"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










miércoles, 3 de septiembre de 2014

La batalla de Lauro: la lección de Sertorio

La República romana murió tras una penosa y prolongada agonía de casi un siglo en el que Roma se tiñó con la sangre de brutales e interminables guerras civiles, conjuras y proscripciones. Sin embargo, aquel convulso tiempo no fue solo pródigo en crueldades, sino también en grandes personajes cuyo genio se abrió camino medio del caos. Aún hoy la recordamos como la época de Cicerón y de César, de Mario y Sila, de Marco Antonio, de Pompeyo y Craso o incluso de otros que, sin ser romanos, han pasado casi a la leyenda por su oposición a Roma, como Espartaco, Cleopatra o Vercingétorix.
La propia degradación del sistema republicano contribuyó a crear muchas de estas figuras. La obsesión del sistema político surgido tras el derrocamiento del último rey de Roma era evitar la acumulación de poder en una sola persona, pero a medida que los problemas aumentaban y la República se volvía más ineficaz los romanos empezaron a confiar su suerte a líderes carismáticos que prometían soluciones. El auge del personalismo en la política romana haría posible a un hombre como César llevar a la República hasta el cadalso y a otro como Augusto, ejecutarla.
En una época repleta de personajes ambiciosos enfrentados por el poder, cuando el odio era el motor de Roma y la misericordia una virtud desconocida, la fortuna cambiaba con rapidez, pero pocos tuvieron una vida tan brillante y trágica como Quinto Sertorio. Su figura, tan ligada a nuestra Hispania, ha quedado algo eclipsada por los colosos coetáneos, pero destaca con luz propia por sus gestas militares, su numantina negativa a la rendición y su denodada lucha en defensa de una causa perdida. La batalla de Lauro, acaecida en el 76 a.C. en la actual población valenciana de Liria, le enfrentó con otro de los protagonistas del crepúsculo republicano, Cneo Pompeyo, en un enfrentamiento que supuso el apogeo del poder sertoriano en Hispania y una lección atemporal de táctica militar.
 
La Primera Guerra Civil
Roma era en los albores del siglo I a.C. dueña absoluta del Mediterráneo. Cuatrocientos años de guerras constantes libradas con una determinación sin par habían conseguido elevar a la pequeña ciudad del Tíber por encima de los aguerridos pueblos itálicos,  del acaudalado imperio comercial cartaginés, de los poderosos reinos herederos de Alejandro el Grande y de las orgullosas polis griegas. El Imperio Romano crecía sin parar, las legiones sostenían guerras desde el Mar Negro hasta Hispania y los botines de las tierras conquistadas llenaban las arcas del Estado y los bolsillos de los senadores. Pero conforme la República aumentaba su poder en el exterior, se hacía más débil internamente. Las disparada expansión propició la corrupción de las instituciones y el aumento de la brecha social entre las élites que comandaban los ejércitos y se enriquecían en las campañas y los pequeños propietarios que tenían que cumplir el servicio militar en destinos remotos mientras sus tierras incultas eran absorbidas por las grandes villas de los terratenientes. Esta diferencia pronto tuvo su reflejo en la política, marcada por la oposición entre la facción conservadora ­—los optimates—, defensora del poder senatorial, y la popular, partidaria de amplias reformas sociales. Ambos partidos recurrían sin reparos a la violencia organizando bandas callejeras que convirtieron las calles de Roma en un campo de batalla mientras los líderes disputaban por hacerse con las principales magistraturas mediante la intimidación, el soborno o el asesinato. La situación, de por sí insostenible, se agravaba por las múltiples guerras que la República acometía en varios frentes: la rebelión del rey númida Yugurta en África, el alzamiento de los pueblos italianos en la llamada Guerra Social, la invasión de la provincia de Asia por parte del rey Mitrídates VI del Ponto o la interminable sangría que suponía Hispania.
 
Tal y como había de suceder, el sistema republicano terminó estallando en el año 88 a.C. por la rivalidad entre los líderes de las dos facciones: Cayo Mario, histórico dirigente de los populares, y Lucio Cornelio Sila, el más capaz de los optimates, ambos grandes militares y antiguos compañeros de armas. Los populares, trampeando la ley, revocaron la elección de Sila como cónsul con mando en la guerra contra Mitrídates, otorgando el puesto a Mario pese a su elevada edad. Sila no aceptó la revocación de su cargo y, por primera vez en la Historia, un general romano marchó sobre la Urbe con sus legiones, inaugurando una larga serie de guerras civiles que se perpetuarían durante seis décadas.

