"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










sábado, 28 de enero de 2012

Otumba, un monumento al heroísmo

A lo largo de la Historia, ha habido un puñado de combates que se han erigido como monumentos eternos al valor. De entre ellos, Otumba podría aspirar sin ningún rubor al primer puesto. Aquel 7 de julio de 1520 los hombres de Cortés legaron a la Historia uno de los mayores actos de heroísmo que el mundo ha contemplado. Cansados, heridos y en inferioridad numérica, los españoles y sus aliados tlaxcaltecas libraron un combate a la desesperada que decidió la suerte del todopoderoso imperio azteca.
La infamia de algunos supuestos historiadores posteriores para los que el odio a España era el guion según el cual escribían y la lamentable falta de interés de los españoles han cubierto la conquista de América de calumnias mientras se exalta el coraje de los colonos anglosajones que, en su conquista del oeste, exterminaron a la población nativa de Norteamérica. Este proceso de demonización de la conquista española requería manipular todo episodio glorioso para convertirlo en perverso. En muchos casos lo consiguieron, como con la batalla de Cajamarca. En otros, la verdad era demasiado impresionante como para deformarla, por lo que se ocultó para tratar de que se olvidase con el tiempo. Otumba es una víctima de esto último. Pero el heroísmo de los que lucharon aquel día y la memoria de los que dejaron su vida allí ha conseguido trascender hasta hoy.

Cortés en Tenochtitlan
Hernán Cortés, un hidalgo extremeño de poca monta, desobedeciendo las órdenes de su superior, el gobernador de Cuba Diego Velázquez, había dirigido una pequeña expedición hacia el interior del desconocido continente americano. Su intención: derrocar al imperio mexica, comúnmente llamado azteca, que según los indios de la costa era la mayor potencia de América central. Observando a sus escasos quinientos hombres, cualquiera hubiese dicho que el joven Cortés no se encontraba en sus cabales. Lo mismo que dijeron muchos griegos cuando Alejandro Magno marchó contra el imperio persa.
En un año Cortés había llegado a la capital del imperio, la impresionante Tenochtitlan, erigida sobre las aguas del lago Texcoco. Por el camino se había aliado con los pueblos sometidos al despótico dominio azteca, incrementando su fuerza con unos cientos de indígenas, en su mayoría aguerridos tlaxcaltecas, los únicos que se oponían a los aztecas. El tlatoani, el emperador azteca, era a la sazón Moctezuma II, un hombre con dieciséis años de experiencia en el trono que le habían enseñado a ser prudente. En la ciudad de Cholula, en la que acamparon los españoles, organizó una emboscada para acabar con Cortés, pero el extremeño se percató y solucionó el problema con una matanza. Después de esta demostración de fuerza, Cortés llegó a Tenochtitlan y Moctezuma le recibió pacíficamente. Los españoles y sus aliados recibieron alojamiento en la ciudad y el tlatoani y Cortés empezaron un juego de diplomacia para tratar de averiguar lo máximo del contrario. Ambos se enfrentaban a razas completamente desconocidas, con culturas muy distintas y entre las cuales se habría una brecha temporal de más de 2000 años. Poco a poco Cortés se fue haciendo con el control, ganándose la confianza de Moctezuma. Su objetivo era convencerle de someterse al César Carlos. Si Gonzalo Fernández de Córdoba había sido “el hombre que ganó un reino”, Cortés esperaba ser “el hombre que ganó un imperio”.
Pero era obvio que el sueño de un sometimiento pacífico jamás se haría realidad. Los aztecas y los españoles solo tenían en común dos cosas: la predisposición a la guerra y el orgullo patrio. Esto no ayudaba precisamente a la convivencia. Los españoles, siempre dispuestos a matar en combate, apretaban las empuñaduras de sus espadas con frustración ante el sacrificio masivo de seres humanos que los aztecas llevaban a cabo de continuo. Eran tiempos difíciles y más que nunca el pueblo mexica necesitaba contentar a sus dioses con la ansiada sangre humana. El mismo Cortés, considerando su posición en la ciudad suficientemente fuerte, destruyó varios ídolos de uno de los principales templos. Los altercados religiosos, así como otros más mundanos que no nos han llegado pero que de buen seguro ocurrieron, empezaron a crear una sensación de peligroso malestar en la capital azteca. Entre la población iba creciendo el odio hacia los extranjeros, que paseaban por Tenochtitlan como si fuese suya y blasfemaban ofendiendo a los dioses.
A mediados de mayo Cortés fue informado de que un contingente español había desembarcado con órdenes de apresarle. Diego Velázquez no quería saber nada de imperios y conquistas y encomendó al capitán Pánfilo de Narváez capturar al loco de Cortés y llevarlo a Cuba. Los problemas se multiplicaban pues la casta sacerdotal de Tenochtitlan, el colectivo más amenazado por los españoles y la extraña religión sin sangre que promulgaban, anunció que los dioses pedían la expulsión o muerte de los extranjeros. Cortés sabía que su única oportunidad de derrotar a Narváez era atacándole rápido y por sorpresa, por lo que salió en busca del enviado del gobernador con gran parte de su ejército. En la agitada capital dejó a ciento veinte hombres al mando de Pedro de Alvarado, uno de sus más leales capitanes. El tiempo demostró que fue uno de los pocos errores del extremeño.
Hernán Cortés, según el maravilloso Augusto Ferrer Dalmau.
El hidalgo extremeño supo combinar astucia, audacia y carisma
para culminar una gesta equiparable a la de Alejandro Magno


