La
República romana murió tras una penosa y prolongada agonía de casi un siglo en
el que Roma se tiñó con la sangre de brutales e interminables guerras civiles,
conjuras y proscripciones. Sin embargo, aquel convulso tiempo no fue solo
pródigo en crueldades, sino también en grandes personajes cuyo genio se abrió
camino medio del caos. Aún hoy la recordamos como la época de Cicerón y de
César, de Mario y Sila, de Marco Antonio, de Pompeyo y Craso o incluso de otros
que, sin ser romanos, han pasado casi a la leyenda por su oposición a Roma,
como Espartaco, Cleopatra o Vercingétorix.
La
propia degradación del sistema republicano contribuyó a crear muchas de estas
figuras. La obsesión del sistema político surgido tras el derrocamiento del
último rey de Roma era evitar la acumulación de poder en una sola persona, pero
a medida que los problemas aumentaban y la República se volvía más ineficaz los
romanos empezaron a confiar su suerte a líderes carismáticos que prometían
soluciones. El auge del personalismo en la política romana haría posible a un
hombre como César llevar a la República hasta el cadalso y a otro como Augusto,
ejecutarla.
En
una época repleta de personajes ambiciosos enfrentados por el poder, cuando el
odio era el motor de Roma y la misericordia una virtud desconocida, la fortuna
cambiaba con rapidez, pero pocos tuvieron una vida tan brillante y trágica como
Quinto Sertorio. Su figura, tan ligada a nuestra Hispania, ha quedado algo
eclipsada por los colosos coetáneos, pero destaca con luz propia por sus gestas
militares, su numantina negativa a la rendición y su denodada lucha en defensa
de una causa perdida. La batalla de Lauro, acaecida en el 76 a.C. en la actual población
valenciana de Liria, le enfrentó con otro de los protagonistas del crepúsculo
republicano, Cneo Pompeyo, en un enfrentamiento que supuso el apogeo del poder
sertoriano en Hispania y una lección atemporal de táctica militar.
La Primera
Guerra Civil
Roma
era en los albores del siglo I a.C. dueña absoluta del Mediterráneo.
Cuatrocientos años de guerras constantes libradas con una determinación sin par
habían conseguido elevar a la pequeña ciudad del Tíber por encima de los
aguerridos pueblos itálicos, del
acaudalado imperio comercial cartaginés, de los poderosos reinos herederos de
Alejandro el Grande y de las orgullosas polis griegas. El Imperio Romano crecía
sin parar, las legiones sostenían guerras desde el Mar Negro hasta Hispania y
los botines de las tierras conquistadas llenaban las arcas del Estado y los
bolsillos de los senadores. Pero conforme la República aumentaba su poder en el
exterior, se hacía más débil internamente. Las disparada expansión propició la
corrupción de las instituciones y el aumento de la brecha social entre las
élites que comandaban los ejércitos y se enriquecían en las campañas y los pequeños
propietarios que tenían que cumplir el servicio militar en destinos remotos
mientras sus tierras incultas eran absorbidas por las grandes villas de los
terratenientes. Esta diferencia pronto tuvo su reflejo en la política, marcada
por la oposición entre la facción conservadora —los optimates—, defensora del poder senatorial, y la popular,
partidaria de amplias reformas sociales. Ambos partidos recurrían sin reparos a
la violencia organizando bandas callejeras que convirtieron las calles de Roma
en un campo de batalla mientras los líderes disputaban por hacerse con las
principales magistraturas mediante la intimidación, el soborno o el asesinato. La
situación, de por sí insostenible, se agravaba por las múltiples guerras que la
República acometía en varios frentes: la rebelión del rey númida Yugurta en
África, el alzamiento de los pueblos italianos en la llamada Guerra Social, la
invasión de la provincia de Asia por parte del rey Mitrídates VI del Ponto o la
interminable sangría que suponía Hispania.
Tal
y como había de suceder, el sistema republicano terminó estallando en el año 88
a.C. por la rivalidad entre los líderes de las dos facciones: Cayo Mario,
histórico dirigente de los populares, y Lucio Cornelio Sila, el más capaz de
los optimates, ambos grandes
militares y antiguos compañeros de armas. Los populares, trampeando la ley,
revocaron la elección de Sila como cónsul con mando en la guerra contra
Mitrídates, otorgando el puesto a Mario pese a su elevada edad. Sila no aceptó
la revocación de su cargo y, por primera vez en la Historia, un general romano
marchó sobre la Urbe con sus legiones, inaugurando una larga serie de guerras
civiles que se perpetuarían durante seis décadas.
