El Sol, radiante en lo alto de un
cielo despejado, abrasa las yermas lomas, haciendo arder las cotas de malla y
los yelmos. Apenas hay viento y los pendones cuelgan de las astas tan inmóviles
como los hombres que los portan. Las ocasionales maldiciones cesan a una señal
y, como un solo ser, el ejército entero se arrodilla y se sume en un silencio
devoto, orando una última vez. Es la mañana del 16 de Julio del año 1212. Los
guerreros cristianos se preparan para la batalla que saben que decidirá si la
Península Ibérica, y con ella el frente occidental de la Cristiandad, cae en
manos del Islam. Lo que no pueden
siquiera imaginar es que sus actos en ese día sentarán las bases de una nueva
nación bajo cuya bandera lucharán castellanos, aragoneses, leoneses y navarros
sin distinción. Una nación que con el paso del tiempo no solo recuperará
Al-Andalus, sino que llevará la Cruz hasta los más lejanos confines del mundo.
Una nación que, aun ochocientos años después de su gesta, recordará lo que
hicieron aquel 16 de Julio en las Navas de Tolosa.
Para los españoles de la época,
aquella fue “La Batalla”. El momento culminante del enfrentamiento entre el
Cristianismo y el Islam por la posesión de la Península Ibérica. La batalla de
las Navas de Tolosa fue ya en su tiempo considerada un hito en la Reconquista,
pero la perspectiva que da el correr de la Historia ha elevado su importancia
al nivel de leyenda. Las consecuencias inmediatas fueron considerables, pues la
amenaza del Imperio Almohade quedó anulada para siempre y los musulmanes
perdieron su última oportunidad de imponerse sobre los reinos cristianos de la
Península. Pero a largo plazo las Navas de Tolosa representó la primera piedra
de una España guerrera y unida por la religión que conquistaría medio mundo.
Por ello, el pasado lunes 16 celebramos el octavo centenario de una gesta que
determinó el nacimiento de nuestra nación.
La Derrota de Alarcos
No se puede explicar la victoria
de las Navas de Tolosa sin hablar antes de la derrota de Alarcos. Para finales
del siglo XII, los cristianos llevaban casi quinientos años combatiendo contra
los musulmanes para recuperar los territorios que habían perdido al caer el
reino visigodo, a la vez que luchaban entre sí por afianzar las fronteras de
los distintos reinos. Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón ocupaban la
mitad norte de la Península, en constante pugna unos con otros. Los cristianos
se hallaban muy atrasados con respecto a la civilización árabe, pero habían
resistido gracias a la fe y el coraje, forjándose como pueblos guerreros, poco
dados a las artes, las ciencias o los placeres pero siempre dispuestos a
combatir. La España cristiana era un mundo en el que desde el rey hasta el más
miserable siervo eran, ante todo, guerreros, y compartían el espíritu belicoso
y la profunda fe que conformaban el alma de estos pueblos.
Estos aguerridos hombres habían
ido avanzando hacia el sur en un lento proceso de reconquista y repoblación de
las tierras ocupadas por los moros, aprovechándose de los auges y declives
sucesivos que sufría el Al-Andalus. Cuando los musulmanes estaban unidos bajo
un poder fuerte, como el Califato de Córdoba o el Imperio Almorávide, el avance
cristiano se detenía, pero cuando se fragmentaban en débiles e indolentes
reinos de taifas, la Reconquista tomaba impulso. Desgraciadamente, el enemigo
al que tenían que hacer frente los cristianos de las últimas décadas del siglo
XII era tal vez el más fuerte y peligroso de cuantos habían venido del otro
lado del Estrecho: el Imperio Almohade.