Legionarios del siglo I a.C.
Cayo Mario reformó las legiones para convertirlas en un ejército profesional,
en lugar de las unidades temporales de leva que eran hasta entonces. Por su peso
político,el nuevo ejército sería el gran protagonista del fin de la República .

Como era de esperar, Mario no pudo ofrecer resistencia y tuvo que huir a África, dejando Roma de nuevo en manos del Senado, que confirmó a Sila en su cargo y declaró a los líderes populares enemigos de la República. Sin embargo, en cuanto Sila partió para enfrentarse a Mitrídates, Mario volvió a Italia ayudado por uno de los dos cónsules, Lucio Cornelio Cina, afecto a los populares. Entre los dos reclutaron un ejército y en el 87 a.C. reconquistaron Roma, estableciendo un gobierno de extremada brutalidad.  Fueron asesinadas cientos de persona relacionadas con el Senado, el partido conservador o Sila, mientras bandas callejeras imponían un régimen de terror que solo se atenuó con la súbita muerte del anciano pero rencoroso Mario.  Cina dirigió un gobierno más moderado hasta su linchamiento por parte de legionarios amotinados, dejando al partido popular descabezado y sumido en el caos.  Entretanto, Sila había llegado a una paz con Mitrídates y volvió a Italia con su ejército, barriendo en una serie de batallas a los populares hasta entrar en Roma en el 83 a.C. —la tercera vez que la ciudad era conquistada en lustro—. Ante el vacío legal sin precedentes que había dejado la guerra, Sila se hizo proclamar dictador con mandato indefinido para reinstaurar el orden. A semejanza de lo que habían hecho Mario y Cina, el nuevo dictador organizó una dura represión mediante su temida política de proscripciones; la mayoría de los populares fueron ejecutados, desterrados o desaparecieron. Sila era ahora el dueño absoluto de Roma y nadie osaba oponérsele. O así fue hasta que apareció un hombre en Hispania llamado Sertorio.
 
Sertorio
Quinto Sertorio nació cerca del 122 a.C. en el seno de uno de los linajes notables de la ciudad de Nursia, en el territorio de los sabinos. Su padre murió prematuramente, dejando una esforzada viuda, Rea, que tomó toda la responsabilidad de criar a su hijo. Sin duda el joven Sertorio siguió la educación austera y severa propia delos sabinos,  a los que Plutarco creía descendientes de colonos espartanos por su sobriedad y belicosidad. En ese aspecto, Sertorio fue digno de su estirpe haciendo de dichas virtudes su seña de identidad. Destacó como hábil orador y se inició en el estudio de las leyes, pero su destino se encontraba en la carrera de las armas, hacia la que mostraba una inclinación natural. Los autores clásicos recogen sus primeras acciones en la guerra contra los cimbrios y los teutones, pueblos germánicos que en una masiva migración amenazaron con desestabilizar el corazón de la República. En aquella campaña, que Mario dirigió con maestría, Sertorio se ganó la confianza del general popular y puede que iniciase sus contactos con la facción política que dirigía.  En el año 97 a.C.,  Sertorio pisó por primera vez Hispania,  la tierra que le haría famoso y que le vería morir, destacando como tribuno militar a las órdenes del duro cónsul Didio, encargado de sofocar la revuelta de los aguerridos celtíberos. En Cástulo (cerca de Linares, Jaén), su audacia y frialdad salvaron a sus hombres de una emboscada mientras invernaban en la ciudad. Traicionados y atacados en plena noche por los habitantes, Sertorio reunió a los supervivientes en torno a sí y, tras abrirse camino hasta salir de la ciudad, los reagrupó y retomó la plaza al asalto. Sin darles un respiro, hizo vestir a sus tropas con el atavío de los muertos y cayó por sorpresa sobre la vecina Isturgi (Andújar), que había colaborado en la revuelta. Según Plutarco, desde aquella noche Sertorio gozó de una temible reputación entre los hispanos.
 