Como
era de esperar, Mario no pudo ofrecer resistencia y tuvo que huir a África,
dejando Roma de nuevo en manos del Senado, que confirmó a Sila en su cargo y
declaró a los líderes populares enemigos de la República. Sin embargo, en
cuanto Sila partió para enfrentarse a Mitrídates, Mario volvió a Italia ayudado
por uno de los dos cónsules, Lucio Cornelio Cina, afecto a los populares. Entre
los dos reclutaron un ejército y en el 87 a.C. reconquistaron Roma,
estableciendo un gobierno de extremada brutalidad. Fueron asesinadas cientos de persona
relacionadas con el Senado, el partido conservador o Sila, mientras bandas
callejeras imponían un régimen de terror que solo se atenuó con la súbita
muerte del anciano pero rencoroso Mario. Cina dirigió un gobierno más moderado hasta su
linchamiento por parte de legionarios amotinados, dejando al partido popular
descabezado y sumido en el caos. Entretanto, Sila había llegado a una paz con
Mitrídates y volvió a Italia con su ejército, barriendo en una serie de
batallas a los populares hasta entrar en Roma en el 83 a.C. —la tercera vez que
la ciudad era conquistada en lustro—. Ante el vacío legal sin precedentes que
había dejado la guerra, Sila se hizo proclamar dictador con mandato indefinido
para reinstaurar el orden. A semejanza de lo que habían hecho Mario y Cina, el
nuevo dictador organizó una dura represión mediante su temida política de
proscripciones; la mayoría de los populares fueron ejecutados, desterrados o
desaparecieron. Sila era ahora el dueño absoluto de Roma y nadie osaba
oponérsele. O así fue hasta que apareció un hombre en Hispania llamado
Sertorio.
Sertorio
Quinto
Sertorio nació cerca del 122 a.C. en el seno de uno de los linajes notables de
la ciudad de Nursia, en el territorio de los sabinos. Su padre murió
prematuramente, dejando una esforzada viuda, Rea, que tomó toda la
responsabilidad de criar a su hijo. Sin duda el joven Sertorio siguió la
educación austera y severa propia delos sabinos, a los que Plutarco creía descendientes de
colonos espartanos por su sobriedad y belicosidad. En ese aspecto, Sertorio fue
digno de su estirpe haciendo de dichas virtudes su seña de identidad. Destacó
como hábil orador y se inició en el estudio de las leyes, pero su destino se
encontraba en la carrera de las armas, hacia la que mostraba una inclinación
natural. Los autores clásicos recogen sus primeras acciones en la guerra contra
los cimbrios y los teutones, pueblos germánicos que en una masiva migración
amenazaron con desestabilizar el corazón de la República. En aquella campaña,
que Mario dirigió con maestría, Sertorio se ganó la confianza del general
popular y puede que iniciase sus contactos con la facción política que
dirigía. En el año 97 a.C., Sertorio pisó por primera vez Hispania, la tierra que le haría famoso y que le vería
morir, destacando como tribuno militar a las órdenes del duro cónsul Didio,
encargado de sofocar la revuelta de los aguerridos celtíberos. En Cástulo
(cerca de Linares, Jaén), su audacia y frialdad salvaron a sus hombres de una
emboscada mientras invernaban en la ciudad. Traicionados y atacados en plena
noche por los habitantes, Sertorio reunió a los supervivientes en torno a sí y,
tras abrirse camino hasta salir de la ciudad, los reagrupó y retomó la plaza al
asalto. Sin darles un respiro, hizo vestir a sus tropas con el atavío de los
muertos y cayó por sorpresa sobre la vecina Isturgi (Andújar), que había
colaborado en la revuelta. Según Plutarco, desde aquella noche Sertorio gozó de
una temible reputación entre los hispanos.
Sus
gestas también le habían hecho un nombre en Roma, y Sertorio ascendió rápido en
el cursus honorum, aunque la política no lo alejó de los campos de batalla.
