de la Cristiandad, se lanzaron a conquistar las Américas en pos de riqueza y gloria, por el rey y por la Santa Madre Iglesia. Desde las cumbres de los Andes a las grandes llanuras de Norteamérica, a través de las selvas del Amazonas y los desiertos de Sonora, un puñado de hombres acometió la mayor gesta vista desde la conquista de Asia por Alejandro. Aquellos conquistadores y misioneros llegaron a los rincones más inhóspitos del inmenso continente y en todas partes clavaron la Cruz de Cristo y las Armas de España. Sin duda, esta es nuestra mayor gloria, nuestro legado más firme e imperecedero y el papel por el cual España es y será recordada.

A nivel mundial, la imagen de los españoles está fuertemente asociada a la de los conquistadores, con sus icónicos morriones y armaduras, sus perros, sus caballos, sus crucifijos y arcabuces. Y es precisamente en este momento culmen de nuestra historia cuando surge un rechazo e incluso odio hacia España y todo lo español ampliamente extendido por el mundo. La Conquista de América se ha presentado como un salvaje proceso de pillaje y destrucción de las florecientes civilizaciones precolombinas a manos de los ambiciosos y fanáticos españoles. Esta versión, tendenciosa como pocas, se debe en sus orígenes a Inglaterra, Francia y Holanda, enemigos del Imperio Español, y es hoy abanderada y repetida de forma paroxística  por los gobiernos indigenistas hispanoamericanos. Como no podía ser de otro modo, esta visión ha pasado al celuloide. Quizá el más famoso ejemplo sea Aguirre, la cólera de Dios (1972) del reputado director alemán Werner Herzog. Esta película, aclamada por los críticos del cine europeo, se sirve de la historia del conquistador Lope de Aguirre, que se rebeló contra Felipe II para fundar un reino independiente en la legendaria ciudad de El Dorado, para hacer una reflexión sobre la irracionalidad y la locura. Ciertamente, la falta de diálogos e incluso de trama propiamente dicha consiguen alcanzar momentos absolutamente irracionales. Personalmente, a duras penas pude resistir el visionado completo, aunque he de aplaudir su capacidad para hacer imaginar al espectador los peligros y dificultades de esas expediciones por tierras desconocidas. A destacar la escena inicial, los hombres de Gonzalo Pizarro descendiendo desde los escarpados picos de los Andes hacia la inmensidad de la floresta amazónica.

Así como Herzog ofrece una imagen sórdida y oscura de la Conquista, creo necesario señalar la película de Mel Gibson Apocalypto (2006) y, en un spoiler que los lectores sabrán perdonar, referirme a la fugaz pero estelar irrupción de los españoles al final del filme. Después de mostrar el horror y la brutalidad de la decadente civilización maya, la imagen de las carabelas recortadas sobre el horizonte mientras en las chalupas se aproximan los conquistadores y los misioneros supone un magistral golpe de efecto.

Las enormes riquezas del Nuevo Mundo fueron el impulso que necesitaba la ambiciosa política exterior de los Reyes Católicos para que surgiese la idea de un Imperio Español. Este se concretó en la herencia de su nieto, Carlos I (1516-1556), que unió bajo su corona a España, con sus posesiones en las Américas, Berbería e Italia, y al Sacro Imperio Romano, con los territorios Habsburgo de Austria y el Tirol, además de Borgoña y Flandes. Con Felipe II (1556-1598) el reino alcanzó su máxima cota de poder y gloria, incorporando Filipinas y todo el imperio portugués bajo el nombre de la Monarquía Hispánica. Las victorias sobre Francia y el Imperio Otomano convirtieron a España en la potencia mundial hegemónica indiscutible, cuya influencia se extendía por cuatro continentes. Los tercios dominaban los campos de batalla europeos y las galeras controlaban el Mediterráneo, mientras los grandes convoyes de galeones surcaban el Atlántico trasportando el oro y la plata de ultramar. En plena Segunda Guerra Mundial, los guionistas de Hollywood equipararon este esplendor de la Monarquía Hispánica con la expansión del III Reich en El halcón del mar (1940, Michael Curtiz), un clásico del cine de aventuras “de capa y espada” en el que Errol Flynn, como un intrépido corsario inglés, debía detener los malvados planes de Felipe II para invadir Inglaterra y ¡el mundo! Resulta hasta agradable ver a los retorcidos y orgullosos españoles paseándose por la pantalla con una actitud mezcla entre oficial de las SS y chulapo madrileño. Las interpretaciones de Claude Rains -capitán Renault en Casablanca- como embajador de España en Londres y Montague Love como Felipe II, un papel breve pero delicioso, son dignas de mención. El espectador versado podrá, además, reír con algunos fallos y sinsentidos, como el ver remeros en un galeón transatlántico o el siniestro tribunal inquisitorial que juzga piratas (¡!), aunque en líneas generales la recreación es aceptable y la calidad técnica y del guión, gratificantemente alta.