Sus gestas también le habían hecho un nombre en Roma, y Sertorio ascendió rápido en el cursus honorum, aunque la política no lo alejó de los campos de batalla. Pese a sus ascensos, su puesto favorito siguió siendo la primera línea, lo que le costó perder un ojo mientras mandaba una legión en la Guerra Social. Siempre se mostró orgulloso de esta herida, que entre sus hombres le valió el apodo de “el Cíclope”. Como señala Plutarco:
“…los generales más belicosos y que han logrado más éxitos con astucia unida a habilidad fueron tuertos: Filipo, Antígono, Aníbal y Sertorio […]. Se podría mostrar que éste último fue más casto con las mujeres que Filipo, más fiel a sus amigos que Antígono, más moderado respecto a los enemigos que Aníbal, no inferior a ninguno de estos en inteligencia pero a todos en fortuna.”
Plutarco, Vida de Sertorio, 1
La diosa Fortuna, en efecto, abandonaría a Sertorio al final de su vida, pero por aquel entonces parecía mantenerle como uno de sus favoritos. Animado por ello, en el 88 a.C. el sabino se presentó a las elecciones para tribuno de la plebe, un cargo de gran poder muy ambicionado por los políticos populares, pero Sila, cónsul a la sazón, se opuso y propició su derrota. No sabemos si Sila adivinó ya en él una amenaza potencial o solo lo veía como otro adepto de Mario, pero desde entonces hasta el día de su muerte ambos fueron irreconciliables enemigos. Cuando ese mismo año estalló la guerra civil, Sertorio se erigió como uno de los grandes cabecillas populares y apoyó a Mario y Cina en la reconquista de Roma, aunque su relación con el primero se había deteriorado mucho. Durante el baño de sangre que los populares desataron en la Urbe, Sertorio se señaló como el único líder que se abstuvo de saqueos y matanzas, oponiéndose vehementemente a la brutalidad de Mario. Su antiguo superior llegó incluso a liberar una turba de esclavos, los llamados Bardayaei, con permiso para violar y asesinar a toda persona vinculada a los conservadores. Sertorio, indignado, reunió a algunos legionarios veteranos y, rodeando el campamento de los Bardayaei, los exterminó. La muerte de Mario alivió un poco la situación,  pero Sertorio se había distanciado mucho de los demás líderes del partido. En el año 83 a.C. fue elegido pretor y se le encomendó el gobierno de la Hispania Citerior, provincia que ya conocía bien. Acogió el nombramiento con alegría, pues le permitía alejarse de la viciada política de Roma, especialmente cuando el ejército de Sila se aproximaba y se palpaba el desastre para los populares.
 
El bastión de Hispania
Mientras en Italia Sila masacraba a las desmoralizadas y pesimamente mandadas tropas de los populares, Sertorio emprendió una dura travesía hacia su provincia sin volver la vista atrás. Pero al otro lado de los picos tempestuosos del Pirineo le esperaba una desagradable sorpresa: al gobernador saliente, Cayo Valerio Flaco, le habían llegado noticias de la victoria de Sila en Roma y, deseoso de congraciarse con el nuevo líder, se negó a traspasar los poderes a Sertorio, por lo que legalmente su mando carecía de validez. El incansable general sabino no estaba dispuesto a rendirse, pero su escaso ejército traído de Italia no bastaba para oponerse al poder de Roma, que el hado adverso había vuelto ahora contra él. Mediante una política generosa, consiguió ganarse a algunos pueblos celtíberos hastiados del dominio opresivo de los gobernadores. Sertorio conocía bien a aquellas orgullosas y rudas gentes, y les liberó de la onerosa obligación de acuartelar tropas en sus ciudades, un motivo frecuente de fricciones y motines como el que casi le costó la vida en Cástulo. Con el apoyo celtíbero y la adhesión de muchos colonos romanos, Sertorio se hizo dueño del noroeste peninsular. Pero sus preparativos no bastaron para frenar en el 82 a.C. el contrataque silano del procónsul Cayo Annio, que obligó a Sertorio a huir por mar con cuanto pudo reunir de su ejército. El general sabino, convertido en fugitivo del poder romano, vagó por el Mediterráneo en unión a unos piratas de Cilicia —sur de Turquía— y, tras ser derrotado de nuevo por Annio en una batalla anfibia al intentar conquistar Ibiza acabó  recabando en Tingis —hoy Tánger—. La región estaba sumida en una revuelta contra el rey Ascalis, vasallo de Roma y, por tanto, de Sila. Sertorio, sin dudarlo, se ofreció para comandar a los insurrectos y rápidamente venció al monarca y al general romano Paciano, enviado por Sila, cuyas tropas se pasaron al vencedor engrosando el núcleo romano del ejército sertoriano.
 