Pese a sus ascensos, su puesto favorito siguió siendo la primera línea, lo que
le costó perder un ojo mientras mandaba una legión en la Guerra Social. Siempre
se mostró orgulloso de esta herida, que entre sus hombres le valió el apodo de “el
Cíclope”. Como señala Plutarco:
“…los
generales más belicosos y que han logrado más éxitos con astucia unida a
habilidad fueron tuertos: Filipo, Antígono, Aníbal y Sertorio […]. Se podría
mostrar que éste último fue más casto con las mujeres que Filipo, más fiel a
sus amigos que Antígono, más moderado respecto a los enemigos que Aníbal, no
inferior a ninguno de estos en inteligencia pero a todos en fortuna.”
Plutarco, Vida de Sertorio, 1
La
diosa Fortuna, en efecto, abandonaría a Sertorio al final de su vida, pero por
aquel entonces parecía mantenerle como uno de sus favoritos. Animado por ello,
en el 88 a.C. el sabino se presentó a las elecciones para tribuno de la plebe,
un cargo de gran poder muy ambicionado por los políticos populares, pero Sila,
cónsul a la sazón, se opuso y propició su derrota. No sabemos si Sila adivinó ya
en él una amenaza potencial o solo lo veía como otro adepto de Mario, pero
desde entonces hasta el día de su muerte ambos fueron irreconciliables enemigos.
Cuando ese mismo año estalló la guerra civil, Sertorio se erigió como uno de
los grandes cabecillas populares y apoyó a Mario y Cina en la reconquista de
Roma, aunque su relación con el primero se había deteriorado mucho. Durante el
baño de sangre que los populares desataron en la Urbe, Sertorio se señaló como
el único líder que se abstuvo de saqueos y matanzas, oponiéndose vehementemente
a la brutalidad de Mario. Su antiguo superior llegó incluso a liberar una turba
de esclavos, los llamados Bardayaei,
con permiso para violar y asesinar a toda persona vinculada a los conservadores. Sertorio, indignado, reunió a algunos
legionarios veteranos y, rodeando el campamento de los Bardayaei, los exterminó. La muerte de Mario alivió un poco la
situación, pero Sertorio se había
distanciado mucho de los demás líderes del partido. En el año 83 a.C. fue
elegido pretor y se le encomendó el gobierno de la Hispania Citerior, provincia
que ya conocía bien. Acogió el nombramiento con alegría, pues le permitía
alejarse de la viciada política de Roma, especialmente cuando el ejército de
Sila se aproximaba y se palpaba el desastre para los populares.
El bastión de Hispania
Mientras
en Italia Sila masacraba a las desmoralizadas y pesimamente mandadas tropas de
los populares, Sertorio emprendió una dura travesía hacia su provincia sin
volver la vista atrás. Pero al otro lado de los picos tempestuosos del Pirineo
le esperaba una desagradable sorpresa: al gobernador saliente, Cayo Valerio
Flaco, le habían llegado noticias de la victoria de Sila en Roma y, deseoso de
congraciarse con el nuevo líder, se negó a traspasar los poderes a Sertorio,
por lo que legalmente su mando carecía de validez. El incansable general sabino
no estaba dispuesto a rendirse, pero su escaso ejército traído de Italia no
bastaba para oponerse al poder de Roma, que el hado adverso había vuelto ahora
contra él. Mediante una política generosa, consiguió ganarse a algunos pueblos
celtíberos hastiados del dominio opresivo de los gobernadores. Sertorio conocía
bien a aquellas orgullosas y rudas gentes, y les liberó de la onerosa
obligación de acuartelar tropas en sus ciudades, un motivo frecuente de
fricciones y motines como el que casi le costó la vida en Cástulo. Con el apoyo
celtíbero y la adhesión de muchos colonos romanos, Sertorio se hizo dueño del
noroeste peninsular. Pero sus preparativos no bastaron para frenar en el 82
a.C. el contrataque silano del procónsul Cayo Annio, que obligó a Sertorio a
huir por mar con cuanto pudo reunir de su ejército. El general sabino,
convertido en fugitivo del poder romano, vagó por el Mediterráneo en unión a
unos piratas de Cilicia —sur de Turquía— y, tras ser derrotado de nuevo por
Annio en una batalla anfibia al intentar conquistar Ibiza acabó recabando en Tingis —hoy Tánger—. La región
estaba sumida en una revuelta contra el rey Ascalis, vasallo de Roma y, por
tanto, de Sila. Sertorio, sin dudarlo, se ofreció para comandar a los
insurrectos y rápidamente venció al monarca y al general romano Paciano,
enviado por Sila, cuyas tropas se pasaron al vencedor engrosando el núcleo
romano del ejército sertoriano.
