"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










Mostrando entradas con la etiqueta Edad Moderna. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Edad Moderna. Mostrar todas las entradas

miércoles, 31 de julio de 2013

La Historia de España a través del cine (Parte II)


Comenzando con la Hispania de Máxima Décimo Meridio y llegando al Impero de Felipe II y la simpática versión de los tercios de La Kermesse Heroica, la primera parte de este artículo dio un repaso al nacimiento, ascensión y auge de España a través del cine extranjero. Como señalé, las apariciones de nuestra patria en las pantallas variaban mucho tanto en la fidelidad histórica como en la benevolencia del trato, y desde luego aprovechaban pobremente el inagotable filón de episodios históricos dignos de elevarse a los cinematógrafos que ofrece la historia española.

Así como dejamos este recorrido en pleno siglo XVII, con la monarquía de los Austrias todavía como potencia hegemónica mundial, en las próximas líneas me ocuparé de la larga decadencia que empezó a sentirse desde el siglo XVIII y que se hizo plenamente patente en los siglos XIX y XX, desembocando en esta España nuestra de hoy, ruinosa e irreconocible.

Es harto común establecer como comienzo del hundimiento del Imperio Español la temprana fecha de 1643, la mitificada batalla de Rocroi en la que los tercios del Rey Católico sucumbieron ante Francia sin ceder un palmo de terreno. Desde luego, la España que salió de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) no era ni mucho menos la que había regido Felipe II, y durante toda la segunda mitad de siglo arrastró problemas en número creciente, pero incluso debilitada y carcomida, seguía siendo una nación poderosa y respetada. Con el cambio de siglo, la Guerra de Sucesión relevó a los Austrias del trono en favor de los Borbones franceses, lo cual trastocó todo el orden mundial; el mayor enemigo de Francia se convertía ahora en su más cercano aliado. En cuanto a España, el cambio resultó inicialmente perjudicial. Para acceder al trono, el Borbón Felipe V había tenido que entregar todas las posesiones europeas del Imperio. Aunque a largo plazo las reformas de los Borbones sirvieron para mitigar algunos de los problemas y modernizar el ejército y la administración, repercutiendo favorablemente en la marcha del país, la pérdida de influencia en el Viejo Continente fue irrecuperable.

Sin embargo, así como en Europa España había perdido importancia, su vasto imperio colonial se mantenía intacto y  le aseguraba un enorme peso a nivel mundial. Tras ciertos intentos de hacerse un hueco en la convulsa política europea, los Borbones decidieron centrar sus esfuerzos en sacar más provecho a las posesiones de Ultramar y las riquezas del Nuevo Mundo volvieron a llegar a los puertos andaluces mientras oficiales del rey consolidaban los territorios más inhóspitos de las Américas. Una de las regiones que más atención recibió fue el Río de la Plata, convertido en el último tercio del siglo en Virreinato. A partir de la antigua plaza de Buenos Aires, los españoles empezaron a asegurar los territorios circundantes, provocando el enfrentamiento con los portugueses que se expandían desde Brasil. El pacífico rey Fernando VI decidió, en 1750, poner fin a las disputas con el Tratado de Madrid. Este habría sido uno más de los muchos firmados entre las dos naciones ibéricas de no ser por el cine, que decidió usarlo como fondo del argumento de la celebérrima película británica La Misión (1986, Roland Joffé). El tratado suponía dejar en manos de los portugueses las misiones de los jesuitas españoles, en las que convertían y ayudaban a los indios guaraníes. Tal y como se explica con claridad en el filme, mientras España prohibía esclavizar a los indios, las colonias portuguesas eran principalmente esclavistas. Los guaraníes no reconocieron el tratado e hicieron frente a los portugueses, lo que llevó al rey de España a echarse atrás y anular el acuerdo para mantener las misiones en territorio español. Este contexto enmarca una preciosa reflexión sobre la fe y las distintas formas de entender a Dios que se convierte además en una oda a esos misioneros españoles que se internaron en los rincones más recónditos para llevar el Evangelio a todos los hombres y cuyas gestas y sacrificios suponen hoy uno de los aportes más grandes de España. Grandes interpretaciones, buen guión, precisa recreación de la Sudamérica española del siglo XVIII y una sublime banda sonora de Ennio Morricone son suficientes alicientes para ver esta película pese a la lentitud a veces tediosa con la que transcurre.

No solo los portugueses amenazaban la próspera América española. Inglaterra seguía odiando el Imperio Español y ambicionando sus ricas posesiones, pero no era ya ese pequeño reino refugio de piratas que fuera con Isabel II. En el siglo XVIII se había alzado como una auténtica potencia: sus colonias se extendían desde la India hasta Canadá, los “casacas rojas” intervenían -con mayor o menor fortuna- en las guerras de Europa y la Royal Navy surcaba a sus anchas los mares. Innumerables fueron los ataques e intentonas que lanzaron contra los puertos españoles y la reforzada Armada Española tuvo que emplearse a fondo para mantener las colonias, dando durísimos combates a las naves inglesas por todo el Atlántico e incluso el Pacífico. Mientras las marinas de las grandes naciones chocaban y se batían, los piratas encontraron una edad dorada que el imaginario popular tiene sólidamente grabada. Bien bajo patente de corso o sin más bandera que la suya propia, los capitanes piratas se convirtieron en una plaga para todos los países y las flotas del Caribe español fueron presas predilectas. Aquella época, ya cantada por los románticos a principios del siglo XIX y elevada a mito por el las novelas y el cine de aventuras, ha llegado al gran público actual con la saga de Disney Piratas del Caribe, que mezcla con habilidad -decreciente- lo fantástico y los histórico. Ha habido que esperar a la cuarta entrega, En Mareas Misteriosas (2011, Rob Marshall), para que los españoles hiciésemos acto de presencia. El único atractivo de esta producción que solo pretende recaudar aún más a costa de la ya gastada fórmula que triunfó en la primera entrega es contemplar el papel de los españoles, enviados por Fernando VI para encontrar la Fuente de la Juventud antes que los británicos y el infame Barbanegra -en la realidad, muerto unas tres décadas antes-. De nuestro breve papel solo puedo decir que vuelve a ahondar en la imagen de unos españoles fervientemente católicos y que salen bastante más airosos de la película que los desgraciados ingleses. En spoiler, una de las escenas más gratificantes del cine reciente lo define todo.

Debo mencionar también Piratas (1986, Roman Polanski) otra película relacionada con el ámbito de la piratería en el siglo XVIII, ambientada del mismo modo en los colonias españoles de América y en la que ostentamos el papel de indiscutibles villanos frente a un pintoresco grupo de piratas liderado por Walter Matthau. No quiero ni puedo decir mucho de esta estrambótica comedia francesa que considero poco interesante, salvo por los malvados españoles, con rezos, garrote vil y un espantoso diseño de vestuario incluido.

A la muerte de Carlos III en 1788, España mantenía su imperio colonial y ocupaba un puesto importante en el podio de los reinos europeos. Sin embargo, se avecinaba una era de cambios que acabaría con el viejo mundo y alteraría para siempre Europa y el curso de la Historia. En 1789 estalló la Revolución Francesa, impulsada por las ideas liberales surgidas a la luz de la Ilustración. La burguesía capitalista espoleó a las masas y el todopoderoso reino de Francia se derrumbó para dar paso a una República. Las naciones europeas vieron con horror rodar la cabeza de Luis XVII y decidieron actuar para detener la revolución antes de que se contagiase. Los turbulentos años que siguieron demostraron que la nueva Francia, imbuida de espíritu revolucionario, era tan invencible a los ataques externos como vulnerable a las crisis internas. Los gobiernos se sucedían entre tumultos, asesinatos y ejecuciones. Por su parte, el ejército francés, bajo la bandera tricolor y al son de la Marsellesa, logró contra todo pronóstico detener a la coalición de potencias legitimistas convirtiéndose en una perfecta y experimentada máquina bélica. De ella surgió la figura de Napoleón Bonaparte, que se alzó en medio del caos haciéndose con el poder absoluto y proclamando entre vítores el Imperio Francés. El genio de Napoleón y el impulso de la revolución resultaron una mezcla imparable. Ante la expansión francesa, las grandes potencias se unieron sumiendo al castigado Viejo Continente en una nueva serie de guerras.

En España esta época coincidió con el reinado del incompetente Carlos IV. Resulta aún hoy increíble cómo el egoísmo y la estupidez de los dirigentes españoles consiguieron convertir a un reino influyente en un títere de Napoleón, que con su genio consiguió poner a España de su lado en una alianza incomprensible que nos enfrentó al resto de Europa. Tras varias derrotas desastrosas como el Cabo de San Vicente y Trafalgar, el emperador corso decidió que la ayuda española sería más fiable si el trono lo ocupaba su hermano José y sus tropas ocupaban el país. Pero así como el papel de los líderes fue lamentable, el pueblo español demostró ese orgullo y coraje que desde tiempos inmemoriales le había caracterizado y se alzó ante la prepotencia gala en la única guerra de nuestra historia que ha se ha llamado de independencia. Al estallido de furia del 2 de mayo de 1808 en Madrid le siguió la sublevación generalizada contra el invasor que involucró a militares y civiles, hombres y mujeres, jóvenes y viejos por igual. Los británicos llamaron a la contienda Peninsular War y tomaron parte en ella del lado español, al menos teóricamente. Su visión fue la que trascendió posteriormente y llegó al gran público, y es la que podemos apreciar en la película americana Orgullo y Pasión (1957, Stanley Kramer), con un trío protagonista compuesto por nada menos que Cary Grant como oficial inglés, Frank Sinatra como líder guerrillero y Sophia Loren como interés romántico de ambos. Solo la idea inicial ya es descabellada, pues gira en torno al traslado de un gigantesco cañón capturado por los guerrilleros con el cual pretenden volar las murallas de Ávila para liberarla. ¿No había más cañones en toda España? ¿Desde cuándo una pieza de artillería basta para rendir una ciudad? Por si fuese poco, los españoles, tercermundistas ellos, no saben dispararlo y necesitan de Cary Grant para accionar tan novedoso ingenio. El asalto final, con miles de extras lanzándose a la carrera contra las murallas parece más un asedio de principios del Medievo que del siglo XIX. Y no hablemos de los uniformes franceses. Pero dejando todo a un lado, es una obra de entretenimiento bien hecha, llena de tópicos con los que reírse y ese glamour del Hollywood de los 50.