La Noche Triste

A pesar de la valentía de Narváez, que herido en el ojo y abandonado por sus hombres se defendió solo hasta que las llamas le obligaron a abandonar el cobertizo en el que se hallaba, Cortés derrotó a las tropas del gobernador con extremada facilidad. La llamada batalla de Cempoala se saldó con apenas veinte muertos y la reconciliación de los contendientes, que se unieron animosamente al ejército del hidalgo extremeño. Así, victorioso y con más hombres, Cortés volvió a Tenochtitlan.
La llegada no fue para nada gloriosa. Calles vacías, signos de lucha y ningún indicio de vida. Los extrañados españoles alcanzaron el palacio que les servía de cuartel y lo encontraron fortificado y con evidentes señales de asedio. Alvarado les recibió tratando de explicar lo acontecido. No sabemos que diría exactamente el capitán, pero parece ser que la verdad no le favorecía mucho. Con la tensión casi insoportable y los aztecas más hostiles desde la salida de Cortés, los tlaxcaltecas que se habían quedado con Alvarado informaron al capitán de que los aztecas preparaban una revuelta. Jamás sabremos si era cierto, se ha alegado que los aliados indios engañaron a Alvarado llevados por la ancestral enemistad entre los pueblos, pero parece poco probable que los tlaxcaltecas, por mucho que odiasen a los aztecas, fuesen tan idiotas de inventar esa mentira estando en mitad de Tenochtitlan y en una abrumadora inferioridad. Alvarado era un soldado, con todo lo bueno y lo malo que esto implica. No era diplomático. La nobleza mexica se había reunido para la ceremonia anual de sacrifico de un muchacho a los dioses. Alvarado y sus hombres irrumpieron y acabó sacrificado todo indio que por allí había. La ciudad entera se alzó contra ellos. Pero Alvarado era un soldado, para lo bueno y para lo malo, y consiguió replegarse al palacio de Axayácatl y fortificarlo, además de retener a Moctezuma y varios miembros de su corte como rehenes. Así les encontró Cortés.
Durante días, los españoles y los tlaxcaltecas defendieron el recinto de Axayácatl de los furibundos aztecas, pero era cuestión de tiempo que muriesen todos, bien de hambre o bien en el altar, dependiendo de que tal fuese la defensa. Cortés pidió a Moctezuma que hablase a su pueblo y le calmase, a lo que el tlatoani accedió a cambió de la libertad de su hermano Cuitlahuac. Cumplida la condición, Moctezuma salió al balcón y trató de tranquilizar a su pueblo. Su fin es conocido, a los aztecas no les gustó que su emperador defendiese a los aborrecidos extranjeros, y lo mataron a pedradas. La última oportunidad de Cortés expiró después de cuatro días de agonía.
Solo quedaba una opción: salir de allí. La noche del 30 de junio al 1 de julio de 1520 llovió. Los españoles abandonaron en silencio Axayácatl llevando sus cañones, sus caballos y  grandes cantidades de oro. Iban con ellos sus aliados tlaxcaltecas, varios porteadores, traductores, sacerdotes y mujeres. La mayoría de ellos no saldría de la ciudad. Los aztecas esperaban su salida y se abalanzaron sobre ellos. Se desató el infierno en Tenochtitlan mientras a la carrera los españoles se habrían paso a espadazos. La “Noche Triste” no fue la pretendida huida desesperada que se ha presentado, un “sálvese quien pueda” en el que con maligno interés se ha recalcado