Gracias
a esta victoria, Sertorio recuperó el prestigio y la fortuna que parecía haber
perdido para siempre. Estando establecido en Tingis, recibió a una embajada de
lusitanos que busacaba su apoyo para librarse del abusivo gobernador silano, probablemente
el propretor Aurelio Cota. Vio en ello la ocasión para retornar a Hispania,
donde se movía como pez en el agua, y desquitarse de su oprobiosa derrota
anterior arrebatando el control de la región al odiado gobierno de Sila. En el
80 a.C., Sertorio cruzó el estrecho y desembarcó cerca de Tarifa, seguramente
en el puerto romano de Baelo Claudia, tras derrotar en una batalla naval al
propretor Cota, que había salido a su encuentro. Sin duda los lusitanos no
esperaban un triunfo tan expeditivo y sencillo para la empresa y, admirados, se
pusieron por completo a las órdenes del general sabino. Gracias a este apoyo,
Sertorio pudo contar con el respaldo de una veintena de ciudades y agregar
cuatro mil guerreros lusitanos y setecientos jinetes a su reducido ejército,
que apenas contaba con dos mil seiscientos legionarios romanos y alrededor de
setecientos africanos que le habían seguido desde Tingis. Aquellas fuerzas
resultaban insignificantes comparadas con las de sus rivales, pese a lo cual
consiguió derrotar, sucesivamente, a los gobernadores de las dos provincias hispanas,
Fufidio y Calvino. Estas victorias descabezaron a la facción silana y
permitieron que Sertorio se fortaleciera enormemente, atrayendo a su causa
numerosas ciudades y ganándose el apoyo de muchos de los pueblos nativos, hasta
llegar a disputar a Sila el control de toda la Hispania romana.
Desgraciadamente,
la información sobre las campañas de Sertorio es fragmentaria y no permite
reconstruir de forma sistemática sus acciones, por lo que seguirá siendo un
sorprendente enigma la forma en la que el sabino fue capaz de derrotar a tan
superiores fuerzas una y otra vez. Sí sabemos que llegó a ser un maestro en la
guerra de desgaste, habilísimo en sacar lo mejor de sus recursos por escasos
que fuesen y en golpear al enemigo en
sus puntos más débiles sin exponerse a riesgos innecesarios. Dominaba la
batalla campal y el asedio, pero si no le convenía desesperaba a sus enemigos
con escaramuzas en las que sobresalían sus guerreros hispanos. Poseía, en fin,
esa astucia e inventiva que distingue a los generales geniales de los
comandantes vulgares que se limitan a seguir el manual no escrito de la guerra.
Sus
virtudes como militar valdrían para hacerle un hueco en el pabellón de
generales ilustres, pero Sertorio, más allá de eso, sobresalió por su habilidad
para tratar con los hispanos. En una época en la que gran parte de Hispania
estaba recién conquistada y la brecha entre romanos y nativos era aún evidente,
pocos romanos comprendieron como Sertorio a los hispanos y ninguno se ganó su
afecto como él. El sabino tuvo un inusitado celo en asegurar que los hispanos
fuesen tratados con respeto y generosidad, castigando expeditivamente cualquier
abuso contra las poblaciones autóctonas entre sus hombres. Incluso entre los
romanos de su bando llegó a sentirse malestar por creer que prefería a los
bárbaros. Combinando rasgos de las dos culturas, se rodeó de una escolta de
guerreros celtíberos mediante el ancestral juramento de la devotio ibérica y a la vez creó en su capital, la ciudad de Osca —Huesca—, una academia para
educar al estilo romano a los hijos de los jefes que le servían. Sin duda había
mucho de interesado en la benevolencia de Sertorio, pero bajo su mando los
hispanos conocieron la faceta positiva de la romanización y, paradójicamente,
el hombre que se enfrentaba a Roma les acercó más que nadie a ella.