Gracias a esta victoria, Sertorio recuperó el prestigio y la fortuna que parecía haber perdido para siempre. Estando establecido en Tingis, recibió a una embajada de lusitanos que busacaba su apoyo para librarse del abusivo gobernador silano, probablemente el propretor Aurelio Cota. Vio en ello la ocasión para retornar a Hispania, donde se movía como pez en el agua, y desquitarse de su oprobiosa derrota anterior arrebatando el control de la región al odiado gobierno de Sila. En el 80 a.C., Sertorio cruzó el estrecho y desembarcó cerca de Tarifa, seguramente en el puerto romano de Baelo Claudia, tras derrotar en una batalla naval al propretor Cota, que había salido a su encuentro. Sin duda los lusitanos no esperaban un triunfo tan expeditivo y sencillo para la empresa y, admirados, se pusieron por completo a las órdenes del general sabino. Gracias a este apoyo, Sertorio pudo contar con el respaldo de una veintena de ciudades y agregar cuatro mil guerreros lusitanos y setecientos jinetes a su reducido ejército, que apenas contaba con dos mil seiscientos legionarios romanos y alrededor de setecientos africanos que le habían seguido desde Tingis. Aquellas fuerzas resultaban insignificantes comparadas con las de sus rivales, pese a lo cual consiguió derrotar, sucesivamente, a los  gobernadores de las dos provincias hispanas, Fufidio y Calvino. Estas victorias descabezaron a la facción silana y permitieron que Sertorio se fortaleciera enormemente, atrayendo a su causa numerosas ciudades y ganándose el apoyo de muchos de los pueblos nativos, hasta llegar a disputar a Sila el control de toda la Hispania romana.
Hispania en el año 76 a.C.
Aparecen destacados los lugares que se citan en el artículo.
Desgraciadamente, la información sobre las campañas de Sertorio es fragmentaria y no permite reconstruir de forma sistemática sus acciones, por lo que seguirá siendo un sorprendente enigma la forma en la que el sabino fue capaz de derrotar a tan superiores fuerzas una y otra vez. Sí sabemos que llegó a ser un maestro en la guerra de desgaste, habilísimo en sacar lo mejor de sus recursos por escasos que fuesen  y en golpear al enemigo en sus puntos más débiles sin exponerse a riesgos innecesarios. Dominaba la batalla campal y el asedio, pero si no le convenía desesperaba a sus enemigos con escaramuzas en las que sobresalían sus guerreros hispanos. Poseía, en fin, esa astucia e inventiva que distingue a los generales geniales de los comandantes vulgares que se limitan a seguir el manual no escrito de la guerra.
Sus virtudes como militar valdrían para hacerle un hueco en el pabellón de generales ilustres, pero Sertorio, más allá de eso, sobresalió por su habilidad para tratar con los hispanos. En una época en la que gran parte de Hispania estaba recién conquistada y la brecha entre romanos y nativos era aún evidente, pocos romanos comprendieron como Sertorio a los hispanos y ninguno se ganó su afecto como él. El sabino tuvo un inusitado celo en asegurar que los hispanos fuesen tratados con respeto y generosidad, castigando expeditivamente cualquier abuso contra las poblaciones autóctonas entre sus hombres. Incluso entre los romanos de su bando llegó a sentirse malestar por creer que prefería a los bárbaros. Combinando rasgos de las dos culturas, se rodeó de una escolta de guerreros celtíberos mediante el ancestral juramento de la devotio ibérica y a la vez creó en su capital,  la ciudad de Osca —Huesca—, una academia para educar al estilo romano a los hijos de los jefes que le servían. Sin duda había mucho de interesado en la benevolencia de Sertorio, pero bajo su mando los hispanos conocieron la faceta positiva de la romanización y, paradójicamente, el hombre que se enfrentaba a Roma les acercó más que nadie a ella.
Ante el imparable ascenso de Sertorio, Sila envió como gobernador de la Hispania Ulterior en el 79 a.C. a Quinto Cecilio Metelo Pío, uno de los hombres más cercanos al dictador. Metelo, de una ilustre familia de militares y con algunos éxitos importantes en su carrera, era sin embargo un hombre mayor, dubitativo y excesivamente prudente que se demostró del todo incapaz para frenar al enérgico, resuelto y audaz Sertorio. Sufrió varios fracasos más deshonrosos que resolutivos y se encerró en sus cuarteles en la Lusitania, mientras la práctica totalidad de la Hispania Citerior se pasaba a la causa sertoriana. En el año 78 a.C., Sila murió dejando al Senado desconcertado y con la situación de Hispania del todo insostenible. Para mayor desesperación de los optimates, desembarcó en la Península el general popular Marco Perpenna Vento, un hombre ambicioso que había conseguido reunir a los supervivientes de una fallida revuelta contra Sila hasta conformar un ejército de cierta entidad. En Roma cundió el pánico ante la idea de que, unidos Sertorio y Perpenna, pudieran marchar sobre Italia y hacerse con la Urbe. Nadie esperaba que Metelo pudiera de neutralizar la amenaza y Roma solo tenía un general considerado capaz de enfrentarse a Sertorio, Cneo Pompeyo, llamado el Magno.
 