como el oro ralentizó la marcha y fue la perdición de muchos. No se ha querido mencionar que también ralentizaban los civiles que los aztecas asesinaban sin compasión de maneras espantosas, ni que además de por salvar el oro, muchos soldados murieron por retroceder para proteger a las mujeres y los sacerdotes. No se ha mencionado como Alvarado, con el que los anglosajones y sus semejantes han gustado de ensañarse por la matanza anteriormente mencionada, dirigió la retaguardia y resistió para dar tiempo a los demás, salvándose in extremis y solo cuando nadie quedaba detrás de él. No se ha mencionado como Cortés, una vez a salvo en la orilla, espada en mano volvió al infierno para seguir luchando. La “Noche Triste” fue triste por la de vidas que se perdieron, pero nunca fue la humillante huida de los españoles que a muchos les hubiese gustado.
El camino a Otumba
Tras la victoria, los aztecas se entretuvieron festejando con gran pompa y boato su triunfo sobre los despreciados españoles. Estaban muy ocupados conduciendo a los prisioneros castellanos y tlaxcaltecas hacia los altares, ofreciendo sus corazones a los dioses y devorando sus cuerpos como para perseguir a los supervivientes. Además, eran pocos y estaban derrotados, ya no constituían un peligro. Eso creían los aztecas, que pronto comprobarían lo obstinados que eran los españoles.
Cortés reagrupó a su tropa y se produjo el terrible recuento. Seiscientos españoles habían quedado en Tenochtitlan, bien en el fondo de los canales, bien en los altares de los templos. Los aliados tlaxcaltecas llevaron la peor parte, pues solo cien habían quedado del millar que salió de Axayácatl. Muchos caballos habían muerto, todos los cañones se habían perdido y los arcabuces que les quedaban estaban arruinados por la pólvora mojada. Seguramente aquel reducido y maltrecho contingente se hubiese entregado al pánico de no ser por su comandante. Cortés no se rendía, animó a sus hombres a seguir adelante. “Vamos, que nada nos falta” fueron sus palabras. Ante aquella demostración, los españoles y los tlaxcaltecas aferraron sus armas y apretaron los dientes, dispuestos a seguir a Cortés a dónde quisiese llevarles. A fin de cuentas, tanto unos como otros eran orgullosos pueblos de guerreros para los que la derrota no era una opción.

Cortés y sus capitanes sabían que debían llegar a Tlaxcala, donde podrían reponer fuerzas y preparar la revancha. Para ello, eligieron bordear el lago Texcoco por el norte. La marcha fue dura y penosa. Los indios, enardecidos, les hostigaron con fiereza pero sin orden. El hambre les atacaba con aun más saña. Pero Cortés cabalgaba decidido y con la cabeza alta, tan animoso como siempre. Y así lo hacían Alvarado, Sandoval, Olid y todos los capitanes. Hidalgos castellanos para los que la derrota no era más que un inconveniente. Sus soldados les seguían aguantando estoicamente. Ellos sabían donde se metían cuando zarparon para el Nuevo Mundo, nadie les había obligado. Habían seguido a Cortés porque creían en él, y el extremeño les había hecho dioses. Por un tiempo habían rozado con los dedos la gloria de la conquista, y no iban a permitir que se les escapase. Eran hombres acostumbrados a la guerra y al hambre, que conocían a su enemigo y estaban en paz con Dios. Además, eran españoles.