Ante
el imparable ascenso de Sertorio, Sila envió como gobernador de la Hispania
Ulterior en el 79 a.C. a Quinto Cecilio Metelo Pío, uno de los hombres más
cercanos al dictador. Metelo, de una ilustre familia de militares y con algunos
éxitos importantes en su carrera, era sin embargo un hombre mayor, dubitativo y
excesivamente prudente que se demostró del todo incapaz para frenar al
enérgico, resuelto y audaz Sertorio. Sufrió varios fracasos más deshonrosos que
resolutivos y se encerró en sus cuarteles en la Lusitania, mientras la práctica
totalidad de la Hispania Citerior se pasaba a la causa sertoriana. En el año 78
a.C., Sila murió dejando al Senado desconcertado y con la situación de Hispania
del todo insostenible. Para mayor desesperación de los optimates, desembarcó en la Península el general popular Marco
Perpenna Vento, un hombre ambicioso que había conseguido reunir a los
supervivientes de una fallida revuelta contra Sila hasta conformar un ejército
de cierta entidad. En Roma cundió el pánico ante la idea de que, unidos
Sertorio y Perpenna, pudieran marchar sobre Italia y hacerse con la Urbe. Nadie
esperaba que Metelo pudiera de neutralizar la amenaza y Roma solo tenía un
general considerado capaz de enfrentarse a Sertorio, Cneo Pompeyo, llamado el
Magno.
La batalla de Lauro
Pompeyo
fue uno de los protagonistas indiscutibles del ocaso de la República y su vida
es un perfecto paradigma de aquel convulso tiempo. Sin un noble linaje a sus
espaldas ni grandes apoyos políticos, se erigió como uno de los hombres fuertes
de Italia a muy temprana edad gracias a la lealtad de un ejército que había
reclutado personalmente entre clientes de su familia, propietaria de amplias
tierras en Piceno. Al mando de éste, se puso de parte de Sila en la guerra
civil, derrotando a los populares en varias campañas fulminantes que le ganaron
el apodo entre los populares de “el Joven Carnicero”. Los triunfos de Pompeyo
acabaron con toda oposición a Sila fuera de la Hispania sertoriana y
rápidamente se convirtió en el más cercano y temido de sus generales. El propio
dictador le otorgó el nombre de Magno, que Pompeyo, vanidosamente, empleó con
insistencia desde entonces. La muerte de su protector, lejos de mermar la
influencia del joven, impulsó su ascenso al aprovechar el vacío de poder para
amedrentar con la Espada de Damocles de sus legiones al titubeante Senado. Pese
a que no había ostentado ninguna magistratura oficial, consiguió que se le
dieran poderes proconsulares para tomar las riendas de la guerra sertoriana.
Pompeyo buscaba la gloria y no había mejor forma de alcanzarla que venciendo al
invencible general rebelde en su bastión hispano.
En
el 76 a.C. Pompeyo llegó a Hispania cruzando los Pirineos por la costa
mediterránea. Al saberlo, las tropas de Perpenna, que ya habían sido derrotadas
por el “Joven Carnicero” en Sicilia, considerando a su general incapaz de
hacerle frente, le rogaron que se uniera a Sertorio. Perpenna, por orgullo, se
negó a ponerse a las órdenes del sabino, pero cuando sus soldados amenazaron
con un motín tuvo que ceder. Con este refuerzo, Sertorio organizó rápidamente
una estrategia para detener a Pompeyo. Dedujo que su joven adversario, al que
en memoria de su fallecido enemigo llamaba “el Alumno de Sila”, trataría sin
duda de avanzar por la costa levantina hasta conectar en Cartago Nova con la
zona controlada por Metelo, al que había obsequiado hacía tiempo con el
cáustico apodo de “la Anciana”. Para evitarlo, Sertorio envió a su
lugarteniente, el siempre eficiente Lucio Hirtuleyo, a retener a Metelo en
Lusitania mientras Perpenna debía bloquear a Pompeyo el cruce del Ebro.
Sertorio había previsto correctamente la estrategia de Pompeyo pero Perpenna
fue incapaz de impedir su avance, por lo que el propio sabino tuvo que acudir apresuradamente
con las tropas que mantenía combatiendo a las tribus de los berones y
autrigones Ebro arriba. Para sorpresa de sus oficiales, en lugar de salir al
encuentro del enemigo, Sertorio ordenó poner bajo sitio la ciudad de Lauro
—Liria—, el principal enclave de los iberos edetanos, que habían solicitado
ayuda a Pompeyo. Con una sonrisa, el general sabino explicó que se disponía a
darle una lección magistral al Alumno de Sila.