Pese a la importancia que los ingleses y sus antiguos súbditos estadounidenses hayan querido dar al acoso corsario británico, la Monarquía Hispánica mantuvo sin problemas el control de su vasto imperio. Con la capital establecida en Madrid, la corte de Felipe II se convirtió en el mayor centro de poder del mundo. No tardaron en surgir partidos y personajes enfrentados que darían pie a intrigas, especialmente después de la muerte de Felipe II y la llegada al trono de los Austrias Menores, desentendidos de las cuestiones de gobierno. De nuevo acudió la Meca del Cine a la Historia española tras El halcón del mar para explotar el exitoso género de los llamados costume dramas o cine de época. Así en 1948 se estrenó El burlador de Castilla (Vincent Sherman), con Errol Flynn esta vez como espadachín y galán castellano que combinaba el mito de Don Juan con la intriga palaciega en la corte de Felipe III. Poco después saldría a la luz la poco conocida La princesa de Éboli (1955, Terence Young), que seguía a la novela Esa Dama de Kate O’Brien presentando la conjura del secretario de Felipe II Antonio Pérez y la hermosa princesa viuda encarnada por Olivia de Havilland como una maquinación del, de nuevo, perverso Rey Prudente.


Si bien el imperio se regía desde la corte, el peso de sostenerlo caía sobre los hombros de los soldados de los tercios, herederos de las innovaciones del Gran Capitán. Bien organizados, con un esmerado entrenamiento, una cuidada logística y un insuperable espíritu de cuerpo basado en el servicio a la Patria y la defensa de la Fe Católica, los ejércitos de la Monarquía Hispánica fueron el terror de los enemigos del Rey de España. En todos los frentes y contra todos los enemigos se batieron bajo las Aspas de San Andrés, aunque su más famoso escenario y también el más sangriento fue Flandes. Curiosamente, de ochenta largos años de asedios y batallas la única obra que el cine extranjero ha dado ha sido una comedia situada en el paréntesis de paz que supuso la Tregua de los Doce Años firmada en 1609. La Kermesse Heroica (1935, Jacques Feyder) es una reputada película francesa sorprendentemente actual en su planteamiento pese a su antigüedad, aclamada y galardonada por su cuidadísima presentación de un pueblo flamenco del siglo XVII gracias a unos impresionantes decorados y la gran técnica de Feyder, que se inspira para sus planos en las obras de los grandes pintores flamencos. El argumento es tan sorprendente como divertido: ante la noticia de que un duque español al mando de tropas de los tercios desea hacer un alto en la ciudad, los habitantes de la villa de Boom son presas del pánico y el aterrado burgomaestre decide simular su muerte ante el duque. Ante la situación, su decidida esposa reunirá a las mujeres para preparar el recibimiento a los españoles prescindiendo de sus acobardados maridos. Al llegar los tercios, los españoles se señalan por su cortesía, respeto y gentileza, haciendo las delicias de las flamencas. Técnicamente perfecta y con un constante sentido del humor, La kermesse heroica es una comedia magistral, además de una verdadera apología de los tercios de Flandes.
 
 

martes, 24 de julio de 2012

Las Navas de Tolosa: El Nacimiento de una Nación


El Sol, radiante en lo alto de un cielo despejado, abrasa las yermas lomas, haciendo arder las cotas de malla y los yelmos. Apenas hay viento y los pendones cuelgan de las astas tan inmóviles como los hombres que los portan. Las ocasionales maldiciones cesan a una señal y, como un solo ser, el ejército entero se arrodilla y se sume en un silencio devoto, orando una última vez. Es la mañana del 16 de Julio del año 1212. Los guerreros cristianos se preparan para la batalla que saben que decidirá si la Península Ibérica, y con ella el frente occidental de la Cristiandad, cae en manos del Islam.  Lo que no pueden siquiera imaginar es que sus actos en ese día sentarán las bases de una nueva nación bajo cuya bandera lucharán castellanos, aragoneses, leoneses y navarros sin distinción. Una nación que con el paso del tiempo no solo recuperará Al-Andalus, sino que llevará la Cruz hasta los más lejanos confines del mundo. Una nación que, aun ochocientos años después de su gesta, recordará lo que hicieron aquel 16 de Julio en las Navas de Tolosa.