El caos provocado por la invasión francesa fue el detonante para una serie de rebeliones independentistas por toda la América española. Ya desde mediados del siglo XVIII la política de los Borbones, que apartaba a los criollos del poder para centralizar la administración en manos de funcionarios peninsulares causó gran malestar entre la acomodada burguesía colonial, que adoptó pronto el liberalismo como vehículo para liberarse de la dominación del Rey de España. Inicialmente, los rebeldes fueron incapaces de articular un movimiento unificado y fueron severamente derrotados por las fuerzas realistas, pero con España caminando sobre la cuerda floja la pérdida de los dominios solo era cuestión de tiempo. La victoria sobre Napoleón y la vuelta al trono de Fernando VII en 1814 no trajo estabilidad, sino todo lo contrario. La influencia de la Revolución Francesa ya había penetrado, separando a la nación en bandos políticos irreconciliables, por lo que las luchas entre liberales y absolutistas debilitaron la ya de por sí exhausta España recién salida de seis años de guerra. Para 1825, generales como Bolívar o San Martín habían hecho resurgir la rebelión con mayor fuerza, haciéndose con el control de toda Sudamérica. A la vez, el virreinato de la Nueva España sufrió un proceso similar que llevaría a la declaración de independencia de Méjico. Tradicionalmente, este territorio había sido uno de los más favorecidos de Ultramar, reforzado y expandido durante el reinado de Carlos III hasta llevar sus fronteras a las grandes llanuras del centro de Norteamérica. La vida en el norte del virreinato llegó al gran público a través de un personaje, El Zorro, creado en 1919 por el periodista estadounidense Johnston McCulley. Las aventuras de un hacendado español dedicado a proteger a los desvalidos en la California de principios del siglo XIX llegaron al mundo entero, primero en novelas y posteriormente en las pantallas. Sería interminable siquiera enunciar la lista de películas y series que han tenido como protagonista a este histórico antecedente español de los superhéroes enmascarados, desde la inicial La Marca del Zorro (1920, Fred Niblo), con Douglas Fairbanks, hasta esperpentos como El Zorro contra Maciste (1963, Umberto Lenzi), pasando por El Hijo del Zorro (1947), El Nieto del Zorro (1948) e incluso Los Sobrinos del Zorro (1968). Yo voy a destacar el clásico El Signo del Zorro (1940, Rouben Mamoulian), con los brillantes Tyrone Power en la piel del heroico Diego de la Vega y Basil Rathbone como el malvado capitán Esteban Pasquale.
 
Pese a esta nutrida lista de películas, probablemente el personaje sea hoy conocido principalmente por la interpretación del patrio Antonio Banderas en la producción La Máscara del Zorro (1998, Martin Campbell) y su continuación La Leyenda del Zorro (2005). Si el Zorro de Power se ambientaba todavía en la California española, el de Banderas corresponderá a la época inmediatamente posterior a la independencia, tomando el relevo al viejo Zorro que encarna Anthony Hopkins. De hecho, la saga se abre  en 1821 con la huida del gobernador español, don Rafael Montero, delicioso antagonista interpretado por Stuart Wilson en la más noble estela de los villanos cinematográficos españoles.
 
Al morir Fernando VII, dejó a su hija Isabel II un reino que había perdido casi todo su imperio, que sufría un atraso económico y técnico importante y que además se hundió en la guerra civil carlista cuyas secuelas se prolongaron hasta finales de siglo. La decadencia era ya absoluta. La reina, tras la regencia de su madre y del general Espartero, demostró ser una inepta más preocupada por los apuestos guardias de palacio que por cuestiones de estado. El gobierno se lo disputaron politicastros liberales que, una vez desbancados los partidarios del Antiguo Régimen, instauraron la democracia capitalista dividiéndose en conservadores y progresistas. España desapareció del plano internacional y apenas alguna intervención en Marruecos, Méjico o Indochina no hacía sino recordar lo lejos que quedaban los días de los conquistadores. La nula relevancia de nuestro país en estos años hace comprensible, por una vez, el desinterés extranjero y probablemente no encontremos rastro de aquella España en el cine más allá de la película de Steven Speilberg Amistad (1997), sobre el destino de unos esclavos negros transportados en 1839 por la goleta española La Amistad que, tras amotinarse, fueron capturados por la marina estadounidense y juzgados por el asesinato de súbditos españoles. Spielberg hace un lacrimógeno alegato a favor de la libertad y la igualdad en el que aparecen unos cuantos españoles, Espartero e Isabel II incluidos, cargando con la peor parte. 

El nefasto reinado de Isabel II terminó por dejar a la reina sin un solo apoyo y en 1868 un pronunciamiento general la llevó al exilio. La Historia se valió entonces de España para demostrar que si algo va mal, siempre puede empeorar. Entre 1868 y 1874 en España se sucedieron un gobierno provisional, la monarquía fallida de Amadeo de Saboya, la tan efímera como desastrosa I República y la dictadura del general Serrano. Finalmente, se optó por dar marcha atrás y traer de vuelta a los Borbones en la persona de Alfonso XII, instaurándose el parlamentarismo de la Restauración de la mano de Cánovas del Castillo. Ante la falta de un gobierno fuerte, los problemas se multiplicaban para España: los movimientos obreros marxistas cobraron fuerza y el terrorismo anarquista azotó el país mientras en Cataluña y el País Vasco aparecía el separatismo. Como parece que dijera Bismarck, España había de ser la nación más fuerte del mundo para resistir el empeño de sus hijos en destruirla. Con el reino cada vez más hundido en una espiral de atraso y agitación política y social, las últimas colonias aprovecharon para conseguir su independencia y Cuba y Filipinas vieron surgir rebeliones que provocaron costosas guerras. El desastre absoluto se produjo con la Guerra Hispano-Americana de 1898 y la pérdida de los escasos restos de lo que fuera el Imperio Español. Con la pérdida de Ultramar España se cerró aún más sobre sí misma mientras el resto del mundo veía el auge del imperialismo y la expansión de las potencias coloniales. Francia y Gran Bretaña se repartían medio mundo; Rusia, Alemania e Italia trataban de hacerse un hueco en el mapa colonial y como potencias emergentes se alzaban Japón y Estados Unidos, fortalecido por la fácil victoria sobre la moribunda España. En pleno frenesí expansionista, nadie se acordaba de aquel reino inexistente en el ámbito internacional.

El siglo XX empezó con un hecho muy representativo de ese panorama mundial: el pueblo chino, encabezado por la secta tradicionalista de los Boxers y con el apoyo de la emperatriz, se rebeló contra las potencias extranjeras que controlaban el país. El suceso más famoso de aquel conflicto fue el sitio del recinto de las embajadas en la capital imperial, cuando los diplomáticos extranjeros, junto con la escasa guarnición militar internacional y cientos de refugiados, fortificaron el barrio de las legaciones y resistieron el verano de 1900 el asedio de las fuerzas chinas. Irónicamente, España obtuvo un inesperado protagonismo al ser su embajador, don Bernardo Cologán y Cologán, el decano del cuerpo diplomático extranjero y como tal, un referente para sus compañeros. A él le correspondió redactar el Protocolo Boxer que puso fin a la guerra y que todas las potencias implicadas firmaron en la sede española el 7 de septiembre de 1901. El sitio al reciento diplomático fue llevado a la gran pantalla en 1963 en la famosa 55 días en Pekín (Nicholas Ray), todo un despliegue de medios y talento al estilo Hollywood rodado en Las Rozas de Madrid. En ella se da una brevísima escena al embajador español, interpretado por Alfredo Mayo, en la que no pierde oportunidad de dar una muestra de orgullo y determinación votando por permanecer en Pekín en lugar de evacuar la ciudad. Un guiño más de agradecimiento al gobierno español que siempre me saca una sonrisa cada vez que veo esta maravillosa película.

Pasada la primera década del nuevo siglo, España empezó a despertar del trauma del desastre del 98 y sus gobernantes optaron por tratar de sumarse a la carrera colonial, pero era tarde, el mapa estaba ya repartido y España no tenía poder para reclamar un buen puesto. Finalmente, se ofreció una oportunidad en Marruecos de la mano de Francia, que no veía con buenos ojos las pretensiones alemanas sobre la zona y propuso crear un protectorado hispano-francés que alejase a los germanos y otras naciones. España siempre había ejercido una importante influencia en el otro lado del estrecho, que ya en época romana pertenecía a la provincia de Hispania y que se mantuvo tras la Reconquista mediante una cadena de plazas costeras que en tiempos del Imperio Habsburgo llegaban hasta Libia y de los cuáles solo habían resistido Ceuta y Melilla. En 1912, tras un progresivo relevo de los poderes del Sultán de Marruecos, Francia y España se dividieron el sultanato. A los españoles les correspondió la peor parte,  con Cabo Juby en la costa atlántica, enlazado con los dominios del Sahara occidental español, y la montañosa zona del Rif al norte, que unía Ceuta y Melilla. Precisamente este territorio  había sido escenario de varios conflictos a lo largo del siglo XIX entre España y Marruecos causados por las belicosas y díscolas cabilas rifeñas, que no acataban la autoridad de ninguna de las dos naciones. Nuestra nación no había salido  muy bien parada del acuerdo, pero puso todo su empeño y centró sus esfuerzos en conseguir consolidar y gestionar el recién adquirido territorio. Con especial atención se volcó el ejército, que tuvo que disputar palmo a palmo el protectorado a los indómitos rifeños. Mal organizado, más acostumbrado a reprimir altercados  que a batallar y sin moral ni espíritu, sufrió serios reveses a manos de los moros, lo que evidenció la necesidad de crear unas fuerzas profesionales bien entrenadas, equipadas y motivadas. En 1920 el militar africanista Millán Astray creó el Tercio de Extranjeros, la Legión, a imagen de la Legión Extranjera francesa, que buscaba subsanar las carencias de las tropas hasta entonces destinadas en Marruecos. En los siguientes años, la Legión se distinguió por su valor y eficacia jugando un papel clave en la pacificación del protectorado y alzándose como unidad icónica del ejército español. En 1935, con la leyenda de la Legión ya forjada, el cineasta francés Julien Duvivier estrenó La Bandera, basada en la novela homónima de Pierre MacOrlan y protagonizada por la estrella francesa Jean Gabin en la piel de un fugitivo que se alista en la Legión mientras esta combate ferozmente a los rifeños. La película es, además de un clásico colonial, una descriptiva visión de la vida en el Tercio y un homenaje al mismo, con un culminante final de lo más emotivo.
 