Los almohades eran un movimiento
islámico radical cuyo origen se situaba hacia el 1120 en las fieras tribus
bereberes del Atlas. Su fundador, Mohamed Ibn Tumart, proclamó la necesidad de
una vuelta a la ortodoxia religiosa que purificase las viciosas costumbres que
habían adoptado los musulmanes del Magreb y Al Andalus. Bajo el principio
fundamental de la existencia de Alá como
dios único y diferenciado del resto de la Creación, guio a sus seguidores
contra los almorávides, que habían relajado su interpretación del Corán con los
años. En 1130, Ibn Tumart murió, pero sus sucesores continuaron la lucha contra
los almorávides en un largo conflicto por todo el Magreb. Esta división en el
Islam favoreció a los reinos cristianos, especialmente Castilla, que
recuperaron varias plazas llevando la frontera entre las dos religiones hasta
las tierras de la Mancha. A mediados del siglo XII, los almohades desembarcaron
en España y sometieron a los moros andalusíes. Así, se creó un periodo de statu quo en la Península mientras los
almohades subyugaban a los rebeldes andalusíes y los cristianos peleaban entre
sí.
En 1187, el reino de Jerusalén,
en manos cristianas desde la Primera Cruzada (1096-1099), fue conquistado por
el célebre Saladino. La Cristiandad se revolucionó ante la pérdida de los
Santos Lugares y surgió un sentimiento de revancha contra los infieles. Así,
Francia, Inglaterra y el Sacro Imperio aunaron fuerzas para la Tercera Cruzada.
En España también se sintió este fenómeno, especialmente en las tierras de
Castilla. Regido desde hacía veinticinco años por el enérgico Alfonso VIII,
este reino había ido ganando importancia hasta liderar claramente la lucha
contra el Islam. Los primeros años de reinado de Alfonso estuvieron marcados
por una guerra civil entre las familias Castro y Lara y las posteriores
disputas fronterizas con Navarra y, muy especialmente, León. Alfonso se impuso
a todos sus rivales y colocó a Castilla como primera potencia entre los reinos
cristianos hispánicos. Pero todas estas guerras no eran para el rey castellano
sino premisas necesarias para poder desatar el verdadero enfrentamiento contra
la amenaza almohade. Alfonso aprovechó el golpe moral de la perdida de
Jerusalén para resolver (favorablemente para sí) sus problemas con León y
Navarra y en 1194 no renovó la tregua que mantenía con el Califa almohade, lo
que equivalía a una declaración de guerra. Convenció al rey de León, Alfonso
IX, de que hiciese lo propio y se sumase a su lucha contra los musulmanes. Los
almohades no tardaron en darse cuenta de la amenaza que el belicoso Alfonso
VIII suponía y en respuesta convocaron la guerra santa contra Castilla. El
dominio almohade se extendía por entonces desde Portugal hasta Trípoli, por lo
que sobre Alfonso caería toda la fuerza de un imperio diez veces más grande que
Castilla.
El Califa Abu Yusuf Ibn Yakub
cruzó el Estrecho con un gran ejército de bereberes y voluntarios árabes, a los
que se sumaron los moros andalusíes, y avanzó hacia Castilla. Alfonso convocó a
sus huestes en Toledo, la punta de lanza de las tierras castellanas. A su
llamamiento acudieron además las órdenes militares: El Temple, San Juan,
Calatrava y Santiago. Alfonso IX y sus caballeros leoneses debían unirse
posteriormente, pero cuando llegaron noticias del ejército de Ibn Yakub,
Alfonso VIII se hizo fuerte en la fortaleza de Alarcos (Ciudad Real), sin
esperarles. El 18 de julio de 1195 los dos ejércitos chocaron. Los cristianos
recurrieron a su clásica, por no decir única, táctica: la carga de caballería.