Una batalla para la posteridad

El 7 de julio de 1520 llegaron al valle de Otumba. Ante ellos encontraron formada una marea de indios que bloqueaba el camino. Los españoles recorrieron con la vista el contingente enemigo. Miles de guerreros, con sus macanas, lanzas y arcos, con sus pendones y estandartes ondeando, les aguardaban. En las primeras líneas se agrupaban las cofradías militares del Jaguar y del Águila, cuyos miembros, con sus trajes que imitaban a estos depredadores, conformaban la élite del ejército azteca. Los aztecas habían pregonado su victoria sobre los extranjeros y las cabezas barbadas de los españoles enviadas a las ciudades aliadas habían sido una elocuente muestra de que ni los misteriosos “dioses” podían vencer al poder mexica. La Triple Alianza, compuesta por Tenochtitlan y las vecinas Texcoco y Tacuba, había reunido a todos sus efectivos para terminar el trabajo empezado la “Noche Triste”. Los sacerdotes habían sido muy claros, los dioses pedían la sangre de todos los españoles y no faltaban guerreros dispuestos a conseguir el favor de alguna deidad llevando a un orgulloso español hasta el altar. Aquel día en Otumba todo indio esperaba poder capturar a algún extranjero. La guerra ya estaba ganada, aquello era ante todo una oportunidad de ganar gloria y recuperar el prestigio de los invencibles aztecas.
Así lo pensaban los nobles de Tenochtitlan y así lo creía el nuevo tlatoani Cuitlahuac. Aquella tarea se encomendó a la segunda persona más importante del imperio, el ciuacoatl Matlatzincatzin. Este era la mano derecha del emperador, su gran visir y comandante en jefe del ejército. También era el sumo sacerdote de Ciuacoatl, “la Mujer Serpiente”, una salvaje deidad de los inframundos de la que tomaba el nombre de su cargo. Portando el estandarte sagrado de su rango, Matlatzincatzin aguardaba rodeado de sus generales la llegada de Cortés, al cual esperaba poder sacrificar en nombre de su diosa.
Cuando los españoles vieron el enorme ejército que se hallaba ante ellos, supieron que iban a morir. No había ninguna oportunidad, habían llegado al final de la aventura. Conscientes de ellos, se encomendaron a Dios y decidieron que fuese un final memorable. Dejarían el mundo como cristianos, en paz con el Señor, y como españoles, con la espada chorreando sangre india. Todos sabían el destino que los aztecas deparaban a los prisioneros. Ningún español más regaría con su sangre un templo pagano.
A la orden de sus capitanes, los escasos cuatrocientos españoles, heridos y hambrientos, formaron ante el rugiente océano enemigo. Los piqueros se colocaron tras los rodeleros, mientras los ballesteros formaban alas dispuestas a cubrir a sus compañeros. Santiguándose o maldiciendo, todo español ocupó su puesto. A su lado se situaron los cien fieles tlaxcaltecas, miembros de un linaje guerrero cuyo odio hacia los aztecas se remontaban hasta perderse en la memoria. Ningún tlaxcalteca traicionaría aquel día a sus aliados, aquellos misteriosos hombres venidos del mar que les habían ayudado a entrar en Tenochtitlan no como materia prima para sacrificios, sino como conquistadores.
Cortés agrupó a sus pocos jinetes. De ellos dependería la batalla. El ejército de la Triple Alianza era íntegramente infantería y bastante desorganizada. Los caballeros podían atacar y retirarse con relativa seguridad. A una señal, el ciuacoatl  ordenó atacar a sus hombres, y miles de indios se abalanzaron contra el medio millar de hombres de Cortés. Antes de que se produjese el choque, los jinetes castellanos arremetieron contra la marea, sorprendiendo a los aztecas. La fuerza de la galopada les introdujo en mitad del ejército enemigo, arrollando enemigos bajo los cascos de los caballos y golpeando a diestro y siniestro con las lanzas. Las anárquicas filas indias apenas podían reaccionar mientras los jinetes se abrían paso sangrientamente. Antes de que pudiesen cercarles, los caballeros volvieron grupas y se alejaron del combate, mientras los indios maldecían con impotencia. Esa distracción sirvió para que la línea de infantería de Cortés se preparase para recibir la carga. Los virotes de ballesta silbaron en el aire antes de clavarse en la carne americana. Las flechas indias surcaron el cielo y cayeron sobre las rodelas alzadas, no sin derribar a algún español.
El cruce de proyectiles duró poco, pues ambos bandos estaban deseosos de entablar combate cuerpo a cuerpo. La furia azteca se estrelló contra los escudos y picas de los españoles, que clavaron el pie de apoyo en tierra y aguantaron con firmeza la embestida. Los indios golpeaban con sus macanas tratando de arrastrar a los españoles fuera de la formación para capturarlos vivos. Estos, por su parte, no se andaban con tantos remilgos, acuchillando sin piedad a todo indio que se ponía al alcance. Con metódica y fría eficiencia, los rodeleros se cubrían, desviaban el golpe, esperaban a que el rival alzase el arma y clavaban la espada hasta la guarda en el pecho del contrincante. Tal y como lo hacían los antiguos legionarios romanos. El combate, con la valentía y la furia azteca contra la disciplina y la habilidad española, se asemejaba mucho a alguna de las batallas entre bárbaros y romanos.