Pero los problemas de España distaban de restringirse a Marruecos. El sistema parlamentario de la Restauración hacía aguas por la corrupción y los sempiternos problemas económicos y la población, hastiada de la ineficacia de los políticos, volvió la vista hacia opciones como el separatismo en la periferia y, sobre todo, los cada vez más fuertes movimientos obreros, ya socialistas, ya anarquistas, que enfervorizaban al proletariado contra la explotación burguesa. España amenazaba con desaparecer y en 1923 el general Miguel Primo de Rivera dio un incruento golpe de estado y estableció una dictadura militar para evitar el colapso de la nación. El directorio consiguió recuperar la estabilidad política y social, además de modernizar el país, pero el crack del 29 dañó su imagen y en 1930 Primo de Rivera tuvo que dimitir por falta de apoyos. El fin del dictador fue también el de la corona, que pese a sus intentos por hacer borrón y cuenta nueva sufrió la acometida del republicanismo rampante que se hizo con el poder en las famosas elecciones de 1931. Pero si la monarquía de Alfonso XIII había sido una etapa de caos, la II República llevaría a la más absoluta anarquía. España tocó fondo con una serie de gobiernos incapaces de controlar a la desbocada y salvaje izquierda obrera, que se lanzó a la revolución entre asesinatos y quemas de conventos, mientras los separatistas conseguían todas sus reclamaciones. Esa España en ruinas, devastada desde hacía más de un siglo por la rapiña liberal y el terror marxista, carcomida por el separatismo, esa España débil,  agonizante y acostumbrada a bajar la cabeza, había llegado a un punto de inflexión que había de llevar irrevocablemente a una gran confrontación civil. El golpe de estado fallido de Sanjurjo en 1932 y la sofocada revolución obrera de 1934 fueron avisos del destino que le esperaba a la nación. El 18 de julio de 1936 España estalló en la más conocida de las innumerables guerras que han jalonado su andadura histórica, la Guerra Civil, única de entre las muchas que ha visto nuestra tierra que no ha necesitado de más nombre.

No cabe duda de que la Guerra Civil ha sido y sigue siendo el episodio de nuestra historia que más atrae la atención de los españoles. El inusitadamente obsesivo interés por esta contienda puede tener varias razones, aunque la principal es que se trata de un conflicto que sigue, pese a lo que se diga, plenamente vigente, latente en la sociedad setenta años después de que concluyese.  Pero no quiero aquí disertar acerca de la repercusión de la contienda en la España de hoy, tema por otra parte tan polémico como interesante e ilustrativo del rumbo del país. Tal como dije, nos ceñimos aquí a la visión de los extranjeros y su reflexión en el Séptimo Arte. Y es que para los foráneos la Guerra Civil es también uno de los episodios más conocidos de nuestra historia, solo superado quizá por la conquista de América. Motivos políticos suscitaron el interés del mundo en la que parecía una más de las muchas guerras civiles de un país sin peso alguno en el plano internacional, ya que se vio en ella un adelanto de la previsible Segunda Guerra Mundial. Con las excepciones de las potencias fascistas, Alemania e Italia, las principales naciones del mundo apoyaron a la República más o menos explícitamente. Por ello, la mayor parte de las películas muestran la visión del bando republicano, a menudo desde la perspectiva de los comunistas extranjeros que formaron las Brigadas Internacionales. Rick, el héroe del clásico Casablanca (1942, Michael Curtiz) luchó en España con la República, como también hizo el escritor Harry Street interpretado por Gregory Peck en Las Nieves del Kilimanjaro (1952, Henry King), basada en un relato de Hemingway, testigo en la vida real de la contienda. Otra obra del mismo autor inspiraría la más conocida versión de nuestra cruenta guerra vista en pantalla, Por quién doblan las campanas (1943, Sam Wood), en la que Gary Cooper, un especialista norteamericano de las Brigadas Internacionales, debe volar un puente con ayuda de unos milicianos para cortar el suministro al ejército nacional. En mi opinión, es una película de la que lo más destacable es su ambientación, aunque puedan señalarse las bien filmadas escenas de acción, sobre todo el final. La lastra un guión repleto de estupideces y una historia de amor entre Cooper e Ingrid Bergman en la que parece que pueden excusarse todas las cursiladas del mundo por que los protagonistas son guapos. Cabe destacar, como lección para los españoles, que si bien los nacionales son el enemigo y los republicanos los héroes, ni los primeros son demonios ni los segundos santos. Claro que es más fácil ser neutral cuando no es tu guerra. Como ejemplo, hay que señalar la impactante escena en la que se relata los asesinatos perpetrados por la turba en un anónimo pueblo tomado por los republicanos.
 

Otra película mucho menos conocida acerca del tema es El ángel vestía de rojo (1960, Nunnally Johnson), producción ítalo-americana que se centra en un sacerdote (Dirk Bogarde) que cuelga los hábitos molesto por el apoyo de la Iglesia a los nacionales y se enamora de una prostituta (Ava Gardner). Alrededor de esta historia y la ridícula premisa del supuesto poder de una reliquia, se refleja con veracidad y dureza el odio anticlerical y las persecuciones religiosas lideradas por las autoridades republicanas en una ciudad del frente. En los años sesenta Franco había conseguido salir del aislamiento y los americanos, en plena Guerra Fría, sentían menos simpatías por el bando republicano, por lo que las fuerzas de la República salen bastante mal paradas y se ofrece un realista retrato de la brutalidad desatada contra los “enemigos de la revolución”.


La victoria del bando nacional en la Guerra Civil acabó con la República y, con ella, con las aspiraciones de separatistas y marxistas que tan cerca habían estado de destruir la nación. Franco, como indiscutible cabeza del bando nacional, instauró un régimen autoritario que supuso la absoluta antítesis con la fracasada República. Como dictador, emprendió un programa a caballo entre el fascismo de la Falange y el conservadurismo de la derecha tradicional que buscaba acabar con el caos político y social en el que el sistema liberal había hundido a España. Hoy, y más en nuestro país, parece consolidada una versión oficial que afirma que la Dictadura fue un periodo oscuro, marcado por el hambre y la represión, al que no se le puede atribuir nada bueno. La acobardada derecha, que ya nada tiene que ver con los principios del franquismo, tiene tanto miedo de ser tildada de franquista que ha asentido sistemáticamente a todas las consignas de la vengativa izquierda. Pero lo que es innegable es que con Franco se experimentó una etapa de crecimiento como no había visto España desde el siglo XVI, con una estabilidad política y social olvidada hacía siglos. En el extranjero, desde la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, el Franquismo se encontró en una situación de hostilidad internacional. Las potencias vencedoras consideraban a Franco un molesto reducto del fascismo recién derrotado y la opinión pública se alineó con los opositores, aunque con el tiempo, las maniobras diplomáticas fueron acercando a España al bloque americano que se enfrentaba a los comunistas en la Guerra Fría. En el cine, esto dio lugar a una fructífera colaboración en la que los productores estadounidenses rodaban en España con un gran apoyo del gobierno franquista, como es el caso de muchas de las obras mencionadas en este artículo. La única producción que, en lugar de rodarse, se ambientó en esa España de la Dictadura fue Y llegó el día de la venganza (1964, Fred Zinnemann), en la que Anthony Quinn da vida a un capitán de la Guardia Civil empeñado en capturar al guerrillero del maquis interpretado por Gregory Peck. Omar Shariff completa la tríada estelar de protagonistas como un sacerdote que se ve envuelto en la cacería del fugitivo.
 
A su muerte, el régimen, condenado a desparecer desde la derrota de sus aliados fascistas en la Segunda Guerra Mundial, dio paso de nuevo al sistema de partidos liberal que había llevado a la nación al borde de la muerte en 1936 y que hoy va camino de repetir la hazaña. Entre los enigmas de la historia patria queda el cómo en cuarenta años ha podido deshacerse todo un legado de unidad, independencia y orgullo. Pero como dijera Jaime Gil de Biedma, de todas las historias de la Historia, la más triste es la de España, porque acaba mal.

Y así culmina el repaso de la andadura en el tiempo de España, tristemente, como ocurre siempre que se vuelve la vista hacia nuestra historia, que es la historia del ascenso, gloria y caída sin fondo de una nación excepcional. Excepcional por sus gestas, que no merecen caer en el olvido; excepcional por sus gentes, que en los momentos más arduos han hecho gala de coraje y orgullo; y excepcional por el papel irremplazable que ha desempeñado en el devenir del mundo. El cine solo ha dado algunas pinceladas de lo que fue esa historia y en estos tiempos en los que solo la pantalla transmite conocimientos, es normal que reina la ignorancia y el desinterés. ¡Son tantas y tan grandiosas las películas que podrían hacerse con el legado de nuestros antepasados! ¡Es tanta la necesidad de este país de conocer su historia y poder sentir orgullo por algo que los una! Pero creo que habremos de resignarnos a no ver nunca semejantes posibilidades aprovechadas. Tendremos entonces que contentarnos con esas escasas pinceladas que, por lo menos, nos permiten seguir disfrutando del Séptimo Arte y sentir el significado de ser español.

lunes, 8 de julio de 2013

La Historia de España a través del cine (Parte I)


Hace ya tiempo, antes de que los rigores de la vida académica me obligasen a abandonar a su suerte a El Rodelero, escribí una somera revisión sobre las legiones romanas en la gran pantalla. Con la llegada del verano y el horizonte libre de preocupaciones, he decidido honrar de igual modo a nuestra querida España, que pese a sus altibajos no merece mucha menos consideración que el Imperio Romano.

La relación entre Cine e Historia se materializa en las películas históricas o de época y ha sido muy recurrida a lo largo del siglo largo de existencia de este espectáculo. Se trata de una relación desigual, tanto en los resultados como en la profusión con que se ha cultivado. También es francamente desigual por el papel entre sus partes: mientras la Historia se limita a proveer de ideas a los guionistas y productores para convertirlas en espectáculo, el cine se ha convertido en el principal medio de difusión del pasado entre las masas. Esto otorga un inmenso poder al llamado Séptimo Arte, ya que a través de su óptica y según su juicio entienden la Historia millones de personas que no saben ni sabrán nunca nada más que lo que en la pantalla se les ofrezca.