Los caballeros pesados de Castilla barrieron al centro del ejército musulmán,
pero estos no cedieron y fueron desgastándolos. Después de horas de combate y
sucesivas cargas, los caballeros se dieron cuenta de que habían sido
flanqueados por la caballería ligera mora. Cansados y rodeados, los cristianos
sufrieron una derrota total. Alfonso VIII logró escapar mientras los cristianos
que consiguieron romper el cerco se refugiaron en Alarcos, dirigidos por Diego
López de Haro, el cual consiguió una rendición ventajosa. Con Alarcos, los
almohades llevaron sus fronteras hasta Toledo, que a punto estuvo de caer, y
frenaron en seco las aspiraciones de los reinos cristianos, que aterrorizados
por el descalabro castellano se apresuraron a firmar treguas con Ibn Yakub.
Preparando el desquite
Castilla estuvo a poco de
desmoronarse tras el fracaso de Alarcos pues todos sus enemigos, que eran
muchos, aprovecharon para atacarla. Los almohades campaban por la Mancha
arrasando y saqueando y León y Navarra ocuparon las plazas fronterizas sobre
las que tenían reclamaciones. El reino castellano se sobrepuso gracias al
decidido liderazgo de Alfonso VIII y al apoyo de la Iglesia Católica, que sabía
que Castilla era el único reino capaz de liderar la lucha contra el Islam.
Alfonso consiguió una paz no exenta de recelos con León mediante la diplomacia
y, sacando fuerzas de la flaqueza, se lanzo sobre Navarra y demostró cuan
equivocado estaba su rey Sancho VII El
Fuerte al creer que Castilla no tenía ya fuerza para mantener su liderazgo
entre los reinos cristianos. El vapuleado rey de Navarra tuvo que abandonar sus
aspiraciones a regañadientes presionado además de por los ejércitos castellanos
por las condenas que desde Roma llegaban a todo aquel que atacaba a Castilla en
vez de a los musulmanes.
Con las manos libres, Alfonso
empezó a preparar la revancha. El enérgico rey llevaba desde el mismo momento
en que huyó de Alarcos maquinando su desquite y, como todos los proyectos que
ideaba, no lo abandonó pese a todas las dificultades que se le presentaban. En
los últimos años del siglo XII, las órdenes militares se rehicieron y volvieron
a presentar batalla a los moros en las tierras fronterizas manchegas. En 1198
la Orden de Calatrava conquistó la fortaleza de Salvatierra (Calzada de
Calatrava, Ciudad Real), estableciendo una cabeza de puente cristiana que se
internaba en territorio almohade. Este hecho desencadenaría los acontecimientos
que terminan en la batalla de las Navas de Tolosa.
Los caballeros de Calatrava fueron la primera orden militar española y unos de los más obstinados enemigos de los moros. Jiménez de Rada alabó especialmente su actuación en las Navas de Tolosa. |
En 1209 Rodrigo Jiménez de Rada
fue nombrado arzobispo de Toledo[1]
y legado pontifico en las tierras hispánicas. El Papa Inocencio III, un
ferviente defensor de las Cruzadas y la lucha contra el Infiel, quería que los
cristianos españoles dejasen de pelear entre sí y uniesen fuerzas contra el
cada vez más amenazador Imperio Almohade, y con este cometido designó a Jiménez
de Rada, hombre de enormes cualidades, tan hábil diplomático como hombre de
armas. El nuevo arzobispo de Toledo pronto haría oír su voz en la corte
castellana y ganó el apoyo del rey, con el que compartía su visión de la
Reconquista. En 1210, Castilla no renovó la tregua con los almohades y comenzó
a respaldar las incursiones de las órdenes militares. El Califa Al-Nasir[2],
hijo de Ibn Yakub, pensó que los molestos castellanos estaban pidiendo otro
Alarcos para ponerles en su sitio y reunió a tropas de todo el imperio para una
nueva guerra santa, congregando a miles de voluntarios dispuestos a la yihad.