Para los españoles de la época, aquella fue “La Batalla”. El momento culminante del enfrentamiento entre el Cristianismo y el Islam por la posesión de la Península Ibérica. La batalla de las Navas de Tolosa fue ya en su tiempo considerada un hito en la Reconquista, pero la perspectiva que da el correr de la Historia ha elevado su importancia al nivel de leyenda. Las consecuencias inmediatas fueron considerables, pues la amenaza del Imperio Almohade quedó anulada para siempre y los musulmanes perdieron su última oportunidad de imponerse sobre los reinos cristianos de la Península. Pero a largo plazo las Navas de Tolosa representó la primera piedra de una España guerrera y unida por la religión que conquistaría medio mundo. Por ello, el pasado lunes 16 celebramos el octavo centenario de una gesta que determinó el nacimiento de nuestra nación.

La Derrota de Alarcos

No se puede explicar la victoria de las Navas de Tolosa sin hablar antes de la derrota de Alarcos. Para finales del siglo XII, los cristianos llevaban casi quinientos años combatiendo contra los musulmanes para recuperar los territorios que habían perdido al caer el reino visigodo, a la vez que luchaban entre sí por afianzar las fronteras de los distintos reinos. Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón ocupaban la mitad norte de la Península, en constante pugna unos con otros. Los cristianos se hallaban muy atrasados con respecto a la civilización árabe, pero habían resistido gracias a la fe y el coraje, forjándose como pueblos guerreros, poco dados a las artes, las ciencias o los placeres pero siempre dispuestos a combatir. La España cristiana era un mundo en el que desde el rey hasta el más miserable siervo eran, ante todo, guerreros, y compartían el espíritu belicoso y la profunda fe que conformaban el alma de estos pueblos.

Estos aguerridos hombres habían ido avanzando hacia el sur en un lento proceso de reconquista y repoblación de las tierras ocupadas por los moros, aprovechándose de los auges y declives sucesivos que sufría el Al-Andalus. Cuando los musulmanes estaban unidos bajo un poder fuerte, como el Califato de Córdoba o el Imperio Almorávide, el avance cristiano se detenía, pero cuando se fragmentaban en débiles e indolentes reinos de taifas, la Reconquista tomaba impulso. Desgraciadamente, el enemigo al que tenían que hacer frente los cristianos de las últimas décadas del siglo XII era tal vez el más fuerte y peligroso de cuantos habían venido del otro lado del Estrecho: el Imperio Almohade.

Los almohades eran un movimiento islámico radical cuyo origen se situaba hacia el 1120 en las fieras tribus bereberes del Atlas. Su fundador, Mohamed Ibn Tumart, proclamó la necesidad de una vuelta a la ortodoxia religiosa que purificase las viciosas costumbres que habían adoptado los musulmanes del Magreb y Al Andalus. Bajo el principio fundamental de la existencia de  Alá como dios único y diferenciado del resto de la Creación, guio a sus seguidores contra los almorávides, que habían relajado su interpretación del Corán con los años. En 1130, Ibn Tumart murió, pero sus sucesores continuaron la lucha contra los almorávides en un largo conflicto por todo el Magreb. Esta división en el Islam favoreció a los reinos cristianos, especialmente Castilla, que recuperaron varias plazas llevando la frontera entre las dos religiones hasta las tierras de la Mancha. A mediados del siglo XII, los almohades desembarcaron en España y sometieron a los moros andalusíes. Así, se creó un periodo de statu quo en la Península mientras los almohades subyugaban a los rebeldes andalusíes y los cristianos peleaban entre sí.

En 1187, el reino de Jerusalén, en manos cristianas desde la Primera Cruzada (1096-1099), fue conquistado por el célebre Saladino. La Cristiandad se revolucionó ante la pérdida de los Santos Lugares y surgió un sentimiento de revancha contra los infieles. Así, Francia, Inglaterra y el Sacro Imperio aunaron fuerzas para la Tercera Cruzada. En España también se sintió este fenómeno, especialmente en las tierras de Castilla. Regido desde hacía veinticinco años por el enérgico Alfonso VIII, este reino había ido ganando importancia hasta liderar claramente la lucha contra el Islam. Los primeros años de reinado de Alfonso estuvieron marcados por una guerra civil entre las familias Castro y Lara y las posteriores disputas fronterizas con Navarra y, muy especialmente, León. Alfonso se impuso a todos sus rivales y colocó a Castilla como primera potencia entre los reinos cristianos hispánicos. Pero todas estas guerras no eran para el rey castellano sino premisas necesarias para poder desatar el verdadero enfrentamiento contra la amenaza almohade. Alfonso aprovechó el golpe moral de la perdida de Jerusalén para resolver (favorablemente para sí) sus problemas con León y Navarra y en 1194 no renovó la tregua que mantenía con el Califa almohade, lo que equivalía a una declaración de guerra. Convenció al rey de León, Alfonso IX, de que hiciese lo propio y se sumase a su lucha contra los musulmanes. Los almohades no tardaron en darse cuenta de la amenaza que el belicoso Alfonso VIII suponía y en respuesta convocaron la guerra santa contra Castilla. El dominio almohade se extendía por entonces desde Portugal hasta Trípoli, por lo que sobre Alfonso caería toda la fuerza de un imperio diez veces más grande que Castilla.