Sobra decir que el cine es una herramienta fundamental para legitimar regímenes, exaltar valores y mostrar al gran público las bondades y glorias de la Patria o la infamia y perfidia de los enemigos de ésta. Ejemplos cacareados a diario en nuestro país son los del cine histórico franquista, tan edulcorado como emocionante, aunque escuchemos mucho menos hablar de la propaganda subliminal o abierta de los taquillazos de Hollywood. Estados Unidos, como toda potencia histórica, ostenta su puesto por haber sabido comprender y manejar los instrumentos que su época le ha dado, y hábilmente ha conseguido exportar su efímera historia y magnificarla de forma que todo el orbe la conozca y jalee por encima de la suya propia.

Volviendo a España, siempre con dolor y orgullo nostálgico, es un hecho que la mayoría de los que hoy vienen a llamarse españoles ignoran la práctica totalidad de nuestra Historia. Las causas de esta amnesia son múltiples y no todas son exclusivas de este país: ausencia absoluta de patriotismo, desinterés por las cuestiones trascendentales, identificación de la exaltación histórica con el denostado fascismo, rechazo de la progresía rampante a un pasado marcado por valores opuestos a su ideario... Así, en el cine, única fuente de conocimientos para muchos, como ya hemos señalado, nuestra Patria ha tenido escaso reflejo. El producto nacional, de poco presupuesto y frecuente baja calidad, solo se ha acercado al tema con fines políticos; en la época franquista, al menos, se trató de homenajear muy merecidamente a algunas de las glorias de nuestro pasado (no puedo evitar citas la sublime Los últimos de Filipinas), mientras que hoy día asistimos a una sobreexplotación de la Guerra Civil y la Posguerra de la mano de la izquierda más revanchista.

Pero en esta ocasión yo voy a limitarme a tratar la impronta de la Historia de España en el cine extranjero, que es principalmente el americano. Todos los que somos aficionados a la Historia soñamos con las grandes gestas de nuestros antepasados llevadas al cine y no quiero perder mucho tiempo lamentando las películas que podrían haberse hecho si gozásemos de los recursos y difusión de Estados Unidos. La actual hegemonía anglosajona ha tendido a  obviar el papel histórico de España,  aunque es cierto que no les toca a ellos reclamar ese legado. Nuestras apariciones han sido las más de las veces breves, llenas de tópicos y con poca consistencia histórica. Aun así,  muchas de ellas merecen, para bien o para mal, ser comentadas como parte modesta aunque muy extendida del legado español.

Remontándonos a nuestros orígenes, hemos de reconocer como génesis de España la Hispania romana, que pasó de ser el infierno para las legiones a, una vez conquistada, exitoso ejemplo de plena romanización. No en vano, además de filósofos como Séneca y literatos como Marcial, dio al Imperio cuatro emperadores. La brillante aportación hispana a Roma ha tenido su tributo en el cine, nada menos que en forma de la superproducción americana Gladiator (2000, Ridley Scott), que nunca dejaré de recomendar. Russel Crowe dio vida al ya emblemático general Máximo Décimo Meridio, que defiende la gloria de Roma en los confines del Imperio, muy lejos de su  añorada Emérita Augusta (Mérida) natal. Máximo es además leal servidor de Marco Aurelio, al que interpretó el genial irlandés Richard Harris pese a que el emperador-filósofo fuese descendiente de una noble familia de Ucubi, en Córdoba. Quizá a estas alturas me conformo con poco, pero creo que ver a las masas enfervorecidas corear el nombre de El Hispano es uno de los grandes homenajes del cine a la sangre española.


Si la dominación romana conformó las bases de nuestra cultura e incluyó a España en la Historia y el destino de la Europa cristiana que surgió de las cenizas del Imperio, la invasión musulmana sirvió para marcar irreversiblemente el carácter del que sería el pueblo español. La Península se convirtió en la frontera entre el Islam y la Cristiandad y los reinos cristianos se destacaron como vanguardia de Europa. Los ochocientos años que llevó la empresa de la Reconquista tienen su mayor icono en Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador. Las gestas de esta figura casi legendaria, epítome del caballero castellano, se convirtieron en 1961 argumento de uno de los colosales filmes de Samuel Bronston, dirigido por Anthony Mann y protagonizada por Charlton Heston, con Sophia Loren como Doña Jimena. El Cid no reparó en gastos para recrear la resistencia de los reinos cristianos ante el arrollador avance de los fanáticos almorávides. El fallo de ambientación que adelanta casi un siglo las armas y ropajes queda eclipsado ante el talento de las interpretaciones y la fuerza de la trama. Todo un homenaje al estilo Hollywood con el que en cierto modo se agradecía la colaboración de la España de Franco en el rodaje de las grandes superproducciones americanas en suelo español.


En las postrimerías del siglo XV el empuje de los reinos cristianos había reducido el otrora poderoso Al Andalus a un puñado de enclaves bajo el débil gobierno de la dinastía nazarita de Granada. Fue en ese momento cuando los avatares de la Historia unieron a las coronas de Castilla y Aragón mediante el matrimonio de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos. El 2 de enero de 1492 Granada se rindió ante las fuerzas conjuntas de los dos mayores reinos de la Península y con el golpe de gracia que culminó la Reconquista nació España.  La nueva nación, cumplida su guerra secular de liberación y sedienta de gloria, volvió su vista al panorama internacional y no tardó en ver enfrentadas sus aspiraciones con la orgullosa Francia. El choque principal se produjo en Italia y en tierras napolitanas Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán, sentó las bases de la guerra moderna y convirtió a España en la principal y más respetada potencia de Europa. Este trascendental momento ha sido objeto de poca atención y la única película que conozca que lo refiera es, irónicamente, una comedia. Así, de la épica hollywoodiense pasamos a la socarrona producción italiana El soldado de fortuna (1976, Pasquale Festa Campanile), cuyo principal atractivo es ver a Bud Spencer repartir guantazos a todo francés que se le ponga por delante en la piel del mercenario italiano Ettore Fieramosca, al servicio del Gran Capitán. El trasfondo es verídico, basado en el desafío entre caballeros franceses e italianos, estos últimos del ejército español, durante el asedio de Barletta en 1502. La película tiene una ridícula recreación de armas y uniformes, de evidente falta de presupuesto, pero el guión es divertido y con guiños a ese marco histórico de la Italia renacentista. El papel de los españoles es anecdótico, aunque salimos muy favorecidos comparados con los franceses, y no falta alguna broma amable acerca del notorio fervor religioso español.

A la vez que España aseguraba su hegemonía en Europa, se produjo uno de los grandes eventos de la Historia del mundo: auspiciado por los Reyes Católicos, Cristóbal Colón inició la más famosa travesía de la navegación al cruzar la desconocida Mar Océana y llegar al Nuevo Mundo el 12 de octubre de 1492. Aquel descubrimiento  cambió para siempre el destino de la recién nacida España y le otorgó una gran misión: la conquista y evangelización de aquellas vastas tierras nunca antes holladas por los europeos. Con motivo del V centenario del Descubrimiento, en 1992, se estrenaron dos películas que venían a corregir el sorprendente desinterés del cine por este trascendental hecho. La estadounidense Cristóbal Colón, el Descubrimiento (John Glen), supuso un fracaso sin relevancia del cual solo cabe señalar que tuvo la descabellada idea de dar a Marlon Brando el papel del Inquisidor General Tomás de Torquemada. Por su parte, la coproducción hispano-francesa 1492, la conquista del paraíso (Ridley Scott), resulto igualmente desastrosa económicamente, aunque se le reconoció mayor valor. En mi opinión, busca sin encontrar un tono épico que se diluye en un guión confuso incapaz de distinguir lo esencial de lo anecdótico.  Scott, en su línea, no pierde ocasión de arremeter contra la aristocracia y la Iglesia, aunque moderándose más que sus últimos trabajos en Hollywood. Es de alabar, no obstante, la fiel recreación de época y la actuación de Gérard Depardieu como Colón. Lo mejor de la película, con mucho, es su mítica banda sonora a cargo de Vangelis que probablemente todos hayamos escuchado alguna vez.
 

 
El Descubrimiento fue entendido como un designio de Dios, que asignaba a España el colosal cometido de colonizar el Nuevo Mundo. El espíritu de la Reconquista cruzó el Atlántico y los españoles, como punta de lanza occidental de la Cristiandad, se lanzaron a conquistar las Américas en pos de riqueza y gloria, por el rey y por la Santa Madre Iglesia. Desde las cumbres de los Andes a las grandes llanuras de Norteamérica, a través de las selvas del Amazonas y los desiertos de Sonora, un puñado de hombres acometió la mayor gesta vista desde la conquista de Asia por Alejandro. Aquellos conquistadores y misioneros llegaron a los rincones más inhóspitos del inmenso continente y en todas partes clavaron la Cruz de Cristo y las Armas de España. Sin duda, esta es nuestra mayor gloria, nuestro legado más firme e imperecedero y el papel por el cual España es y será recordada.

A nivel mundial, la imagen de los españoles está fuertemente asociada a la de los conquistadores, con sus icónicos morriones y armaduras, sus perros, sus caballos, sus crucifijos y arcabuces. Y es precisamente en este momento culmen de nuestra historia cuando surge un rechazo e incluso odio hacia España y todo lo español ampliamente extendido por el mundo. La Conquista de América se ha presentado como un salvaje proceso de pillaje y destrucción de las florecientes civilizaciones precolombinas a manos de los ambiciosos y fanáticos españoles. Esta versión, tendenciosa como pocas, se debe en sus orígenes a Inglaterra, Francia y Holanda, enemigos del Imperio Español, y es hoy abanderada y repetida de forma paroxística  por los gobiernos indigenistas hispanoamericanos. Como no podía ser de otro modo, esta visión ha pasado al celuloide. Quizá el más famoso ejemplo sea Aguirre, la cólera de Dios (1972) del reputado director alemán Werner Herzog. Esta película, aclamada por los críticos del cine europeo, se sirve de la historia del conquistador Lope de Aguirre, que se rebeló contra Felipe II para fundar un reino independiente en la legendaria ciudad de El Dorado, para hacer una reflexión sobre la irracionalidad y la locura. Ciertamente, la falta de diálogos e incluso de trama propiamente dicha consiguen alcanzar momentos absolutamente irracionales. Personalmente, a duras penas pude resistir el visionado completo, aunque he de aplaudir su capacidad para hacer imaginar al espectador los peligros y dificultades de esas expediciones por tierras desconocidas. A destacar la escena inicial, los hombres de Gonzalo Pizarro descendiendo desde los escarpados picos de los Andes hacia la inmensidad de la floresta amazónica.