Pompeyo,
al enterarse de que Sertorio estaba sitiando Lauro, se apresuró con sus tropas
en socorro de la ciudad aliada. El historiador Orosio afirma, con cifras
improbables, que Sertorio era ampliamente superior en número a Pompeyo, pero el
general optimate era hombre audaz y
además sabía que los guerreros hispanos que componían la mayor parte de las
tropas sertorianas, armados ligeramente, no eran rival en campo abierto para
sus bien equipadas y disciplinadas legiones. En cualquier caso, Pompeyo no
atacó inmediatamente y dio tiempo a Sertorio a trasladar su campamento desde el
llano a un cerro que dominaba la ciudad, pese a las maniobras de su rival por
impedírselo. Sin embargo, como si moviesen fichas de ajedrez buscando el jaque,
Pompeyo trasladó entonces su campamento hasta la retaguardia de Sertorio,
dejándole encerrado entre sus legiones y los muros de Lauro. Seguro de haber
ganado la partida y en un jactancioso gesto muy de su estilo, Pompeyo envío un
mensajero a la ciudad pidiendo a los sitiados que se asomasen a ver al gran
Sertorio siendo derrotado. Pero el sabino, nos dice Plutarco, echó a reír al
enterarse y contestó con el primer capítulo de su lección: “Le enseñaré yo al
Alumno de Sila que un general debe mirar no solo hacia delante, sino también a
su alrededor”. En efecto, en su premura por arrinconar a Sertorio, Pompeyo
había dejado a su espalda el antiguo campamento de aquel, sin advertir que en
su interior se ocultaban seis mil hombres que amenazaban su retaguardia si
desplegaba el ejército en orden de batalla. Al revés de lo que creía, Sertorio
le había acorralado a él.
Sin
posibilidad de retirarse o avanzar, Pompeyo se resignó a esperar en su
campamento un cambio de fortuna mientras veía como su rival asediaba
impunemente Lauro. Para colmo de males, sus suministros escaseaban y el
ejército empezaba a pasar hambre. Cerca de su posición existía una zona
perfecta para hacer acopio de víveres y leña, pero era batida constantemente
por la caballería y la infantería ligera sertorianas, por lo que cada salida
para forrajear se convertía en una costosa batalla para los pompeyanos.
Finalmente, los exploradores de Pompeyo señalaron al general la existencia de
otra zona apta, mucho más lejos del campamento pero libre de enemigos. Aunque
el trayecto de ida y vuelta empleaba más de un día a los forrajeadores, los
hombres de Pompeyo ya no podían soportar el esquivo hostigamiento al que les sometían
los hispanos de Sertorio, así que se optó por la segunda zona. Durante varios
días las expediciones volvieron sin sufrir ataques y parecía que el lugar había
pasado inadvertido a los enemigos.
Nada
más lejos de la realidad. Sertorio conocía el terreno mucho mejor que su rival
y simplemente estaba preparando la segunda parte de su lección. Una vez los
pompeyanos se convencieron de que no existía peligro, relajaron la precaución
en sus salidas, tal y como Sertorio esperaba. Cual cazador, aguardó, paciente,
a la presa adecuada hasta que un día observó salir del campamento enemigo una
expedición de forrajeadores numerosa pero indisciplinada. Inmediatamente, envió
a emboscarla a uno de sus comandantes, Octavio Graecino, con diez cohortes de
legionarios y diez de guerreros hispanos, junto con dos mil jinetes mandados
por Tarquino Prisco. Con cautela de no ser advertidos, Graecino y Prisco se
adelantaron bajo el manto de la noche a los pompeyanos y ocultaron a su
contingente en un montículo arbolado que dominaba la ruta de regreso de los forrajeadores.