El Califa Abu Yusuf Ibn Yakub cruzó el Estrecho con un gran ejército de bereberes y voluntarios árabes, a los que se sumaron los moros andalusíes, y avanzó hacia Castilla. Alfonso convocó a sus huestes en Toledo, la punta de lanza de las tierras castellanas. A su llamamiento acudieron además las órdenes militares: El Temple, San Juan, Calatrava y Santiago. Alfonso IX y sus caballeros leoneses debían unirse posteriormente, pero cuando llegaron noticias del ejército de Ibn Yakub, Alfonso VIII se hizo fuerte en la fortaleza de Alarcos (Ciudad Real), sin esperarles. El 18 de julio de 1195 los dos ejércitos chocaron. Los cristianos recurrieron a su clásica, por no decir única, táctica: la carga de caballería. Los caballeros pesados de Castilla barrieron al centro del ejército musulmán, pero estos no cedieron y fueron desgastándolos. Después de horas de combate y sucesivas cargas, los caballeros se dieron cuenta de que habían sido flanqueados por la caballería ligera mora. Cansados y rodeados, los cristianos sufrieron una derrota total. Alfonso VIII logró escapar mientras los cristianos que consiguieron romper el cerco se refugiaron en Alarcos, dirigidos por Diego López de Haro, el cual consiguió una rendición ventajosa. Con Alarcos, los almohades llevaron sus fronteras hasta Toledo, que a punto estuvo de caer, y frenaron en seco las aspiraciones de los reinos cristianos, que aterrorizados por el descalabro castellano se apresuraron a firmar treguas con Ibn Yakub.

Preparando el desquite

Castilla estuvo a poco de desmoronarse tras el fracaso de Alarcos pues todos sus enemigos, que eran muchos, aprovecharon para atacarla. Los almohades campaban por la Mancha arrasando y saqueando y León y Navarra ocuparon las plazas fronterizas sobre las que tenían reclamaciones. El reino castellano se sobrepuso gracias al decidido liderazgo de Alfonso VIII y al apoyo de la Iglesia Católica, que sabía que Castilla era el único reino capaz de liderar la lucha contra el Islam. Alfonso consiguió una paz no exenta de recelos con León mediante la diplomacia y, sacando fuerzas de la flaqueza, se lanzo sobre Navarra y demostró cuan equivocado estaba su rey Sancho VII El Fuerte al creer que Castilla no tenía ya fuerza para mantener su liderazgo entre los reinos cristianos. El vapuleado rey de Navarra tuvo que abandonar sus aspiraciones a regañadientes presionado además de por los ejércitos castellanos por las condenas que desde Roma llegaban a todo aquel que atacaba a Castilla en vez de a los musulmanes.

Con las manos libres, Alfonso empezó a preparar la revancha. El enérgico rey llevaba desde el mismo momento en que huyó de Alarcos maquinando su desquite y, como todos los proyectos que ideaba, no lo abandonó pese a todas las dificultades que se le presentaban. En los últimos años del siglo XII, las órdenes militares se rehicieron y volvieron a presentar batalla a los moros en las tierras fronterizas manchegas. En 1198 la Orden de Calatrava conquistó la fortaleza de Salvatierra (Calzada de Calatrava, Ciudad Real), estableciendo una cabeza de puente cristiana que se internaba en territorio almohade. Este hecho desencadenaría los acontecimientos que terminan en la batalla de las Navas de Tolosa.
Los caballeros de Calatrava fueron la primera orden militar española
y unos de los más obstinados enemigos de los moros. Jiménez de Rada
alabó especialmente su actuación en las Navas de Tolosa.


En 1209 Rodrigo Jiménez de Rada fue nombrado arzobispo de Toledo[1] y legado pontifico en las tierras hispánicas. El Papa Inocencio III, un ferviente defensor de las Cruzadas y la lucha contra el Infiel, quería que los cristianos españoles dejasen de pelear entre sí y uniesen fuerzas contra el cada vez más amenazador Imperio Almohade, y con este cometido designó a Jiménez de Rada, hombre de enormes cualidades, tan hábil diplomático como hombre de armas. El nuevo arzobispo de Toledo pronto haría oír su voz en la corte castellana y ganó el apoyo del rey, con el que compartía su visión de la Reconquista. En 1210, Castilla no renovó la tregua con los almohades y comenzó a respaldar las incursiones de las órdenes militares. El Califa Al-Nasir[2], hijo de Ibn Yakub, pensó que los molestos castellanos estaban pidiendo otro Alarcos para ponerles en su sitio y reunió a tropas de todo el imperio para una nueva guerra santa, congregando a miles de voluntarios dispuestos a la yihad.