Así como Herzog ofrece una imagen sórdida y oscura de la Conquista, creo necesario señalar la película de Mel Gibson Apocalypto (2006) y, en un spoiler que los lectores sabrán perdonar, referirme a la fugaz pero estelar irrupción de los españoles al final del filme. Después de mostrar el horror y la brutalidad de la decadente civilización maya, la imagen de las carabelas recortadas sobre el horizonte mientras en las chalupas se aproximan los conquistadores y los misioneros supone un magistral golpe de efecto.

Las enormes riquezas del Nuevo Mundo fueron el impulso que necesitaba la ambiciosa política exterior de los Reyes Católicos para que surgiese la idea de un Imperio Español. Este se concretó en la herencia de su nieto, Carlos I (1516-1556), que unió bajo su corona a España, con sus posesiones en las Américas, Berbería e Italia, y al Sacro Imperio Romano, con los territorios Habsburgo de Austria y el Tirol, además de Borgoña y Flandes. Con Felipe II (1556-1598) el reino alcanzó su máxima cota de poder y gloria, incorporando Filipinas y todo el imperio portugués bajo el nombre de la Monarquía Hispánica. Las victorias sobre Francia y el Imperio Otomano convirtieron a España en la potencia mundial hegemónica indiscutible, cuya influencia se extendía por cuatro continentes. Los tercios dominaban los campos de batalla europeos y las galeras controlaban el Mediterráneo, mientras los grandes convoyes de galeones surcaban el Atlántico trasportando el oro y la plata de ultramar. En plena Segunda Guerra Mundial, los guionistas de Hollywood equipararon este esplendor de la Monarquía Hispánica con la expansión del III Reich en El halcón del mar (1940, Michael Curtiz), un clásico del cine de aventuras “de capa y espada” en el que Errol Flynn, como un intrépido corsario inglés, debía detener los malvados planes de Felipe II para invadir Inglaterra y ¡el mundo! Resulta hasta agradable ver a los retorcidos y orgullosos españoles paseándose por la pantalla con una actitud mezcla entre oficial de las SS y chulapo madrileño. Las interpretaciones de Claude Rains -capitán Renault en Casablanca- como embajador de España en Londres y Montague Love como Felipe II, un papel breve pero delicioso, son dignas de mención. El espectador versado podrá, además, reír con algunos fallos y sinsentidos, como el ver remeros en un galeón transatlántico o el siniestro tribunal inquisitorial que juzga piratas (¡!), aunque en líneas generales la recreación es aceptable y la calidad técnica y del guión, gratificantemente alta.

Pese a la importancia que los ingleses y sus antiguos súbditos estadounidenses hayan querido dar al acoso corsario británico, la Monarquía Hispánica mantuvo sin problemas el control de su vasto imperio. Con la capital establecida en Madrid, la corte de Felipe II se convirtió en el mayor centro de poder del mundo. No tardaron en surgir partidos y personajes enfrentados que darían pie a intrigas, especialmente después de la muerte de Felipe II y la llegada al trono de los Austrias Menores, desentendidos de las cuestiones de gobierno. De nuevo acudió la Meca del Cine a la Historia española tras El halcón del mar para explotar el exitoso género de los llamados costume dramas o cine de época. Así en 1948 se estrenó El burlador de Castilla (Vincent Sherman), con Errol Flynn esta vez como espadachín y galán castellano que combinaba el mito de Don Juan con la intriga palaciega en la corte de Felipe III. Poco después saldría a la luz la poco conocida La princesa de Éboli (1955, Terence Young), que seguía a la novela Esa Dama de Kate O’Brien presentando la conjura del secretario de Felipe II Antonio Pérez y la hermosa princesa viuda encarnada por Olivia de Havilland como una maquinación del, de nuevo, perverso Rey Prudente.


Si bien el imperio se regía desde la corte, el peso de sostenerlo caía sobre los hombros de los soldados de los tercios, herederos de las innovaciones del Gran Capitán. Bien organizados, con un esmerado entrenamiento, una cuidada logística y un insuperable espíritu de cuerpo basado en el servicio a la Patria y la defensa de la Fe Católica, los ejércitos de la Monarquía Hispánica fueron el terror de los enemigos del Rey de España. En todos los frentes y contra todos los enemigos se batieron bajo las Aspas de San Andrés, aunque su más famoso escenario y también el más sangriento fue Flandes. Curiosamente, de ochenta largos años de asedios y batallas la única obra que el cine extranjero ha dado ha sido una comedia situada en el paréntesis de paz que supuso la Tregua de los Doce Años firmada en 1609. La Kermesse Heroica (1935, Jacques Feyder) es una reputada película francesa sorprendentemente actual en su planteamiento pese a su antigüedad, aclamada y galardonada por su cuidadísima presentación de un pueblo flamenco del siglo XVII gracias a unos impresionantes decorados y la gran técnica de Feyder, que se inspira para sus planos en las obras de los grandes pintores flamencos. El argumento es tan sorprendente como divertido: ante la noticia de que un duque español al mando de tropas de los tercios desea hacer un alto en la ciudad, los habitantes de la villa de Boom son presas del pánico y el aterrado burgomaestre decide simular su muerte ante el duque. Ante la situación, su decidida esposa reunirá a las mujeres para preparar el recibimiento a los españoles prescindiendo de sus acobardados maridos. Al llegar los tercios, los españoles se señalan por su cortesía, respeto y gentileza, haciendo las delicias de las flamencas. Técnicamente perfecta y con un constante sentido del humor, La kermesse heroica es una comedia magistral, además de una verdadera apología de los tercios de Flandes.
 
 

lunes, 1 de octubre de 2012

La Batalla de Cuerno Verde: cuando el Oeste era español


Cuando hablamos del Oeste, todos evocamos el mismo concepto, sin que haya lugar a dudas pese a lo vano del término. A nuestras cabezas vienen imágenes de rudos vaqueros, sheriffs de expresión adusta y mirada honesta, pistoleros tan crueles como eficaces, ricos ganaderos ávidos de tierras, soldados de la caballería cubiertos de polvo y fieros indios, a veces nobles y otras salvajes. El cine ha inmortalizado el oeste americano hasta convertirlo en el Oeste por antonomasia. Obras maestras que no quiero perder la ocasión de citar, como Centauros del Desierto, Río Bravo, La Diligencia, Los Siete Magníficos, Murieron con las Botas Puestas o La Legión Invencible, han creado el mito del Far West, en torno al cual se ha formado una auténtica mitología -pues tiene mucho más de mitología que de Historia-, quizá la mitología del pueblo americano.

Así, las grandes llanuras del sur y el oeste de Norteamérica han pasado a formar parte del imaginario colectivo indisolublemente unidas a las películas de indios, vaqueros y soldados. Pero cuando los primeros americanos se adentraron en estas tierras, hacía tiempo que habían sido ya holladas por los indómitos castellanos. Antes de que llegasen los colonos anglosajones en sus caravanas de carromatos, los españoles ya habían levantado iglesias, pueblos y ciudades; antes de que la caballería yanqui patrullase al son de Garry Owen, los dragones de cuera del virreinato de Nueva España ya habían recorrido esas sendas, antes de que se erigiesen los fuertes americanos, los presidios ya habían dominado las planicies y antes de que navajos, apaches y comanches se enfrentasen con los Estados Unidos, ya habían librado sangrientos combates contra las tropas del Rey de España. 

Es un episodio de esta otra historia, que se pierde en el olvido y la indiferencia, el que hoy nos atañe, concretamente la Batalla de Cuerno Verde, que como verá el lector hubiese dado para una espléndida película en manos del maestro John Ford.

Los confines del Imperio Español

Tras la conquista de Tenochtitlan por Hernán Cortés en 1521, España organizó el inmenso territorio conquistado en Centroamérica, naciendo el Virreinato de la Nueva España. Desde el principio los españoles tuvieron que luchar por establecer la autoridad del virrey, tanto sofocando revueltas y sometiendo focos de resistencia indígena como frenando los ataques de los pueblos indios del norte, los bárbaros chichimecas que ya había hostigado al Imperio Azteca. Precisamente fueron estos pueblos de primitivos nómadas dedicados al saqueo los que llevaron a España a tomar medidas: para defender toda la frontera norteña del virreinato se estableció una línea de fuertes que controlasen y contuviesen a los chichimecas, una reinvención del limes germano que diseñó Augusto en el siglo I. Los españoles llamaron a estos fuertes presidios. Allí donde las leyes del rey no significaban nada y la justicia española no podía llegar, el presidio se alzaba para recordar que aquellas tierras eran parte del Imperio Español.

Con el tiempo, los chichimecas fueron derrotados y sometidos y la civilización llegó a su territorio, pero no por ello los presidios habían terminado su función. La línea se adelantó hacia el norte y los soldados españoles siguieron cumpliendo su cometido de guardianes de los límites del Imperio. A lo largo de los años, el avance español continuo y la línea fue ascendiendo, dejando siempre tras de sí unas tierras habitables y seguras y manteniendo enfrente el vacío salvaje de las grandes llanuras, nunca exploradas por el hombre blanco.