Cubiertos por la espesura, los hispanos formaron la primera línea, con los
legionarios a su espalda y los jinetes en retaguardia, para que los relinchos
no alertasen a los enemigos. Con esta disposición aguardaron en silencio toda
la noche, hasta que el convoy pompeyano hizo su aparición bien entrado el día,
hacia la hora tercia. Marchaba desordenado, con gran parte de la escolta
ocupada en saquear las proximidades y sin rastreadores que asegurasen el
itinerario. Los jinetes que debían guardar la retaguardia, considerando que no
existía riesgo, se habían alejado para apacentar a sus monturas y varios grupos
aislados vagaban por las cercanías recogiendo más víveres. Era sin duda una
presa fácil para las pacientes tropas sertorianas. A la señal de sus oficiales,
los guerreros hispanos saltaron de la maleza cayendo ferozmente sobre los
forrajeadores. La sorpresa en el convoy fue total y del desorden despreocupado
se pasó al despavorido caos. Los hispanos, armados ligeramente, destacaban por
su habilidad para las emboscadas y eran muy estimados por los romanos como
escaramuzadores por su velocidad y fiereza. Antes de que hubiese reacción
alguna, ya habían acabado con muchos de los romanos y desbaratado por completo
el convoy. Los oficiales pompeyanos más resolutos comenzaron a organizar algo
parecido a una línea de batalla para hacerles frente, pero antes de que
tuviesen tiempo de formar sufrieron la carga de las cohortes de legionarios
sertorianos, precedida por una mortífera lluvia de pila —jabalinas—. Al entrar en liza la infantería pesada romana en
apoyo de los guerreros hispanos, la resistencia se vino abajo definitivamente y
los vapuleados pompeyanos se dieron a la fuga. Para rematar el trabajo,
Tarquino Prisco lanzó a sus jinetes en pos de los fugitivos. No contento con
dar caza a los rezagados, envió a doscientos de sus hombres para que se
adelantasen a galope tendido por un atajo y cerrasen el paso de los huidos.
Cuando, en su frenética desbandada, los más veloces de los pompeyanos divisaban
ya la seguridad de su campamento, fueron sorprendidos por el destacamento de
Prisco y, con el camino cortado, tuvieron que volver sobre sus pasos, causando
si cabe más confusión entre los camaradas que les seguían. Sorprendida,
desbandada y cercada, la expedición de forrajeo estaba irremisiblemente perdida
si no recibía ayuda urgente.
Pompeyo,
viéndolo desde su campamento, ordenó salir a toda prisa a su legado Décimo
Lelio con una legión para socorrer a sus soldados. Al aproximarse los hombres
de Lelio, la caballería sertoriana pareció batirse en retirada, pero en
realidad no era sino un resorte más de la gigantesca trampa preparada para
Pompeyo. Los jinetes de Prisco, que serían en su mayoría hispanos, efectuaron
una falsa fuga muy propia de los pueblos peninsulares y, una vez hubieron
alejado suficiente a Lelio del campamento, giraron a la derecha y envolvieron a
la lenta infantería legionaria. A su vez, la infantería de Graecino, que venían
persiguiendo a los restos del convoy, chocó frontalmente con Lelio, que quedó
atrapado entre los dos comandantes sertorianos.
Pompeyo,
desesperado, ordenó que el ejército al completo se preparase para salir en
apoyo de sus desafortunados compañeros. Con el fragor del cercano combate en
sus oídos, los soldados pompeyanos se armaron tan rápido como pudieron y
formaron en orden de batalla bajo los gritos apremiantes de sus oficiales. El
propio general se colocó al frente y ya había dado la orden de avanzar cuando sobre
una colina a su retaguardia apareció Sertorio con todo su ejército. El sabino,
que había seguido atentamente todos los movimientos de sus subalternos y su
rival, estaba esperando aquel paso del Alumno de Sila y en cuanto le vio salir
con todas sus fuerzas ordenó hacer lo propio a las suyas. Ahora lo tenía justo
donde quería: si entraba en el combate a ayudar a sus hombres, quedaba expuesto
al ataque de Sertorio por su espalda, lo que supondría la derrota total del
joven general optimate. Pompeyo lo
entendió perfectamente; había vuelto a caer ante el genio táctico de su
oponente, que estaba siempre dos movimientos por delante. Maldiciendo a
Sertorio, tuvo que observar impotente como los restos del convoy y la legión de
Lelio eran barridos a la vista de todos sus camaradas sin atreverse a hacer
nada por ayudarles. Según Frontino, que recoge al detalle esta batalla, Pompeyo
perdió diez mil hombres aquel día. Engañado, derrotado y humillado, no pudo
sino encerrarse de nuevo en su campamento mientras la oficialidad trataba de
calmar el soliviantado ánimo de la tropa.