Paralelamente, Alfonso y Jiménez de Rada preparaban a las huestes castellanas para el enfrentamiento. Habían tirado el guante y Al-Nasir lo había recogido. Una vez concentrado el ejército castellano en Toledo, con las mesnadas de los nobles, las milicias de los concejos y los curtidos caballeros de las órdenes de Calatrava, Santiago, El Temple y San Juan, Alfonso VIII buscó la ayuda de los demás reinos cristianos. Había aprendido de Alarcos que Castilla sola no podía con el Imperio Almohade, solo las Españas unidas tenían la fuerza necesaria. Pero sus relaciones con los demás monarcas dejaban mucho que desear. Alfonso IX de León, por supuesto, se negó a ayudar, pero en un acto de dignidad dejó que todo caballero leonés que así lo desease pudiese acudir a reforzar a los castellanos, y no fueron pocos los nobles de Galicia, Asturias y León que cabalgaron hasta Toledo. También acudieron algunos portugueses, aunque a título personal, como los leoneses. Sancho El Fuerte de Navarra aun recordaba su reciente derrota frente a los castellanos y no quiso tomar parte en la campaña. Por el contrario, Pedro II de Aragón, amigo personal de Alfonso VIII, acudió con muchos de sus súbditos, llegando a Toledo incluso antes que el rey castellano.

Mientras, Jiménez de Rada recorrió Francia, Italia y Alemania entrevistándose con reyes, nobles y obispos para buscar apoyos. Consiguió la adhesión de los obispos de Nantes, Burdeos y Narbona, además de la participación de caballeros franceses e incluso algunos italianos y alemanes.  Inocencio III, gran entusiasta de la campaña contra los almohades, desplegó  una ingente labor diplomática cuyo principal aporte fue declarar la expedición Cruzada. Instó a todos los obispos a predicar en apoyo a los cruzados españoles y concedió indulgencia plenaria a quien acudiese a luchar junto a Alfonso VIII. Además, a petición del rey castellano, amenazó con la excomunión a quien atacase a los reinos implicados en la Cruzada, medida especialmente dirigida a Alfonso IX de León.

Los cruzados extranjeros[3] fueron llegando a Toledo. El Arzobispo Jiménez de Rada, terminada su gira por Europa, se encargó de dirigir la logística del enorme ejército en su avance hacia el Sur. Los gastos fueron cubiertos por Alfonso VIII y por la Iglesia. Entretanto, Al-Nasir había conquistado Salvatierra a los calatravos, los cuales resistieron un heroico asedio tiempo suficiente para que el ejército cruzado estuviese listo. La noticia dio comienzo a la campaña, y los cristianos partieron hacia el sur saliendo de Toledo el 20 de Junio. Al llegar a Alarcos, lugar que todos tenían muy presente en su memoria, se presentó una gran sorpresa que reforzó la moral cristiana: contra todo pronóstico y  a pesar de su enemistad con Alfonso, Sancho El Fuerte de Navarra se unió a la hueste con doscientos de sus mejores caballeros. Por primera vez, tres reyes cristianos lucharían juntos contra los musulmanes.

Conforme el enorme ejército se internaba en territorio enemigo, surgieron los problemas entre sus integrantes. Ya en Toledo, los cruzados extranjeros habían provocado disturbios en la judería y al pasar por Malagón ejecutaron a todos los moros que allí había, los cuales habían ofrecido rendirse a cambio de sus vidas. Poco después trataron de hacer lo mismo con la guarnición del castillo de Calatrava. Este comportamiento era realmente el normal, pues una Cruzada era una lucha a muerte contra los infieles, en la que no valían acuerdos ni se hacían prisioneros. Pero Alfonso VIII esperaba incorporar esas tierras a sus dominios y no quería masacres que diezmasen a sus futuros súbditos y suscitasen odios contra el monarca. Tras una discusión, los ultramontanos alegaron que puesto que ni aparecía el Califa, ni se les dejaba acabar con los infieles que encontraban, juzgaban inútil su presencia en la campaña. Cansados además por el excesivo calor y la falta de alimento que empezaba a hacer mella entre las huestes cristianas, la mayoría volvió a sus tierras el 30 de Junio, perdiendo el ejército cristiano un tercio de sus efectivos. Solo un centenar, al mando del arzobispo de Narbona y Teobaldo de Blazón, se quedaron. 