En el siglo XVIII la situación de España en el complejo juego de estrategia europeo había cambiado radicalmente, pero para los hombres de la frontera todo seguía igual. En aquellos días la línea de presidios había llegado a lo que es hoy suelo estadounidense, extendiéndose a lo largo de miles de kilómetros de inhóspitas sierras y desiertos desde California hasta Tejas. Allí donde terminaba el Imperio Español y, por ende, la civilización, solo unos pocos se atrevían a establecerse. Los que lo hacían tenían que vivir en una lucha constante contra la dureza de la tierra y el clima, la enfermedad, el hambre y las incursiones de los indios hostiles. En un imperio que se extendía por todas las Americas, parte de Europa, el norte de África y algunas islas en Asia, los colonos tenían las más de las veces, que arreglárselas solos. Como siempre, los primeros fueron los incansables misioneros, la avanzadilla de la colonización española, y tras ellos llegaron los soldados. Pronto aparecieron en las estepas las siluetas de pequeñas misiones y presidios de adobe. Algunos colonos a los que su búsqueda de un futuro prometedor había conducido a aquel remoto lugar levantaron los primeros pueblos. No obstante, entre un asentamiento español y otro podía haber cientos de kilómetros de desierto.
Una patrulla de dragones de cuera entra en el presidio de San Ignacio de Tubac,
en Arizona. Sobre las murallas de adobe de estos fuertes las aspas de San Andrés
fueron testigos de trescientos años de historia americana.
Los escasos soldados españoles eran la única representación de la autoridad en mitad de la nada, encargados de proteger un terreno enorme y prácticamente inexplorado. Para desempeñar esta misión, se creo una unidad especial del ejército español: los dragones de cuera. Como los dragones que servían en las guerras de Europa, eran soldados de caballería con capacidad para desmontar y luchar como infantes, pero ahí acababan las similitudes. Usaban unos chalecos largos hechos de siete capas de piel que ofrecían una protección maravillosa contra las primitivas armas de los indios, las llamadas cueras de las que toman su nombre. En cuanto su armamento, estaba diseñado especialmente para el tipo de guerra en el que luchaban. Frente a las colosales batallas de formaciones cerradas propias de la época, en la frontera norte de Nueva España los dragones de cuera se enfrentaban a pequeñas escaramuzas con partidas de indios en las que primaba la velocidad y la versatilidad. Por ello portaban un equipo multiusos: espada, escopeta, dos pistolas, lanza de caballería y un pequeño escudo (las típicamente españolas adargas ovaladas o rodelas circulares), además de tener cada uno a su disposición seis caballos y una mula. Los dragones de cuera eran, pues, tropas altamente especializadas y es que su escaso número les obligaba a cumplir las funciones de al menos tres soldados normales. La guarnición de cada presidio se componía de una compañía, es decir un capitán, un teniente, un alférez, un sargento, dos cabos, un capellán y cuarenta soldados, a los que se asignaba una decena de rastreadores indios de las tribus aliadas. En la mayoría de los casos esta reducida unidad tenía que actuar de forma independiente cubriendo terrenos de cientos de kilómetros. En 1780 se alcanzó el máximo de solados españoles en activo destacados en la frontera, contabilizándose 1.495 dragones, pero durante la mayor parte de la historia del virreinato apenas alcanzaron los 600 de una costa a la otra del continente. En casos de amenazas especiales es cierto que el virrey podía enviar tropas de refuerzo y a menudo en las poblaciones más importantes, como Santa Fe, se acantonaban unidades de infantería, pero generalmente estas se reservaban para campañas y el peso de la guerra día a día en la frontera recaía sobre las compañías presidiales de dragones de cuera.

En 1771 se estableció definitivamente una línea de 13 presidios desde Altar, en Sonora, hasta Espíritu Santo, en Tejas. Al norte de esta línea quedaban dos puntas de lanza en mitad del territorio salvaje: Santa Fe, en Nuevo Méjico, y San Antonio de Béjar, en Tejas. El mantenimiento de la frontera con tan escasos efectivos fue posible gracias a la colaboración de los nativos. Los españoles eran una minoría representada principalmente por los soldados, los misioneros y los cargos administrativos, aparte de un pequeño número de colonos establecidos en ranchos o diseminados por las poblaciones, mientras la mayoría de la población la componían los indios amigos. En tiempos de guerra se reclutaban unidades auxiliares de entre las tribus, aparte de los exploradores que servían permanentemente en el ejército. Hasta finales del siglo XVII la convivencia fue difícil, salpicada de conflictos e incluso grandes revueltas como la de los indios pueblo en 1680, pero a partir del siglo XVIII la mayoría de las tribus que habitaban en los dominios españoles se sometieron sin problemas. Este cambio de actitud se debió al surgimiento de una nueva amenaza tanto para unos como para otros. Muchas tribus de nómadas de las grandes llanuras del norte emigraron hacia regiones más meridionales, empujados en parte por la colonización británica y francesa de la costa este. Estos pueblos se convirtieron en incursores dedicados a saquear los poblados de las tribus del sur. Ante estos temibles enemigos, los indios del virreinato aceptaron la dominación a cambio de la protección del ejército español.

Los comanches y los españoles

De entre todas las tribus que llegaron del norte sembrando el caos en la frontera del virreinato los más numerosos, feroces y temidos eran los comanches. Originarios del oeste de las Montañas Rocosas, los comanches abandonaron este territorio en busca de caza más abundante y cruzaron las sierras hasta llegar a las grandes llanuras en el siglo XV. Allí se establecieron como pueblo nómada que vivía de la caza del bisonte, en grupos pequeños y muy dispersos de base familiar. Desde el primer momento el rasgo característico de los comanches fue su agresividad y su espíritu guerrero. Durante su migración lucharon contra cuantas tribus encontraron en su camino y ya asentados en las llanuras se dedicaron a saquear las tierras de sus vecinos. Hasta tal punto es así que si bien ellos se llamaban a sí mismos Numunuu -las personas-, los indios utes les llamaron kohmahts -los que nos atacan-, de donde deriva el nombre español comanches.  El historiador y militar español Pedro Pino decía en 1812:

“Ninguna de las demás naciones se atreve a medir sus fuerzas con la comanche; aun aliados han sido vencidos repetidas veces; [el comanche] no admite cuartel ni lo da a los vencidos.”[1]

Los comanches atacaban en partidas, generalmente de número reducido, y usaban la lanza y, sobre todo, el arco, con el que eran maestros. Pocos pueblos se aprovecharon tan bien de la introducción de los caballos en América por parte de los españoles como los comanches. En apenas un siglo toda su cultura giraba alrededor de este animal. Criaban ponis pequeños y ligeros y los usaban para cazar, para desplazarse y, por supuesto, para atacar. Los españoles los consideraban los mejores jinetes de las grandes llanuras.

A principios del siglo XVIII, los comanches emprendieron una nueva migración más hacia el sur. Los motivos solo pueden suponerse; tal vez buscasen los tan imprescindibles caballos que los españoles tenían en gran número, tal vez las otras tribus les expulsaron hartas de sus saqueos y es probable que el empuje de la colonización británica y francesa en la costa este jugase también un papel importante. El caso es que los comanches avanzaron hacia el sur, guerreando con las tribus que hallaban, entre ellas los apaches, con los que mantuvieron un brutal conflicto que terminó en la casi aniquilación de los apaches en la batalla del Gran Cerro del Fiero y la huida de los supervivientes hacia tierras españolas. Expulsados sus antiguos dueños, los comanches ocuparon una enorme región baldía que ocupaba el actual estado de Oklahoma,  el este de Nuevo México, el sudeste de Colorado y Kansas y el este de Tejas. Este territorio fue llamado por los españoles la Comanchería, una inmensa extensión de tierra casi deshabitada, justo frente a la línea de presidios española, que todas las demás tribus rehuían.
"Un blanco monta un caballo hasta reventarlo y luego sigue a pie.
Llega un comanche, hace que el caballo se levante, lo monta 20
millas más y luego se lo come." Ethan Edwards, Centauros del Desierto
El primer contacto de los comanches con los europeos del que se tiene noticia ocurrió en 1716, en la provincia española de Nuevo Méjico (actual estado de Nuevo Méjico). Aprovechando que el gobernador Martínez estaba en el oeste luchando contra los moquis, atacaron Taos, el pueblo español más al norte y último puesto civilizado antes de las tierras salvajes. Pese al factor sorpresa, fueron derrotados por el capitán Serna, que capturó a varios de ellos, junto con algunos indios utes que habían ayudado a los comanches. Desde ese momento, las incursiones contra los pueblos aliados, los ranchos de colonos o incluso poblaciones españolas se sucedieron una tras otra con la crueldad inconfundible de los comanches, que pronto fueron considerados la principal amenaza por parte de las autoridades españolas. Generalmente los ataques eran de poca entidad, pero casi siempre incluían algún asesinato y, lo que es más, el rapto de mujeres que daría pie a John Ford para su obra maestra Centauros del Desierto. En estos casos, lo habitual era que desde el presidio más cercano un cabo saliese a golpe tendido con una decena de dragones de cuera en pos de los indios, persiguiéndoles hasta su propio territorio para darles caza. Estas persecuciones fueron innumerables a lo largo de las guerras contra los comanches y tenían como objetivo demostrar que toda incursión en el virreinato implicaba irremediablemente un castigo; al principio los españoles solían capturar a los indios, pero conforme se recrudeció el conflicto se optó por emplear métodos más disuasivos y los dragones de cuera no cejaban hasta dar muerte a la partida y volver con sus cabelleras.

A partir de 1745 los ataques aumentaron en intensidad y frecuencia y los comanches venían ahora equipados con armas de fuego que los comerciantes franceses les vendían a cambio de caballos españoles. Taos, Galisteo, Pecos y otros pequeños asentamientos alejados sufrieron repetidos ataques mientras el odio hacia los comanches se iba arraigando más y más entre los españoles y sus aliados indios. Varias expediciones partieron desde Nuevo Méjico a las órdenes de sucesivos gobernadores internándose en la Comanchería para escarmentar a los “bárbaros impíos”, pero la mayoría era incapaces de dar alcance a los comanches en la inmensidad de ese territorio que ellos conocían tan bien. En 1748, el gobernador Codallos, con 500 soldados y algunos auxiliares indios, sorprendió a una gran partida en Abiquiú y mató a 107 comanches, capturando a otros 206. Pensando que con esta victoria había doblegado a los belicosos salvajes, inició negociaciones con ellos y les invitó a asistir anualmente a la feria de Taos. Una junta convocada en Santa Fe por el virrey decidió estimular el comercio con los comanches en dicha población, pensando que así podrían ser convertidos por los misioneros. Los comanches no entendieron del mismo modo la idea y si bien participaron activamente en la feria vendiendo pieles y carne, no dejaron por ello de atacar a los españoles. El resultado fue que en diciembre de 1760 una reducida fuerza militar a las órdenes del gobernador Urrisola  les prohibió el paso a la feria y tras una escalada de tensión se desencadenó un brutal combate que dejó a 400 comanches sobre el terreno. Quedaba claro que negociar con los comanches era inútil.