Paralelamente, Alfonso y Jiménez
de Rada preparaban a las huestes castellanas para el enfrentamiento. Habían
tirado el guante y Al-Nasir lo había recogido. Una vez concentrado el ejército
castellano en Toledo, con las mesnadas de los nobles, las milicias de los
concejos y los curtidos caballeros de las órdenes de Calatrava, Santiago, El
Temple y San Juan, Alfonso VIII buscó la ayuda de los demás reinos cristianos.
Había aprendido de Alarcos que Castilla sola no podía con el Imperio Almohade,
solo las Españas unidas tenían la fuerza necesaria. Pero sus relaciones con los
demás monarcas dejaban mucho que desear. Alfonso IX de León, por supuesto, se
negó a ayudar, pero en un acto de dignidad dejó que todo caballero leonés que
así lo desease pudiese acudir a reforzar a los castellanos, y no fueron pocos
los nobles de Galicia, Asturias y León que cabalgaron hasta Toledo. También
acudieron algunos portugueses, aunque a título personal, como los leoneses. Sancho
El Fuerte de Navarra aun recordaba su
reciente derrota frente a los castellanos y no quiso tomar parte en la campaña.
Por el contrario, Pedro II de Aragón, amigo personal de Alfonso VIII, acudió
con muchos de sus súbditos, llegando a Toledo incluso antes que el rey
castellano.
Mientras, Jiménez de Rada
recorrió Francia, Italia y Alemania entrevistándose con reyes, nobles y obispos
para buscar apoyos. Consiguió la adhesión de los obispos de Nantes, Burdeos y
Narbona, además de la participación de caballeros franceses e incluso algunos
italianos y alemanes. Inocencio III,
gran entusiasta de la campaña contra los almohades, desplegó una ingente labor diplomática cuyo principal
aporte fue declarar la expedición Cruzada. Instó a todos los obispos a predicar
en apoyo a los cruzados españoles y concedió indulgencia plenaria a quien
acudiese a luchar junto a Alfonso VIII. Además, a petición del rey castellano,
amenazó con la excomunión a quien atacase a los reinos implicados en la
Cruzada, medida especialmente dirigida a Alfonso IX de León.
Los cruzados extranjeros[3]
fueron llegando a Toledo. El Arzobispo Jiménez de Rada, terminada su gira por
Europa, se encargó de dirigir la logística del enorme ejército en su avance
hacia el Sur. Los gastos fueron cubiertos por Alfonso VIII y por la Iglesia.
Entretanto, Al-Nasir había conquistado Salvatierra a los calatravos, los cuales
resistieron un heroico asedio tiempo suficiente para que el ejército cruzado
estuviese listo. La noticia dio comienzo a la campaña, y los cristianos
partieron hacia el sur saliendo de Toledo el 20 de Junio. Al llegar a Alarcos,
lugar que todos tenían muy presente en su memoria, se presentó una gran sorpresa
que reforzó la moral cristiana: contra todo pronóstico y a pesar de su enemistad con Alfonso, Sancho El Fuerte de Navarra se unió a la hueste
con doscientos de sus mejores caballeros. Por primera vez, tres reyes
cristianos lucharían juntos contra los musulmanes.
Conforme el enorme ejército se
internaba en territorio enemigo, surgieron los problemas entre sus integrantes.
Ya en Toledo, los cruzados extranjeros habían provocado disturbios en la
judería y al pasar por Malagón ejecutaron a todos los moros que allí había, los
cuales habían ofrecido rendirse a cambio de sus vidas. Poco después trataron de
hacer lo mismo con la guarnición del castillo de Calatrava. Este comportamiento
era realmente el normal, pues una Cruzada era una lucha a muerte contra los infieles,
en la que no valían acuerdos ni se hacían prisioneros. Pero Alfonso VIII
esperaba incorporar esas tierras a sus dominios y no quería masacres que
diezmasen a sus futuros súbditos y suscitasen odios contra el monarca. Tras una
discusión, los ultramontanos alegaron que puesto que ni aparecía el Califa, ni
se les dejaba acabar con los infieles que encontraban, juzgaban inútil su
presencia en la campaña. Cansados además por el excesivo calor y la falta de
alimento que empezaba a hacer mella entre las huestes cristianas, la mayoría
volvió a sus tierras el 30 de Junio, perdiendo el ejército cristiano un tercio
de sus efectivos. Solo un centenar, al mando del arzobispo de Narbona y
Teobaldo de Blazón, se quedaron.