La batalla de Lauro
Pompeyo fue uno de los protagonistas indiscutibles del ocaso de la República y su vida es un perfecto paradigma de aquel convulso tiempo. Sin un noble linaje a sus espaldas ni grandes apoyos políticos, se erigió como uno de los hombres fuertes de Italia a muy temprana edad gracias a la lealtad de un ejército que había reclutado personalmente entre clientes de su familia, propietaria de amplias tierras en Piceno. Al mando de éste, se puso de parte de Sila en la guerra civil, derrotando a los populares en varias campañas fulminantes que le ganaron el apodo entre los populares de “el Joven Carnicero”. Los triunfos de Pompeyo acabaron con toda oposición a Sila fuera de la Hispania sertoriana y rápidamente se convirtió en el más cercano y temido de sus generales. El propio dictador le otorgó el nombre de Magno, que Pompeyo, vanidosamente, empleó con insistencia desde entonces. La muerte de su protector, lejos de mermar la influencia del joven, impulsó su ascenso al aprovechar el vacío de poder para amedrentar con la Espada de Damocles de sus legiones al titubeante Senado. Pese a que no había ostentado ninguna magistratura oficial, consiguió que se le dieran poderes proconsulares para tomar las riendas de la guerra sertoriana. Pompeyo buscaba la gloria y no había mejor forma de alcanzarla que venciendo al invencible general rebelde en su bastión hispano.
 
En el 76 a.C. Pompeyo llegó a Hispania cruzando los Pirineos por la costa mediterránea. Al saberlo, las tropas de Perpenna, que ya habían sido derrotadas por el “Joven Carnicero” en Sicilia, considerando a su general incapaz de hacerle frente, le rogaron que se uniera a Sertorio. Perpenna, por orgullo, se negó a ponerse a las órdenes del sabino, pero cuando sus soldados amenazaron con un motín tuvo que ceder. Con este refuerzo, Sertorio organizó rápidamente una estrategia para detener a Pompeyo. Dedujo que su joven adversario, al que en memoria de su fallecido enemigo llamaba “el Alumno de Sila”, trataría sin duda de avanzar por la costa levantina hasta conectar en Cartago Nova con la zona controlada por Metelo, al que había obsequiado hacía tiempo con el cáustico apodo de “la Anciana”. Para evitarlo, Sertorio envió a su lugarteniente, el siempre eficiente Lucio Hirtuleyo, a retener a Metelo en Lusitania mientras Perpenna debía bloquear a Pompeyo el cruce del Ebro. Sertorio había previsto correctamente la estrategia de Pompeyo pero Perpenna fue incapaz de impedir su avance, por lo que el propio sabino tuvo que acudir apresuradamente con las tropas que mantenía combatiendo a las tribus de los berones y autrigones Ebro arriba. Para sorpresa de sus oficiales, en lugar de salir al encuentro del enemigo, Sertorio ordenó poner bajo sitio la ciudad de Lauro —Liria—, el principal enclave de los iberos edetanos, que habían solicitado ayuda a Pompeyo. Con una sonrisa, el general sabino explicó que se disponía a darle una lección magistral al Alumno de Sila.
 