Las escaramuzas, incursiones y persecuciones se sucedieron hasta el año 1777. A Santa Fe empezaron a llegar informes sobre un líder comanche al que llamaban Cuerno Verde por la cornamenta de búfalo que utilizaba como tocado. Había logrado reunir en torno a si una de partida de leales de considerable número y gozaba de una enorme influencia entre los comanches por su fama de guerrero bravo. Su nombre auténtico era Tabivo Naritgant -Hombre Peligroso- y era hijo de otro jefe también llamado Cuerno Verde al que habían matado los españoles en el ataque comanche a Ojo Caliente en 1768. Odiaba a los españoles y dirigió una serie de ataques que, incluso entre los comanches, llamaban la atención por su audacia y crueldad. Ese año el pequeño pueblo de Tomé fue atacado por los comanches y cuando, tras oír los rumores, el sacerdote de Alburquerque se acercó al pueblo descubrió horrorizado que los indios habían matado hasta al último hombre. Este brutal ataque, el más sangriento de todos los que hay registrados, tuvo una respuesta inmediata por parte de los españoles. A las órdenes del veterano militar don Carlos Fernández, un contingente español de tropas presidiales alcanzó una gran partida de comanches a las órdenes de Cuerno Verde cerca de la localidad de Antón Chico y con las primeras luces del día atacó el campamento. El combate se prolongó todo el día y al atardecer don Carlos había hecho cientos de prisioneros y acabado con otros tantos comanches, pero Cuerno Verde y muchos de sus guerreros lograron escapar[2]. El resultado fue desastroso para la nación comanche, pero la reputación de Cuerno Verde entre los suyos no se vio perjudicada, sino todo lo contrario. Había combatido con un valor casi suicida y había plantado cara a los soldados españoles cuando lo normal entre los comanches era evitar la lucha con los militares. El jefe incluso aprovechó la derrota para inflamar a se gente con deseos de venganza y como los comanches eran un pueblo tenaz y altivo pronto se le unieron varias partidas de jóvenes guerreros dispuestos a hacer pagar a los españoles su victoria.

Pese a las sucesivas derrotas, los comanches parecían siempre dispuestos a volver y el virrey de Nueva España decidió atajar de una vez el problema de la frontera norte. Hacía falta dar un golpe a los salvajes del que ni ellos pudiesen recuperarse. Afortunadamente, tenía al hombre adecuado.

Juan Bautista de Anza y la caza de Cuerno Verde

En 1736, en la población de Fronteras, provincia de Sonora (que englobaba las actuales Sonora, en Méjico, y Arizona, en Estados Unidos) nació Juan Bautista de Anza. Por rama paterna tenía ascendencia vasca, de Guipúzcoa, y su familia materna era de militares asentados hacía varias generaciones en América. Tanto su padre como su abuelo eran oficiales del ejército español destacado en el norte de Nueva España. Con solo cinco años quedo huérfano de padre por una emboscada de los apaches. Como no podía ser de otra forma, el joven se alistó en cuanto tuvo edad en los dragones de cuera y en 1754 fue nombrado cadete de la caballería presidial. Ascendió a teniente dos años después y en 1759 fue nombrado capitán del presidio de San Ignacio de Tubac (actual Arizona). El 24 de junio de 1761 se casó con Ana María Pérez Serrano en Arizpe, Sonora. Por aquel entonces ya era un reconocido oficial con experiencia en la guerra fronteriza, pero sería entre 1766 y 1773 cuando alcanzaría renombre en las campañas contra los apaches y los indios seris, en las cuales también consiguió ser herido cuatro veces. Pacificada Sonora y con una reputación labrada, Anza decidió cumplir el sueño que su padre no había podido realizar: encontrar una ruta que  permitiese la colonización de la costa oeste de Norteamérica. En las últimas décadas los españoles habían hecho esfuerzos por hacer efectiva sus soberanía sobre las tierras comprendidas entre el sur de California y Alaska sin mucho éxito. Apenas un puñado de misiones y presidios vigilaban aquel extenso territorio y solo podían comunicarse por mar pues no había rutas ni mapas sobre el agreste y peligroso interior. Además, se rumoreaba que los rusos estaban asentándose en Alaska e incluso más al sur y que los piratas ingleses tenían puertos en la costa inexplorada. El gobernador dio permiso a Anza para recorrer la costa oeste subiendo desde California para asegurar el dominio español de la zona. Tras un primer viaje de exploración, el militar dirigió a más de 300 colonos en una famosa expedición que consiguió establecer relaciones con las tribus nativas, cartografiar y crear rutas seguras y comunicar por tierra los emplazamientos avanzados españoles. Anza llegó hasta la Bahía de San Francisco y fundó una misión, núcleo de la ciudad actual.

A su vuelta de la exitosa expedición, el virrey recompensó a Anza con el comprometido puesto de gobernador de Nuevo Méjico. A finales de 1778 llegó a la capital de su nueva provincia, Santa Fe, con instrucciones precisas: debía acabar con la amenaza comanche. Para satisfacción de todos los sufridos oficiales de las guarniciones de Nuevo Méjico, el nuevo gobernador era un militar de frontera con las ideas claras y apenas llegó les anunció que su intención era perseguir a Cuerno Verde y que no se dedicaría a otros asuntos hasta verle colgado frente al Palacio de los Gobernadores. Los mensajeros partieron a todos los presidios para que redujesen su guarnición al mínimo y se uniesen al gobernador con cuantos efectivos pudieran.
Los dragones de cuera tuvieron a partir de 1771 su propio reglamento, en el que
se especificaba, entre otras cosas, su peculiar uniforme: sombrero cordobés, cuera,
casaca y pantalón azul con vivos grana y una banda con el nombre del presidio.
 
Anza salió de Santa Fe a las tres de la tarde del 15 de agosto de 1779 y al día siguiente se le unieron las tropas de los presidios e indios aliados en el bosque de San Juan de los Caballeros, donde se pasó revista y se pertrechó a los indios. El contingente contaba 600 hombres, de los cuales 150 eran tres compañías dragones de cuera y el resto una amalgama de milicias, auxiliares nativos e infantería de la guarnición de Santa Fe. En cuanto a sus subalternos, eran un grupo de soldados experimentados y de confianza entre los que conocemos a don Carlos Fernández, que ya había derrotado a Cuerno Verde, y  el alférez don José de la Peña.  Unos días después aparecieron doscientos apaches y utes encabezados por cuatro de sus jefes que pidieron unirse a la expedición contra los odiados comanches, cosa que Anza, aunque con desconfianza, les concedió. Así los efectivos del gobernador aumentaron a 800, un número muy elevado para los estándares de la guerra fronteriza. Demasiado elevado, por cuanto que los comanches nunca se enfrentarían a un contingente militar tan numeroso.

Anza sabía que la única forma de conseguir forzar el combate con Cuerno Verde era cogerle desprevenido. No quería engrosar la larga lista de gobernadores que habían paseado sus tropas durante días por la Comanchería sin ver un solo comanche. Las expediciones se había realizado hasta entonces avanzo hasta Taos y penetrando en territorio comanche por el Paso del Ratón, pero los indios ya conocían esta ruta y tenía destacados vigías que avisaban de cualquier movimiento de tropas para que las partidas se dispersasen por la inmensidad de las llanuras. Anza, sin embargo, dirigió a su expedición por una ruta nunca antes recorrida con la esperanza de sorprender a los comanches. Su idea era nada menos que bordear su territorio por el oeste, avanzando por tierras de los utes, y penetrar en la Comanchería por el norte, el último punto del que esperarían un ataque español. La marcha fue dura, sometida a los rigores de un clima que ya quemaba las planicies desiertas con el Sol estival, ya golpeaba con viento y nieve a los expedicionarios en los pasos de montaña. El gobernador no había olvidado sus tiempos como cadete en lo dragones de cuera y honró a esta unidad con todo el peso de la campaña; los jinetes, con los cascos de sus monturas forradas para no hacer ruido, avanzaron por delante de la columna en parejas de rastreadores, buscando el menor rastro de los comanches y avisando de las mejores rutas.

Durante una semana la expedición avanzó a terreno descubierto por valle que llamaron y aun se llama de San Luis. Para evitar ser descubiertos viajaban de noche y acampaban de día, golpeados durante la travesía por un frío impropio de la época del año que no pudieron mitigar con hogueras por miedo a delatarse. Tras cruzar el río Arkansas llegaron a la boscosa y abrupta Sierra de Almagre (actual estado de Colorado), desde cuyos picos se dominaba una gran planicie en la que solían acampar partidas de comanches, por lo que Anza montó el campamento y destacó patrullas de dragones para que vigilasen desde las alturas atentos a cualquier señal del enemigo.

A las diez  y media de la mañana del día 31, una de las patrullas con su cabo notificó al gobernador de que se divisaba la humareda de un grupo de jinetes hacia el este del campamento español. Anza ordenó al cabo acercarse a la estribación oriental de la sierra y traer más información, mientras las demás tropas se preparaban para atacar. Al rato volvió la patrulla e informó que el grupo se dirigía a un campamento de más ciento veinte tiendas. Comanches y españoles habían acampado a pocos kilómetros unos de otros sin advertirlo hasta entonces. El cabo de dragones avisó al gobernador de que algunos indios estaban vigilando las cercanías del campamento y que era cuestión de tiempo que descubriesen las huellas de su patrulla. Anza organizó el ataque antes de que pudiesen darse a la fuga, pero en tanto que se alejaba el tren de bagajes y la caballada y se dividía el contingente en dos alas y un centro para envolver al enemigo, los comanches avistaron a los españoles y empezaron a levantar el campamento a toda prisa. Sin tiempo para más, la caballería española cargó ladera abajó y hombres mujeres y niños se dieron a la fuga abandonando sus tiendas y pertenencias. Los dragones dieron alcance a los más rezagados y se libró un combate a la carrera a lo largo de casi cinco kilómetros en el que abatieron a dieciocho guerreros y capturaron a 34 mujeres y niños.