Mermado, el contingente cristiano
siguió avanzando, tomando las plazas moras por las que pasaba. Tras conquistar
de nuevo la fortaleza de Salvatierra, los tres reyes ordenaron acampar en
espera de informes sobre Al-Nasir. El Califa había decidido esperar a los
cristianos en tierras de Jaén, separado de los cristianos por las gargantas del
Muradal (Despeñaperros), donde había tomado posiciones ventajosas. El único
paso por el que podían cruzar era el de la Losa y los almohades aguardaban al
otro lado. Los cristianos avanzaron hasta acampar en Las Fresnedas, al otro
lado del paso. Las patrullas de reconocimiento certificaron que el único paso
era el de la Losa. Cruzarlo era impensable, pues sería caer de lleno en la
trampa almohade, pero no había víveres ni moral para dar un rodeo. Los reyes
convocaron un consejo de guerra y algunos sugirieron retirarse ante la
imposibilidad de forzar un combate provechoso, pero Alfonso no estaba dispuesto
a huir otra vez. No parecía haber solución para el dilema cristiano, pero esa
noche, según las crónicas de la época, Dios acudió en ayuda de sus fieles. Un
pastor reveló un paso que los moros no vigilaban. Guiados por el providencial
pastor, algunos caballeros cruzaron el paso y comprobaron que era practicable
para la hueste. Al amanecer del día 14 de Julio, los cristianos atravesaron el
posteriormente llamado Paso del Rey y acamparon, para enorme sorpresa de
Al-Nasir, enfrente del campamento almohade. El día siguiente fue domingo, por
lo que los cristianos se dedicaron a orar y prepararse. Los almohades, por su
parte, trataron de forzar el combate solo consiguiendo alguna escaramuza, por
lo que decidieron imitar a los cristianos. El choque sería al día siguiente, 16
de Julio.
La Batalla de las Navas de Tolosa
Los cristianos se levantaron
después de la medianoche, sabiendo que en cuanto amaneciese comenzaría la
batalla más grande de toda la Reconquista. Se ofició una misa y, tras comulgar,
caballeros y peones recibieron la absolución y se armaron para el combate.
Mientras el Sol se alzaba sobre los campos jienenses, el ejército se desplegó
frente al campamento almohade. Tras la retirada de los ultramontanos, su número
se estima entre 70.000 y 90.000.