Poco
tiempo después de la batalla, ante la evidente incapacidad de Pompeyo para
levantar el sitio, la ciudad de Lauro se rindió a Sertorio. El general sabino
se mostró tan clemente como en otras ocasiones y perdono a todos los
habitantes, que conservarían la vida y la libertad. No así la ciudad, que
ordenó arrasar hasta los cimientos. Al juzgar de Plutarco, no fue este un gesto
de crueldad ni un arrebato de ira, impropios del carácter de Sertorio, sino una
meditada atención final con Pompeyo, un golpe postrero a su vapuleado orgullo
con el que Sertorio quería dejar claro la total derrota que había infligido a
aquel jovenzuelo considerado el mejor general de Roma. No era solo una cuestión
de vanidad personal, sino un mensaje para los pueblos hispanos de lealtad
dudosa. Pronto se diría en toda Hispania que Pompeyo observó arder una ciudad
aliada delante de sus narices y aun sintiendo el calor de las llamas no hizo
nada por socorrerla. Con este último saludo dio Sertorio por terminada la
dolorosa lección que había impartido al Alumno de Sila en Lauro.
Después de Lauro
El
triunfo de Sertorio supuso la completa consolidación de su poder en Hispania
con la adhesión de varios pueblos a su causa. Poco después de Lauro, estuvo a
punto de acabar definitivamente con Pompeyo en la batalla de Sucro —Júcar—,
donde el propio general optimate se
halló cerca de perecer. Solo lo impidió la aparición inesperada de Metelo, que
contra todo pronóstico había derrotado y dado muerte a Lucio Hirtuleyo cerca de
Segovia. Con ello perdió Sertorio a su mejor subalterno y la posibilidad de
mantener separados a Pompeyo y Metelo. En sus propias palabras: “de no haber
llegado la Anciana habría dado una buena azotaina a ese insolente muchacho
antes de mandarlo de vuelta a Roma”. Unidos, los ejércitos de los dos
gobernadores eran demasiado fuertes para el general rebelde, que desde entonces
tuvo que limitarse principalmente a hostigarlos y desgastarlos evitando grandes
batallas. La guerra se estancó en un punto muerto: Pompeyo y Metelo no
conseguían infligir una derrota decisiva a Sertorio, pero éste tampoco podía
vencerlos a ellos.
El
tiempo, no obstante, juagaba en contra de los sertorianos; conforme el
conflicto se alargaba, cada vez era más evidente que no podrían ganar. Sila
había muerto, la guerra civil se consideraba terminada y nadie fuera de Hispania apoyaba la
insurrección. Los objetivos políticos esbozados en su día —debilitar la
dictadura silana y apoyar e incitar el alzamiento de los populares— carecían ya
de sentido. Sertorio luchaba por una causa perdida y su resistencia no llevaba
a ninguna parte. Finalmente, él mismo aceptó la realidad y ofreció la paz a
Metelo y Pompeyo a cambio de la amnistía para él y sus hombres, pero los dos
generales, viendo débil a su rival, olían ya la gloria del triunfo y querían
volver a Roma con una victoria total y no un acuerdo de paz. Cuando quedó claro
que no habría piedad con los rebeldes comenzaron las deserciones, al principio
de individuos, luego ciudades y pueblos enteros. Sertorio, aferrado al control
del valle del Ebro, perdió la esperanza y su carácter antaño benévolo, sereno y
activo se oscureció, reprimiendo con crueldad los intentos de deserción. A raíz
de ello, creció el descontento entre sus seguidores, y en el 72 a.C. se
orquestó una conspiración en su contra instigada por Perpenna. Como muchos de
los grandes romanos de su tiempo, Sertorio encontró la muerte a manos de sus
más cercanos colaboradores, siendo apuñalado durante una cena en Osca. Sin su
líder, la causa sertoriana se derrumbó y Pompeyo no encontró dificultades en
derrotar a Perpenna, al que ordenó ejecutar junto con casi todos los cómplices
de la traición. No podría siquiera imaginar que muchos años después, cuando él,
derrotado y fugitivo, sufriera el mismo triste destino que el general sabino, sería
también vengado por su mayor rival: Julio César.
Pompeyo
y Metelo celebraron su triunfo en Roma, exultante por haber puesto fin de una
vez al último remanente de la guerra civil. En realidad, hacía ya tiempo que
los políticos más avispados habían empezado a tomar posiciones que harían
resurgir el conflicto de forma aún más feroz y resolutiva. La figura de
Sertorio estuvo condenada durante algún tiempo al oprobio, pero su brillo,
incluso tras la muerte, no podía mantenerse oscurecido por mucho y finalmente
su memoria fue reivindicada. Quinto Sertorio fue uno de los grandes romanos de
su época, condenado por la lealtad a sus ideales a enfrentarse a una patria que
siempre añoró pero que la fortuna adversa volvió su enemiga.