Pompeyo, al enterarse de que Sertorio estaba sitiando Lauro, se apresuró con sus tropas en socorro de la ciudad aliada. El historiador Orosio afirma, con cifras improbables, que Sertorio era ampliamente superior en número a Pompeyo, pero el general optimate era hombre audaz y además sabía que los guerreros hispanos que componían la mayor parte de las tropas sertorianas, armados ligeramente, no eran rival en campo abierto para sus bien equipadas y disciplinadas legiones. En cualquier caso, Pompeyo no atacó inmediatamente y dio tiempo a Sertorio a trasladar su campamento desde el llano a un cerro que dominaba la ciudad, pese a las maniobras de su rival por impedírselo. Sin embargo, como si moviesen fichas de ajedrez buscando el jaque, Pompeyo trasladó entonces su campamento hasta la retaguardia de Sertorio, dejándole encerrado entre sus legiones y los muros de Lauro. Seguro de haber ganado la partida y en un jactancioso gesto muy de su estilo, Pompeyo envío un mensajero a la ciudad pidiendo a los sitiados que se asomasen a ver al gran Sertorio siendo derrotado. Pero el sabino, nos dice Plutarco, echó a reír al enterarse y contestó con el primer capítulo de su lección: “Le enseñaré yo al Alumno de Sila que un general debe mirar no solo hacia delante, sino también a su alrededor”. En efecto, en su premura por arrinconar a Sertorio, Pompeyo había dejado a su espalda el antiguo campamento de aquel, sin advertir que en su interior se ocultaban seis mil hombres que amenazaban su retaguardia si desplegaba el ejército en orden de batalla. Al revés de lo que creía, Sertorio le había acorralado a él.
 
Sin posibilidad de retirarse o avanzar, Pompeyo se resignó a esperar en su campamento un cambio de fortuna mientras veía como su rival asediaba impunemente Lauro. Para colmo de males, sus suministros escaseaban y el ejército empezaba a pasar hambre. Cerca de su posición existía una zona perfecta para hacer acopio de víveres y leña, pero era batida constantemente por la caballería y la infantería ligera sertorianas, por lo que cada salida para forrajear se convertía en una costosa batalla para los pompeyanos. Finalmente, los exploradores de Pompeyo señalaron al general la existencia de otra zona apta, mucho más lejos del campamento pero libre de enemigos. Aunque el trayecto de ida y vuelta empleaba más de un día a los forrajeadores, los hombres de Pompeyo ya no podían soportar el esquivo hostigamiento al que les sometían los hispanos de Sertorio, así que se optó por la segunda zona. Durante varios días las expediciones volvieron sin sufrir ataques y parecía que el lugar había pasado inadvertido a los enemigos.
 
Nada más lejos de la realidad. Sertorio conocía el terreno mucho mejor que su rival y simplemente estaba preparando la segunda parte de su lección. Una vez los pompeyanos se convencieron de que no existía peligro, relajaron la precaución en sus salidas, tal y como Sertorio esperaba. Cual cazador, aguardó, paciente, a la presa adecuada hasta que un día observó salir del campamento enemigo una expedición de forrajeadores numerosa pero indisciplinada. Inmediatamente, envió a emboscarla a uno de sus comandantes, Octavio Graecino, con diez cohortes de legionarios y diez de guerreros hispanos, junto con dos mil jinetes mandados por Tarquino Prisco. Con cautela de no ser advertidos, Graecino y Prisco se adelantaron bajo el manto de la noche a los pompeyanos y ocultaron a su contingente en un montículo arbolado que dominaba la ruta de regreso de los forrajeadores. Cubiertos por la espesura, los hispanos formaron la primera línea, con los legionarios a su espalda y los jinetes en retaguardia, para que los relinchos no alertasen a los enemigos. Con esta disposición aguardaron en silencio toda la noche, hasta que el convoy pompeyano hizo su aparición bien entrado el día, hacia la hora tercia. Marchaba desordenado, con gran parte de la escolta ocupada en saquear las proximidades y sin rastreadores que asegurasen el itinerario. Los jinetes que debían guardar la retaguardia, considerando que no existía riesgo, se habían alejado para apacentar a sus monturas y varios grupos aislados vagaban por las cercanías recogiendo más víveres. Era sin duda una presa fácil para las pacientes tropas sertorianas. A la señal de sus oficiales, los guerreros hispanos saltaron de la maleza cayendo ferozmente sobre los forrajeadores. La sorpresa en el convoy fue total y del desorden despreocupado se pasó al despavorido caos. Los hispanos, armados ligeramente, destacaban por su habilidad para las emboscadas y eran muy estimados por los romanos como escaramuzadores por su velocidad y fiereza. Antes de que hubiese reacción alguna, ya habían acabado con muchos de los romanos y desbaratado por completo el convoy. Los oficiales pompeyanos más resolutos comenzaron a organizar algo parecido a una línea de batalla para hacerles frente, pero antes de que tuviesen tiempo de formar sufrieron la carga de las cohortes de legionarios sertorianos, precedida por una mortífera lluvia de pila —jabalinas—. Al entrar en liza la infantería pesada romana en apoyo de los guerreros hispanos, la resistencia se vino abajo definitivamente y los vapuleados pompeyanos se dieron a la fuga. Para rematar el trabajo, Tarquino Prisco lanzó a sus jinetes en pos de los fugitivos. No contento con dar caza a los rezagados, envió a doscientos de sus hombres para que se adelantasen a galope tendido por un atajo y cerrasen el paso de los huidos. Cuando, en su frenética desbandada, los más veloces de los pompeyanos divisaban ya la seguridad de su campamento, fueron sorprendidos por el destacamento de Prisco y, con el camino cortado, tuvieron que volver sobre sus pasos, causando si cabe más confusión entre los camaradas que les seguían. Sorprendida, desbandada y cercada, la expedición de forrajeo estaba irremisiblemente perdida si no recibía ayuda urgente.