La hueste se dividió en tres
cuerpos, cada uno al mando de un rey. Pedro II y sus aragoneses formaron en le
flanco izquierdo, Alfonso VIII con los nobles castellanos y las órdenes
militares, en el centro y Sancho VII y los navarros ocupaban la derecha de la
línea de combate. Tanto el cuerpo de Pedro como el de Sancho fueron reforzados
por las milicias de los concejos de Castilla, para igualar la profundidad en
todo el frente. Cada uno de estos cuerpos se dividía en tres líneas de
profundidad: la vanguardia, el centro y la retaguardia, desde donde dirigían
los reyes. El gran aporte de esta batalla a la táctica medieval fue la decisión
de desplegar juntos a las milicias de infantería y a los caballeros. Los cristianos
relegaron la táctica a un segundo plano durante buena parte de la Edad Media,
decidiendo sus batallas por el valor de las élites caballerescas que ganaban
las batallas a base de arrolladoras cargas, mientras la infantería hacía de
reserva o pantalla en caso de retirada. El caballero cristiano, a lomos de su
gran corcel, protegido por cota de malla, robusto escudo y casco, era un
guerrero formidable capaz de atravesar filas enteras de enemigos aplastándolos
bajo los cascos de los caballos y embistiendo con las lanzas de caballería. Tan
increíble era el poder de un grupo de estos jinetes que podían hacer huir
ejércitos enteros con una maniobra tan tosca y previsible como el brutal choque
frontal. Sin embargo, para tácticos hábiles, como solían ser los líderes
musulmanes, era fácil volver en contra de los caballeros sus virtudes y
atráelos hacia trampas donde su pesado equipo y poca movilidad se convertían en
desventajas. Aislados y sin apoyo de infantería, perecían invariablemente. El
valor y la fuerza bruta no bastaban ante un planteamiento astuto. Alfonso VIII
había visto cargar a sus caballeros hacia la perdición en Alarcos precisamente
por eso y había tomado buena nota. En Las Navas, sus caballeros se mezclaron
con los cuerpos de infantes, para actuar conjuntamente. La infantería daba un
muro de escudos que permitiese a los caballeros reagruparse a salvo tras las
cargas y no quedar aislados en caso de no romper el frente almohade y la
caballería daba un refuerzo moral y material a los peones, milicianos poco
duchos en los menesteres de la guerra.
Los almohades, por su parte,
formaron en la loma de la colina sobre la que se alzaba su campamento. Al-Nasir
se colocó en la retaguardia, en una tienda roja desde la que observaba la
batalla, vestido todo de verde, el color del Islam, y leyendo el Corán. En
torno a él se desplegó el ejército. Le rodeaba una empalizada y dentro del
recinto se agolpaba la Guardia Negra, fanáticos guerreros que se encadenaban
para que no les tentase la huida. Alrededor de la cerca formaron los almohades,
fieros bereberes totalmente leales y delante suyo el cuerpo principal, los
voluntarios yihadistas, guerreros de sitios tan distantes como Egipto, Arabia o
Turquía, además de las tropas aportadas por los gobernadores de todo el Imperio,
entre ellos muchos moros andalusíes que seguían a los almohades más por miedo
que por convicción. En la primera línea, que se desintegraría rápidamente para
hostigar mejor, se situaron las tropas ligeras magrebíes y en los flancos la
caballería ligera y los arqueros montados turcos, el terror de los caballeros. En
total, el Califa contaría con algo menos de 150.000 hombres.
Los dos ejércitos rezaron frente
a frente antes del combate. Cristianos y musulmanes había acudido en nombre de
la Guerra Santa. La Cruzada y la Yihad iban a enfrentarse. Aquello iba mucho
más allá de lo militar y lo político. Era un choque entre dos religiones, dos
culturas y dos concepciones de la vida. Los hombres que formaban en las filas
de los dos contingentes representaban mundos opuestos incapaces de coexistir,
pero todos compartían algo: estaban dispuestos a luchar, matar y morir por su
fe.
Terminado el rezo, comenzó a
retumbar el monótono compás de los tambores almohades. Se podía escuchar
perfectamente en las filas cristianas, donde recibía por respuesta los
relinchos nerviosos de los caballos que presentían la acción. Los
escaramuzadores musulmanes avanzaron colina abajo, tentando a los cristianos.