Mermado, el contingente cristiano siguió avanzando, tomando las plazas moras por las que pasaba. Tras conquistar de nuevo la fortaleza de Salvatierra, los tres reyes ordenaron acampar en espera de informes sobre Al-Nasir. El Califa había decidido esperar a los cristianos en tierras de Jaén, separado de los cristianos por las gargantas del Muradal (Despeñaperros), donde había tomado posiciones ventajosas. El único paso por el que podían cruzar era el de la Losa y los almohades aguardaban al otro lado. Los cristianos avanzaron hasta acampar en Las Fresnedas, al otro lado del paso. Las patrullas de reconocimiento certificaron que el único paso era el de la Losa. Cruzarlo era impensable, pues sería caer de lleno en la trampa almohade, pero no había víveres ni moral para dar un rodeo. Los reyes convocaron un consejo de guerra y algunos sugirieron retirarse ante la imposibilidad de forzar un combate provechoso, pero Alfonso no estaba dispuesto a huir otra vez. No parecía haber solución para el dilema cristiano, pero esa noche, según las crónicas de la época, Dios acudió en ayuda de sus fieles. Un pastor reveló un paso que los moros no vigilaban. Guiados por el providencial pastor, algunos caballeros cruzaron el paso y comprobaron que era practicable para la hueste. Al amanecer del día 14 de Julio, los cristianos atravesaron el posteriormente llamado Paso del Rey y acamparon, para enorme sorpresa de Al-Nasir, enfrente del campamento almohade. El día siguiente fue domingo, por lo que los cristianos se dedicaron a orar y prepararse. Los almohades, por su parte, trataron de forzar el combate solo consiguiendo alguna escaramuza, por lo que decidieron imitar a los cristianos. El choque sería al día siguiente, 16 de Julio.

La Batalla de las Navas de Tolosa

Los cristianos se levantaron después de la medianoche, sabiendo que en cuanto amaneciese comenzaría la batalla más grande de toda la Reconquista. Se ofició una misa y, tras comulgar, caballeros y peones recibieron la absolución y se armaron para el combate. Mientras el Sol se alzaba sobre los campos jienenses, el ejército se desplegó frente al campamento almohade. Tras la retirada de los ultramontanos, su número se estima entre 70.000 y 90.000.

La hueste se dividió en tres cuerpos, cada uno al mando de un rey. Pedro II y sus aragoneses formaron en le flanco izquierdo, Alfonso VIII con los nobles castellanos y las órdenes militares, en el centro y Sancho VII y los navarros ocupaban la derecha de la línea de combate. Tanto el cuerpo de Pedro como el de Sancho fueron reforzados por las milicias de los concejos de Castilla, para igualar la profundidad en todo el frente. Cada uno de estos cuerpos se dividía en tres líneas de profundidad: la vanguardia, el centro y la retaguardia, desde donde dirigían los reyes. El gran aporte de esta batalla a la táctica medieval fue la decisión de desplegar juntos a las milicias de infantería y a los caballeros. Los cristianos relegaron la táctica a un segundo plano durante buena parte de la Edad Media, decidiendo sus batallas por el valor de las élites caballerescas que ganaban las batallas a base de arrolladoras cargas, mientras la infantería hacía de reserva o pantalla en caso de retirada. El caballero cristiano, a lomos de su gran corcel, protegido por cota de malla, robusto escudo y casco, era un guerrero formidable capaz de atravesar filas enteras de enemigos aplastándolos bajo los cascos de los caballos y embistiendo con las lanzas de caballería. Tan increíble era el poder de un grupo de estos jinetes que podían hacer huir ejércitos enteros con una maniobra tan tosca y previsible como el brutal choque frontal. Sin embargo, para tácticos hábiles, como solían ser los líderes musulmanes, era fácil volver en contra de los caballeros sus virtudes y atráelos hacia trampas donde su pesado equipo y poca movilidad se convertían en desventajas. Aislados y sin apoyo de infantería, perecían invariablemente. El valor y la fuerza bruta no bastaban ante un planteamiento astuto. Alfonso VIII había visto cargar a sus caballeros hacia la perdición en Alarcos precisamente por eso y había tomado buena nota. En Las Navas, sus caballeros se mezclaron con los cuerpos de infantes, para actuar conjuntamente. La infantería daba un muro de escudos que permitiese a los caballeros reagruparse a salvo tras las cargas y no quedar aislados en caso de no romper el frente almohade y la caballería daba un refuerzo moral y material a los peones, milicianos poco duchos en los menesteres de la guerra.

Los almohades, por su parte, formaron en la loma de la colina sobre la que se alzaba su campamento. Al-Nasir se colocó en la retaguardia, en una tienda roja desde la que observaba la batalla, vestido todo de verde, el color del Islam, y leyendo el Corán. En torno a él se desplegó el ejército. Le rodeaba una empalizada y dentro del recinto se agolpaba la Guardia Negra, fanáticos guerreros que se encadenaban para que no les tentase la huida. Alrededor de la cerca formaron los almohades, fieros bereberes totalmente leales y delante suyo el cuerpo principal, los voluntarios yihadistas, guerreros de sitios tan distantes como Egipto, Arabia o Turquía, además de las tropas aportadas por los gobernadores de todo el Imperio, entre ellos muchos moros andalusíes que seguían a los almohades más por miedo que por convicción. En la primera línea, que se desintegraría rápidamente para hostigar mejor, se situaron las tropas ligeras magrebíes y en los flancos la caballería ligera y los arqueros montados turcos, el terror de los caballeros. En total, el Califa contaría con algo menos de 150.000 hombres.