Los guerreros hispanos de Sertorio acechan al convoy de Pompeyo.
Sobre ellos dice Plutarco: "[Los romanos]  estaban acostumbradas a rechazar y
destrozar a los enemigos en batalla campal, pero no a trepar por los montes,
siguiendo el alcance de sus incansables fugas a unos hombres veloces como
el viento, ni a tolerar como ellos el hambre y un género de vida en la que
para nada echaban de menos el fuego ni las tiendas."
Pompeyo, viéndolo desde su campamento, ordenó salir a toda prisa a su legado Décimo Lelio con una legión para socorrer a sus soldados. Al aproximarse los hombres de Lelio, la caballería sertoriana pareció batirse en retirada, pero en realidad no era sino un resorte más de la gigantesca trampa preparada para Pompeyo. Los jinetes de Prisco, que serían en su mayoría hispanos, efectuaron una falsa fuga muy propia de los pueblos peninsulares y, una vez hubieron alejado suficiente a Lelio del campamento, giraron a la derecha y envolvieron a la lenta infantería legionaria. A su vez, la infantería de Graecino, que venían persiguiendo a los restos del convoy, chocó frontalmente con Lelio, que quedó atrapado entre los dos comandantes sertorianos.
Pompeyo, desesperado, ordenó que el ejército al completo se preparase para salir en apoyo de sus desafortunados compañeros. Con el fragor del cercano combate en sus oídos, los soldados pompeyanos se armaron tan rápido como pudieron y formaron en orden de batalla bajo los gritos apremiantes de sus oficiales. El propio general se colocó al frente y ya había dado la orden de avanzar cuando sobre una colina a su retaguardia apareció Sertorio con todo su ejército. El sabino, que había seguido atentamente todos los movimientos de sus subalternos y su rival, estaba esperando aquel paso del Alumno de Sila y en cuanto le vio salir con todas sus fuerzas ordenó hacer lo propio a las suyas. Ahora lo tenía justo donde quería: si entraba en el combate a ayudar a sus hombres, quedaba expuesto al ataque de Sertorio por su espalda, lo que supondría la derrota total del joven general optimate. Pompeyo lo entendió perfectamente; había vuelto a caer ante el genio táctico de su oponente, que estaba siempre dos movimientos por delante. Maldiciendo a Sertorio, tuvo que observar impotente como los restos del convoy y la legión de Lelio eran barridos a la vista de todos sus camaradas sin atreverse a hacer nada por ayudarles. Según Frontino, que recoge al detalle esta batalla, Pompeyo perdió diez mil hombres aquel día. Engañado, derrotado y humillado, no pudo sino encerrarse de nuevo en su campamento mientras la oficialidad trataba de calmar el soliviantado ánimo de la tropa.
Poco tiempo después de la batalla, ante la evidente incapacidad de Pompeyo para levantar el sitio, la ciudad de Lauro se rindió a Sertorio. El general sabino se mostró tan clemente como en otras ocasiones y perdono a todos los habitantes, que conservarían la vida y la libertad. No así la ciudad, que ordenó arrasar hasta los cimientos. Al juzgar de Plutarco, no fue este un gesto de crueldad ni un arrebato de ira, impropios del carácter de Sertorio, sino una meditada atención final con Pompeyo, un golpe postrero a su vapuleado orgullo con el que Sertorio quería dejar claro la total derrota que había infligido a aquel jovenzuelo considerado el mejor general de Roma. No era solo una cuestión de vanidad personal, sino un mensaje para los pueblos hispanos de lealtad dudosa. Pronto se diría en toda Hispania que Pompeyo observó arder una ciudad aliada delante de sus narices y aun sintiendo el calor de las llamas no hizo nada por socorrerla. Con este último saludo dio Sertorio por terminada la dolorosa lección que había impartido al Alumno de Sila en Lauro.
 