Los tres reyes consideraron que era momento de iniciar el combate y, a una
señal, la vanguardia castellana avanzó. En cabeza iba Diego López de Haro,
señor de Vizcaya, veterano de Alarcos y mano derecha de Alfonso VIII. Le
acompañaban sus familiares y otros nobles de Castilla, además de los
ultramontanos que quedaban. Tras ellos caminaban las milicias de varios
concejos castellanos. Los caballeros de López de Haro espolearon a sus monturas
y se lanzaron ladera arriba, directos a las líneas almohades. Las tropas
ligeras huyeron, tal vez en una artimaña para atraerles hacia el centro o tal
vez por puro terror. Los castellanos continuaron impertérritos, a galope
tendido, con las lanzas en ristre. Se estrellaron contra los voluntarios
yihadistas y las primeras filas musulmanas desaparecieron. Los andalusíes, que
tenían en más estima su vida que la gloria del Imperio Almohade, abandonaron la
batalla. Por un momento, la embestida de López de Haro fue tan briosa y eficaz
que pareció ir a desmoronar todo el frente musulmán, pero según ascendían las
tropas a las que tenían que hacer frente eran de mejor calidad, el terreno
jugaba en su contra y los caballos empezaban a cansarse. Los arqueros y
honderos almohades empezaron a disparar, pero las cotas de malla y las bardas
eran recias y los castellanos siguieron penetrando en las líneas, amenazando al
mismísimo Al-Nasir. Desde la retaguardia, Alfonso se dio cuenta de que López de
Haro empezaba a tener problemas y ordenó cabalgar en su ayuda a la segunda
línea del cuerpo castellano: las órdenes de caballería. Mandados por el conde
Gonzalo Nuñez de Lara, los devotos y aguerridos hermanos calatravos,
templarios, hospitalarios y de Santiago se lanzaron al combate guiados por sus
maestres. Las cruces rojas sobre tabardos blancos se entremezclaron con las
capas negras con cruces blancas. Los moros retrocedieron más y más ante el
feroz empuje de los castellanos, pero el centro no cedió. Entonces, los jinetes
ligeros y los arqueros montados turcos aparecieron por los flancos y cerraron
una tenaza alrededor de los cristianos. Los infantes almohades presionaron y
los castellanos quedaron rodeados. Desordenados, cansados y hostigados por las
constantes flechas que llovían sobre ellos desde todas partes, los hombres de
López de Haro y las órdenes resistían con tesón, pero era cuestión de tiempo
que sucumbiesen. Las milicias concejiles, abrumadas, se dieron a la fuga,
abandonando a los caballeros. El plan almohade marchaba a la perfección.
La Carga de los Tres Reyes
Desde su posición, Alfonso VIII
debió de creer estar viendo de nuevo Alarcos. Las milicias en fuga, los
caballeros encerrados por la caballería mora, el pendón de López de Haro
rodeado de banderas enemigas… Ya había vivido todo eso, hacía diecisiete años,
y no estaba dispuesto a repetirlo. No había preparado su campaña durante todo
ese tiempo para ser derrotado otra vez. Aquel día tenía que ganar, ganar o
morir. Se volvió hacia Jiménez de Rada, que montado a su lado contemplaba con
preocupación la batalla, y le dijo: “Arzobispo, vos y yo aquí muramos.”
Pronunciadas estas palabras, el rey desenfundó su espada y ordenó una carga
general para socorrer a la vanguardia. Todo el centro cristiano siguió a
Alfonso. Pedro II y Sancho El Fuerte imitaron
al rey castellano y se lanzaron con la totalidad de sus hombres contra el
ejército del Califa. El suelo tembló ante los miles de caballos al galope que
ascendieron la loma en la extenuante carga de los tres reyes. Los pendones de
la nobleza de toda la Península hondearon al viento y los caballeros de
Castilla, Navarra, Aragón y León elevaron en un inmenso grito una sola voz:
Santiago y cierra España. Cruzando el campo de batalla como un relámpago, la
carga se estrelló contra los almohades sin darles siquiera posibilidad de
reacción. Al-Nasir no podía imaginar una maniobra tan sorprendente. Los
caballeros arrollaron al ejército musulmán justo cuando estaba a punto de
cerrar su cerco sobre López de Haro y los suyos, desbaratando toda la
estratagema de Al-Nasir. Los guerreros almohades perecieron casi sin darse
cuenta de que había ocurrido, los arqueros y honderos, atrapados de pronto en
un salvaje cuerpo a cuerpo, fueron masacrados y la caballería ligera mora
apenas pudo escapar y darse a la fuga. Los estandartes ajedrezados del Imperio
Almohade y las banderas verdes con versos del Corán se perdieron bajo los
cascos de los corceles cristianos.