Los dos ejércitos rezaron frente a frente antes del combate. Cristianos y musulmanes había acudido en nombre de la Guerra Santa. La Cruzada y la Yihad iban a enfrentarse. Aquello iba mucho más allá de lo militar y lo político. Era un choque entre dos religiones, dos culturas y dos concepciones de la vida. Los hombres que formaban en las filas de los dos contingentes representaban mundos opuestos incapaces de coexistir, pero todos compartían algo: estaban dispuestos a luchar, matar y morir por su fe.

Terminado el rezo, comenzó a retumbar el monótono compás de los tambores almohades. Se podía escuchar perfectamente en las filas cristianas, donde recibía por respuesta los relinchos nerviosos de los caballos que presentían la acción. Los escaramuzadores musulmanes avanzaron colina abajo, tentando a los cristianos. Los tres reyes consideraron que era momento de iniciar el combate y, a una señal, la vanguardia castellana avanzó. En cabeza iba Diego López de Haro, señor de Vizcaya, veterano de Alarcos y mano derecha de Alfonso VIII. Le acompañaban sus familiares y otros nobles de Castilla, además de los ultramontanos que quedaban. Tras ellos caminaban las milicias de varios concejos castellanos. Los caballeros de López de Haro espolearon a sus monturas y se lanzaron ladera arriba, directos a las líneas almohades. Las tropas ligeras huyeron, tal vez en una artimaña para atraerles hacia el centro o tal vez por puro terror. Los castellanos continuaron impertérritos, a galope tendido, con las lanzas en ristre. Se estrellaron contra los voluntarios yihadistas y las primeras filas musulmanas desaparecieron. Los andalusíes, que tenían en más estima su vida que la gloria del Imperio Almohade, abandonaron la batalla. Por un momento, la embestida de López de Haro fue tan briosa y eficaz que pareció ir a desmoronar todo el frente musulmán, pero según ascendían las tropas a las que tenían que hacer frente eran de mejor calidad, el terreno jugaba en su contra y los caballos empezaban a cansarse. Los arqueros y honderos almohades empezaron a disparar, pero las cotas de malla y las bardas eran recias y los castellanos siguieron penetrando en las líneas, amenazando al mismísimo Al-Nasir. Desde la retaguardia, Alfonso se dio cuenta de que López de Haro empezaba a tener problemas y ordenó cabalgar en su ayuda a la segunda línea del cuerpo castellano: las órdenes de caballería. Mandados por el conde Gonzalo Nuñez de Lara, los devotos y aguerridos hermanos calatravos, templarios, hospitalarios y de Santiago se lanzaron al combate guiados por sus maestres. Las cruces rojas sobre tabardos blancos se entremezclaron con las capas negras con cruces blancas. Los moros retrocedieron más y más ante el feroz empuje de los castellanos, pero el centro no cedió. Entonces, los jinetes ligeros y los arqueros montados turcos aparecieron por los flancos y cerraron una tenaza alrededor de los cristianos. Los infantes almohades presionaron y los castellanos quedaron rodeados. Desordenados, cansados y hostigados por las constantes flechas que llovían sobre ellos desde todas partes, los hombres de López de Haro y las órdenes resistían con tesón, pero era cuestión de tiempo que sucumbiesen. Las milicias concejiles, abrumadas, se dieron a la fuga, abandonando a los caballeros. El plan almohade marchaba a la perfección.

La Carga de los Tres Reyes

Desde su posición, Alfonso VIII debió de creer estar viendo de nuevo Alarcos. Las milicias en fuga, los caballeros encerrados por la caballería mora, el pendón de López de Haro rodeado de banderas enemigas… Ya había vivido todo eso, hacía diecisiete años, y no estaba dispuesto a repetirlo. No había preparado su campaña durante todo ese tiempo para ser derrotado otra vez. Aquel día tenía que ganar, ganar o morir. Se volvió hacia Jiménez de Rada, que montado a su lado contemplaba con preocupación la batalla, y le dijo: “Arzobispo, vos y yo aquí muramos.” Pronunciadas estas palabras, el rey desenfundó su espada y ordenó una carga general para socorrer a la vanguardia. Todo el centro cristiano siguió a Alfonso. Pedro II y Sancho El Fuerte imitaron al rey castellano y se lanzaron con la totalidad de sus hombres contra el ejército del Califa. El suelo tembló ante los miles de caballos al galope que ascendieron la loma en la extenuante carga de los tres reyes. Los pendones de la nobleza de toda la Península hondearon al viento y los caballeros de Castilla, Navarra, Aragón y León elevaron en un inmenso grito una sola voz: Santiago y cierra España. Cruzando el campo de batalla como un relámpago, la carga se estrelló contra los almohades sin darles siquiera posibilidad de reacción. Al-Nasir no podía imaginar una maniobra tan sorprendente. Los caballeros arrollaron al ejército musulmán justo cuando estaba a punto de cerrar su cerco sobre López de Haro y los suyos, desbaratando toda la estratagema de Al-Nasir. Los guerreros almohades perecieron casi sin darse cuenta de que había ocurrido, los arqueros y honderos, atrapados de pronto en un salvaje cuerpo a cuerpo, fueron masacrados y la caballería ligera mora apenas pudo escapar y darse a la fuga. Los estandartes ajedrezados del Imperio Almohade y las banderas verdes con versos del Corán se perdieron bajo los cascos de los corceles cristianos.