Entretanto, Cortés y sus jinetes seguían cargando y retirándose, la especialidad de la caballería ligera castellana, aprendida de unos auténticos maestros, los moros. El hidalgo extremeño, enfundado en su armadura, espada en mano, invocando al Espíritu Santo, cruzaba las líneas indias como un terrible dios de la guerra. Las flechas rebotaban en su adarga y los golpes resbalaban en su armadura. Los furibundos indios se lanzaban en pos de los caballos en cuanto los veían aparecer, pero los hábiles españoles siempre se zafaban de sus atacantes antes de ser acorralados, escapando tras dejar unos cuantos cadáveres tras de sí. Retomaban el aliento sobre una colina, buscaban el siguiente punto sobre el cuál lanzarse y, bajando las lanzas, espoleaban a sus monturas de vuelta al combate.
El hostigamiento de la caballería permitía a los infantes mantener la línea al distraer a gran parte de los enemigos y descargar presión. Aun así, la aplastante superioridad numérica empezaba a hacerse notar. Los españoles reculaban lentamente, dejando decenas de indios tendidos por cada paso atrás, pero solo era cuestión de tiempo. Además, los tlaxcaltecas no aguantarían mucho más. En su flanco la igualdad en el equipamiento y la habilidad hacía que el número marcase la diferencia, y cada tlaxcalteca debía hacer frente a varios aztecas. Las cargas de la caballería trataron de apoyar a los bravos aliados, pero estaba claro que los guerreros de Tlaxcala estaban en las últimas.
El combate se había prolongado por varias horas. Los primeros síntomas de cansancio empezaban a aparecer, pero los hombres de Cortés combatían ayudados por dos aliados: el odio y la desesperación. El recuerdo de todos los camaradas asesinados en la “Noche Triste” daba fuerza a cada golpe asestado, y la certeza de hallarse ante su fin convertía a aquellos formidables combatientes en poco menos que invencibles. Cada vez menos, retrocediendo sin dejar de luchar, los españoles y los tlaxcaltecas veían acercarse la hora final. Pronto iban a reunirse con los compañeros perdidos en Tenochtitlan.
Cortés y sus jinetes contemplaron el campo de batalla después de la enésima carga. Retomando el aliento, recorrieron el valle con la vista y vieron la que sin duda consideraron última estampa de la expedición. Después de todo, no era mala forma de morir.
De pronto, Cortés repara en algo que no había visto. Sobre un promontorio se elevan varios estandartes de distintos aristócratas aztecas. Entre ellos destaca un enorme estandarte negro con una cruz blanca sobre fondo rojo. Es la enseña del ciuacoatl Matlatzincatzin. Probablemente Cortés supiese de la importancia de aquel individuo tras varios meses en contacto con la corte de Moctezuma. Puede que hubiese llegado a conocerle en Tenochtitlan. Sin duda alguna, es el comandante en jefe. A esas alturas Cortés debía saber que en Mesoamérica la muerte del general se consideraba el fin del combate. Dios no ha abandonado a sus fieles españoles. Las oraciones han obtenido respuesta. Solo un milagro podía salvarles y precisamente un milagro se presenta a Cortés.
El extremeño se baja la visera del casco y toma aire antes de dar la orden. Lo que haga en los siguientes minutos va a decidir su suerte, la de sus hombres y la del imperio azteca. Se santigua y, al grito de “Santiago y cierra España” lanza su caballo hacia el estado mayor azteca. Cinco jinetes siguen a Cortés hacia la muerte o la victoria: Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Juan de Salamanca. El ejército de la Triple Alianza está fragmentado tras varias horas de lucha ininterrumpida y la fuerza de la acometida sorprende a todos. Los seis españoles atraviesan todo el contingente enemigo sin detenerse. La mayoría de los combatientes se percata muy tarde de las intenciones de los españoles. Antes de que puedan detener la carga, los jinetes alcanzan la loma y arremeten contra el estado mayor. Las lanzas se astillan al atravesar de parte a parte a los comandantes aztecas, cuyas armaduras de algodón poco pueden hacer contra el acero de Castilla. Juan de Salamanca divisa a Matlatzincatzin. El ciuacoatl va vestido como si de la “Mujer Serpiente” se tratase. Su atavío es negro de pies a cabeza, enormes garras adornara sus pies y manos y el yelmo imita una calavera sonriente. Pero el español no se amedrenta ante el siniestro aspecto del indio. De un certero lanzazo derriba a la mano derecha del tlatoani y, en medio del caos, le arrebata el estandarte.
Juan de Salamanca cabalgaba con el estandarte
del ciuacoatl
Cuando los guerreros de la Triple Alianza vieron a los jinetes castellanos enarbolar el estandarte de su general, dieron la batalla por perdida. La tradición mesoamericana estipulaba que la muerte del general era el fin del combate y, a pesar de rozar la victoria, los indios huyeron en desbandada. Para su desgracia, las normas en España eran otras, y la batalla no termina hasta que el vencedor decide. Repuestos de la sorpresa, los soldados que hacía unos instantes se veían muertos se lanzan en pos de los aztecas masacrándolos en su huida. La desesperación hizo presa de los vencidos: su sumo sacerdote había sido derribado y pisoteado por aquellos extranjeros, a los que ni las fuerzas de Tenochtitlan, Tacuba y Texcoco unidas podían vencer. Aquel día, los aztecas se convencieron de que sus dioses les habían abandonado. Aquel día significó el final del imperio azteca.