Tras este pequeño triunfo los españoles abrevaron a sus caballos en el río en el que habían acampado los comanches y que llamaron Sacramento. Durante toda la tarde, Anza interrogó a las mujeres capturadas sin éxito, hasta que las dos últimas contaron que Cuerno Verde había salido hacia Taos hacía algunos días con intención de atacar el pueblo y que había ordenado a todas las partidas de comanches reunirse con él tras la incursión para penetrar en territorio español, motivo por el cual ellos estaban allí. Cuerno Verde les llevaba ya mucha ventaja y era imposible detenerle antes de que atacase Taos, pero Anza decidió ir tras él para atacarle cuando regresase a sus tierras. Sin más dilación ordenó partir rumbo sur.

La Batalla de Cuerno Verde

Dos días después volvieron a cruzar el Arkansas y mientras se acampaba en la orilla la mayoría de los auxiliares utes abandonaron la expedición sin aviso no motivo, probablemente por considerarse demasiado lejos de su tierra y demasiado próximos a Cuerno Verde. Cuando se iba a reanudar la marcha se presentó una de las avanzadas, que había avistado a la partida de Cuerno Verde dirigiéndose hacia ellos sin saber de su presencia. Anza ocultó a todos sus hombres, caballos y carros y se dispuso a emboscar a los comanches y obligarles a luchar. En efecto, al rato apareció la partida, formada por varios centenares de comanches y que viajaba dispersada por creerse en terreno seguro. Avanzaban al pie de unas colinas boscosas y les separaba de los españoles una zanja de cierta profundidad. Cuando estuvieron a tiro, los españoles abrieron fuego y la caballería cargó lanza en ristre dirigida por el propio gobernador. Los indios se dieron a la fuga hacia las lomas y los españoles tan solo pudieron acabar con ocho de ellos, pues la zanja les obligó a desmonta y pasarla de uno en uno mientras los comanches se perdían entre los árboles. La noche sorprendió a los contendientes y Anza, tras inspeccionar la zanja con algunos dragones, decidió resguardar en ella a todo el contingente. Los guías indios le recomendaron replegarse con la oscuridad como cobertura, pero el gobernador no tenía ninguna intención de dejar escapar a su ansiada presa y menos aun de emprender una retirada de noche con cientos de comanches a escasos metros. La lluvia hizo su aparición y los españoles se envolvieron gruñendo en sus capotes y trataron de dormir un poco sin saber que les esperaría al día siguiente.

Con las primeras luces del 3 de septiembre de 1779 los oficiales despertaron a sus hombres. No había ni rastro de Cuerno Verde y Anza empezó a temerse que los indios hubiesen escapado durante la noche pese a la vigilancia de las patrullas de dragones. Como no ocurría nada y la zanja era posición incómoda, Anza ordenó ponerse en marcha a la columna considerablemente decepcionado. Justo cuando los primeros españoles empezaron a salir, un pequeño grupo de comanches surgió del bosque con la incomprensible intención de resguardarse en la zanja tan pronto como la abandonasen los soldados. Pronto se les unieron más guerreros hasta número de 50, por lo que Anza ordenó a la sección de retaguardia que tomase la delantera con los carros y los caballos y saliese a terreno despejado, mientras él se quedaba con las secciones de vanguardia y centro para ocupar unas elevaciones y, si era posible, presentar combate. Ya estaba llegando a estas posiciones cuando ocurrió el hecho determinante para la campaña. El mismo Juan Bautista de Anza lo describe así en el diario de la expedición:

“Al entrar a ellos [los soldados españoles], yá los enemigos pasaban de 40 y se acercaban casi á tiro de fusil haciendo fuego con los suyos con cuyo motivo fue conocido por sus insignias y divisas el famoso Cuerno Verde quien con espíritu orgulloso y superior a todos los suyos los gritaba, y se adelantaba escaramuzando con mucho ardor su caballo.[3]

Cuerno Verde, como si quisiese hacer honor su fama de audaz y bravo incluso a costa del más elemental sentido común, se lanzó con sus escasos hombres a entablar combate contra una fuerza que le superaba en cuatro a uno mientras disparaba su fusil sin cesar de insultar a los españoles y alentar a los suyos. Anza agradeció que el enemigo se le entregase de forma tan considerada y corrió a aprovechar la oportunidad: si caía el jefe, el golpe moral sería mucho más efectivo que todas las bajas que pudiese causarles. Ordenó avanzar a doscientos hombres hacia él para entretenerle y mandó al cuerpo de retaguardia, que ya había salido al llano, que rodease por detrás al caudillo comanche y sus seguidores y los empujara contra la zanja. Desde las lomas, cuerpo a tierra, los españoles abrieron un fuego cruzado sobre los indios pero Cuerno Verde, impávido a las balas, prohibía a sus seguidores la retirada. La trampa estaba a punto de cerrarse y Anza decidió dar el toque final para que su rival se metiese de lleno en ella: los auxiliares apaches fingieron huir despavoridos, abriendo un hueco en formación española. La táctica de la huida fingida del centro para cerrar las alas en torno al enemigo era tan vieja como la guerra misma y los españoles habían tomado buena nota del magistral uso que le dieron los moros en la Reconquista. El caudillo comanche espoleó a los suyos para lanzarse a la brecha, pero justo en ese momento se percató de que la retaguardia de Anza estaba a punto de cortarle la huida y comprendió por fin la estratagema del español. Entonces sí, ordenó replegarse a sus bravos. Demasiado tarde. Los comanches, entre un torrente de balas, trataron de escapar del cepo. Muchos fueron derribados pero los españoles dejaron escapar a la mayoría; al gobernador solo le interesaba Cuerno Verde. Todos los efectivos se cerraron sobre el jefe comanche y su séquito. Sin escapatoria posible, Cuerno Verde y los suyos se metieron en la zanja, echaron pie a tierra y, parapetándose tras los caballos, ofrecieron una última resistencia. Cuerno Verde disparaba su rifle y mientras otro se lo recargaba mantenía a los enemigos a raya con la lanza. Con él se defendieron su hijo primogénito, su pujacante -hechicero-, otros cuatro jefes tribales y diez guerreros de su escolta. Cubiertos desde las alturas por sus compañeros, los dragones de cuera blandieron sus espadas y se lanzaron sobre el reducto. En apenas unos minutos de sangriento combate, todos los comanches habían muerto.

Los hombres de Anza celebraron con gritos de júbilo la muerte del enemigo más odiado de toda la frontera del norte. En aquel reducto yacían los cadáveres de aquellos que habían liderado las expediciones más crueles y despiadadas contra Nuevo Méjico. En su diario, Anza dejo constancia de la valentía de Cuerno Verde y escribió:

“Su muerte aseguran todos los nuestros será bien llorada de sentimiento [entre los comanches], pero creo no excederá á lo que de placer lo han hecho nuestras gentes…”

El día 7 de septiembre la expedición llegó a Taos lo que indicaba que por fin habían vuelto a suelo español después de tres semanas en la Comanchería. La población había sido atacada hacía unos días por Cuerno Verde, tal como informaron las prisioneras a Anza, pero para alivio de los españoles la encontraron intacta y fueron recibidos con alegría por el alcalde y los habitantes, que habían resistido durante dos días el asedio de los comanches. Los colonos no cupieron en sí de gozo cuando supieron que el mismo que les había puesto bajo sitio hacía unos días yacía ahora en el fondo de una zanja en medio de la Comanchería. Desde Taos la expedición volvió a Santa Fe el viernes 10 de septiembre de 1779.

Después de la Batalla de Cuerno Verde

La enorme importancia de la victoria de Juan Bautista de Anza se reveló con el tiempo. Los ataques comanches casi desaparecieron, reducidos a irrisorios robos en los pueblos más alejados. Las distintas tribus se enzarzaron en disputas entre sí y ya no volvería a surgir un líder carismático como Cuerno Verde. No obstante, Anza solo había cumplido la mitad de la misión que le encargó el virrey: había castigado a los comanches y acabado con la amenaza de Cuerno Verde, pero todavía quedaba lograr la paz en la región. Sabía que su victoria no valdría más que todas las que la habían precedido si no aprovechaba la debilidad de los comanches para asegurar la estabilidad en Nuevo Méjico. Presionó a los notables comanches para que firmasen tratados con España mezclando la actitud reconciliadora con la constante amenaza de dar un nuevo golpe de autoridad. Los ancianos jefes no tenían el ardor guerrero de Cuerno Verde ni querían acabar como él y, pese a grandes disputas con los sectores más belicosos, fueron paulatinamente aviniéndose a una relación de colaboración tutelada con el reino de España. En 1786 el jefe Ecueracapa, el más importante de la nación comanche muerto Cuerno Verde, firmó la paz con los españoles y sus aliados utes. Desde entonces y durante los 35 años que permanecerían aquellas tierras bajo dominio español, los comanches solo volvieron a pisarlas para comerciar en las ferias locales.
Juan Bautista de Anza en su estampa habitual. Un
auténtico hombre de la frontera, heredero de aquellos
que reconquistaron España a los moros.
El tocado de búfalo de Cuerno Verde fue recogido por los soldados de Anza y enviado al rey Carlos III, el cual lo regaló al Papa. Actualmente forma parte de la colección de los Museos Vaticanos.

Juan Bautista de Anza es recordado en el suroeste de Estados Unidos y norte de Méjico como uno de los hombres que ayudó a llevar la civilización a aquellas tierras perdidas en un confín del mundo. Sus estatuas en San Francisco o Hermosillo (Sonora) han inmortalizado a lomos de su caballo y en actitud altanera a este militar y explorador que jamás pisó España pero dedicó su vida a ella. Es uno de los muchos hombres reales, por más que sus vidas parezcan de ficción, que crearon esa historia de cuando el Oeste era español.

 



[1] Pedro B. Pino, Noticias Históricas y Estadísticas de la antigua provincia del Nuevo Méjico. Cádiz, 1812. Pino dirigió tropas contra los comanches y estuvo presente en la victoria de don Carlos sobre Cuerno Verde en 1777.
[2] Este durísimo enfrentamiento se describe en una obra de teatro corta llamada Los Comanches escrita por un autor anónimo que se cree tomó parte en el combate. La obra fue muy exitosa en su tiempo y aun hoy se representa anualmente en el pueblo estadounidense de Alcalde (Nuevo Méjico).
[3] Juan Bautista de Anza; Diario de la Expedición de 1779: http://anza.uoregon.edu/anza79sp.html