Alfonso VIII describiría así la victoria al fechar un documento: “En el tercer año de haber
superado al Rey de Marruecos en la batalla de las Navas de Tolosa, no por mi mérito sino
por la misericordia de Dios y el auxilio de mis vasallos.”

Liberada la presión sobre el Señor de Vizcaya y los hermanos de las órdenes, los cristianos se arrojaron sobre la empalizada que protegía la tienda de Al-Nasir. Una victoria tan espectacular tenía que rubricarse con la captura del Califa Miramamolín. Según la tradición, el primero que atravesó el cerco fue Sancho El Fuerte, celebérrimo momento en el que el rey navarro, saltando con su caballo sobre las líneas de la Guardia Negra, rompe las cadenas que desde entonces adornan el escudo de Navarra[4]. Abierta brecha por los valientes navarros, se desencadenó una lucha en el recinto sangrienta y brutal como pocas en la Historia. Muchos ya desmontados a esas alturas, los caballeros cristianos se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo sin cuartel con la Guardia Negra en un reducido espacio en el que los muertos caían sobre otros muertos, agolpándose los cadáveres alrededor de la tienda. Fiel al juramento, la Guardia Negra pereció hasta el último hombre. Al-Nasir, derrotado, se debatió entre la muerte en combate o la huida. Finalmente, ante los ruegos de sus últimos comandantes, se dio a la fuga.

Congregados alrededor de la tienda, los cristianos celebraron la victoria alzando eufóricos sus ensangrentadas espadas. Mientras los caballeros navarros y aragoneses salían en persecución de los fugitivos, distinguiéndose los últimos en esta acción al dar muerte a casi tantos enemigos como en la batalla en sí, Jiménez de Rada entonó un Te Deum por la victoria ante todo el ejército castellano, que solemnemente oró dando gracias a Dios por haberles concedido tal éxito.

Después de las Navas

La derrota almohade fue total. Nunca volverían a ser una amenaza en España y terminarían cayendo, carcomidos por revueltas y guerras civiles. Al-Nasir se encerró en  Marrakech, abdicó y se dio a la buena vida hasta morir dos años después. Los moros supondrían todavía un enemigo fiero, pero nunca volvieron a ser una amenaza para los reinos cristianos.

En cuanto a los reinos cristianos, avanzaron hasta llevar la frontera a Andalucía. Se conquistaron varias plazas más, pero debido a un brote de disentería la campaña tocó a su fin sin conseguir un auténtico avance territorial. Sin embargo, su triunfo fue en otro campo. Al volver, las relaciones entre los reinos habían sufrido un cambio. Alfonso VIII, conocido a partir de entonces como "El Rey Glorioso", puso fin definitivo a sus disputas con Navarra y León y poco después este último se uniría con Castilla bajo la corona de Fernando III el Santo. En la batalla se había personalizado la idea de España, nombre que se pronunció por primera vez en los gritos de guerra en esta batalla. Los cristianos hispanos se dieron cuenta de que los distintos reinos avanzaban hacia un proyecto común. Pasó mucho tiempo hasta que se unieron finalmente, pero el sentimiento de unidad y de diferenciación frente a los otros reinos cristianos, el concepto de la nación española, se empezó a gestar en las Navas de Tolosa.





[1] Jiménez de Rada, además de por su labor teológica al frente del arzobispado de Toledo y de su aporte vital a la campaña de las Navas y otras acciones guerreras contra los almohades, es recordado por su faceta de historiador. Su crónica De Rebus Hispaniae fue y es una fuente valiosísima para todo estudioso del medievo español.
[2] Llamado por los cristianos Miramamolín por el título que usaba, Emir-al-muslimin (príncipe de los creyentes).
[3] Conocidos por los españoles como ultramontanos.
[4] El origen de las cadenas navarras en las Navas de Tolosa es muy popular, pero discutido entre los expertos. Pero, como diría John Ford: Print de legend.