Después de Otumba

Cortés y sus hombres llegaron a Tlaxcala no derrotados y pidiendo cobijo, sino como orgullosos vencedores. Su aura de invencibilidad se había no ya recuperado, sino acrecentado. Los tlaxcaltecas mostraron su apoyo incondicional a los extranjeros que habían humillado al todopoderoso imperio azteca. Y pronto les siguieron varios pueblos más.
La derrota de Otumba fue un golpe moral del que los aztecas ya no se recuperaron. Sin confianza en si mismos, convencidos de enfrentarse a demonios invencibles, tuvieron que tragarse su orgullo, que era mucho, y pedir ayuda a sus feudos. Por primera vez recurrían a ellos como algo más que como fuente de sacrificios humanos, y obviamente le respuesta fue muy clara.  Nadie quiso ayudarles. Solos, derrotados, desesperados y humillados, los aztecas vieron con certeza el fin de su reinado cuando Cortés reapareció a orillas del lago Texcoco con su ejército reorganizado y reforzado. El valor era propio del pueblo azteca, y hasta en aquella situación los antaño dueños de Centroamérica lucharon hasta el final. Pero todo era inútil contra la determinación de los españoles.
El sitio de Tenochtitlan fue la larga y sangrenta agonía del imperio azteca, pero el golpe que lo hirió de muerte se propinó en el valle de Otumba.