Liberada la presión sobre el
Señor de Vizcaya y los hermanos de las órdenes, los cristianos se arrojaron
sobre la empalizada que protegía la tienda de Al-Nasir. Una victoria tan
espectacular tenía que rubricarse con la captura del Califa Miramamolín. Según
la tradición, el primero que atravesó el cerco fue Sancho El Fuerte, celebérrimo momento en el que el rey navarro, saltando
con su caballo sobre las líneas de la Guardia Negra, rompe las cadenas que
desde entonces adornan el escudo de Navarra[4].
Abierta brecha por los valientes navarros, se desencadenó una lucha en el
recinto sangrienta y brutal como pocas en la Historia. Muchos ya desmontados a
esas alturas, los caballeros cristianos se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo sin
cuartel con la Guardia Negra en un reducido espacio en el que los muertos caían
sobre otros muertos, agolpándose los cadáveres alrededor de la tienda. Fiel al
juramento, la Guardia Negra pereció hasta el último hombre. Al-Nasir,
derrotado, se debatió entre la muerte en combate o la huida. Finalmente, ante
los ruegos de sus últimos comandantes, se dio a la fuga.
Congregados alrededor de la
tienda, los cristianos celebraron la victoria alzando eufóricos sus
ensangrentadas espadas. Mientras los caballeros navarros y aragoneses salían en
persecución de los fugitivos, distinguiéndose los últimos en esta acción al dar
muerte a casi tantos enemigos como en la batalla en sí, Jiménez de Rada entonó
un Te Deum por la victoria ante todo
el ejército castellano, que solemnemente oró dando gracias a Dios por haberles
concedido tal éxito.
Después de las Navas
La derrota almohade fue total.
Nunca volverían a ser una amenaza en España y terminarían cayendo, carcomidos
por revueltas y guerras civiles. Al-Nasir se encerró en Marrakech, abdicó y se dio a la buena vida
hasta morir dos años después. Los moros supondrían todavía un enemigo fiero,
pero nunca volvieron a ser una amenaza para los reinos cristianos.
En cuanto a los reinos
cristianos, avanzaron hasta llevar la frontera a Andalucía. Se conquistaron
varias plazas más, pero debido a un brote de disentería la campaña tocó a su
fin sin conseguir un auténtico avance territorial. Sin embargo, su triunfo fue
en otro campo. Al volver, las relaciones entre los reinos habían sufrido un
cambio. Alfonso VIII, conocido a partir de entonces como "El Rey Glorioso", puso fin definitivo a sus disputas con Navarra y León y
poco después este último se uniría con Castilla bajo la corona de Fernando III el Santo. En la batalla se había
personalizado la idea de España, nombre que se pronunció por primera vez en los
gritos de guerra en esta batalla. Los cristianos hispanos se dieron cuenta de
que los distintos reinos avanzaban hacia un proyecto común. Pasó mucho tiempo
hasta que se unieron finalmente, pero el sentimiento de unidad y de
diferenciación frente a los otros reinos cristianos, el concepto de la nación
española, se empezó a gestar en las Navas de Tolosa.
[1] Jiménez
de Rada, además de por su labor teológica al frente del arzobispado de Toledo y
de su aporte vital a la campaña de las Navas y otras acciones guerreras contra
los almohades, es recordado por su faceta de historiador. Su crónica De Rebus Hispaniae fue y es una fuente
valiosísima para todo estudioso del medievo español.
[2] Llamado
por los cristianos Miramamolín por el título que usaba, Emir-al-muslimin
(príncipe de los creyentes).
[4] El
origen de las cadenas navarras en las Navas de Tolosa es muy popular, pero
discutido entre los expertos. Pero, como diría John Ford: Print de legend.