Después de Lauro
El triunfo de Sertorio supuso la completa consolidación de su poder en Hispania con la adhesión de varios pueblos a su causa. Poco después de Lauro, estuvo a punto de acabar definitivamente con Pompeyo en la batalla de Sucro —Júcar—, donde el propio general optimate se halló cerca de perecer. Solo lo impidió la aparición inesperada de Metelo, que contra todo pronóstico había derrotado y dado muerte a Lucio Hirtuleyo cerca de Segovia. Con ello perdió Sertorio a su mejor subalterno y la posibilidad de mantener separados a Pompeyo y Metelo. En sus propias palabras: “de no haber llegado la Anciana habría dado una buena azotaina a ese insolente muchacho antes de mandarlo de vuelta a Roma”. Unidos, los ejércitos de los dos gobernadores eran demasiado fuertes para el general rebelde, que desde entonces tuvo que limitarse principalmente a hostigarlos y desgastarlos evitando grandes batallas. La guerra se estancó en un punto muerto: Pompeyo y Metelo no conseguían infligir una derrota decisiva a Sertorio, pero éste tampoco podía vencerlos a ellos.
 
El tiempo, no obstante, juagaba en contra de los sertorianos; conforme el conflicto se alargaba, cada vez era más evidente que no podrían ganar. Sila había muerto, la guerra civil se consideraba terminada  y nadie fuera de Hispania apoyaba la insurrección. Los objetivos políticos esbozados en su día —debilitar la dictadura silana y apoyar e incitar el alzamiento de los populares— carecían ya de sentido. Sertorio luchaba por una causa perdida y su resistencia no llevaba a ninguna parte. Finalmente, él mismo aceptó la realidad y ofreció la paz a Metelo y Pompeyo a cambio de la amnistía para él y sus hombres, pero los dos generales, viendo débil a su rival, olían ya la gloria del triunfo y querían volver a Roma con una victoria total y no un acuerdo de paz. Cuando quedó claro que no habría piedad con los rebeldes comenzaron las deserciones, al principio de individuos, luego ciudades y pueblos enteros. Sertorio, aferrado al control del valle del Ebro, perdió la esperanza y su carácter antaño benévolo, sereno y activo se oscureció, reprimiendo con crueldad los intentos de deserción. A raíz de ello, creció el descontento entre sus seguidores, y en el 72 a.C. se orquestó una conspiración en su contra instigada por Perpenna. Como muchos de los grandes romanos de su tiempo, Sertorio encontró la muerte a manos de sus más cercanos colaboradores, siendo apuñalado durante una cena en Osca. Sin su líder, la causa sertoriana se derrumbó y Pompeyo no encontró dificultades en derrotar a Perpenna, al que ordenó ejecutar junto con casi todos los cómplices de la traición. No podría siquiera imaginar que muchos años después, cuando él, derrotado y fugitivo, sufriera el mismo triste destino que el general sabino, sería también vengado por su mayor rival: Julio César.
 
Pompeyo y Metelo celebraron su triunfo en Roma, exultante por haber puesto fin de una vez al último remanente de la guerra civil. En realidad, hacía ya tiempo que los políticos más avispados habían empezado a tomar posiciones que harían resurgir el conflicto de forma aún más feroz y resolutiva. La figura de Sertorio estuvo condenada durante algún tiempo al oprobio, pero su brillo, incluso tras la muerte, no podía mantenerse oscurecido por mucho y finalmente su memoria fue reivindicada. Quinto Sertorio fue uno de los grandes romanos de su época, condenado por la lealtad a sus ideales a enfrentarse a una patria que siempre añoró pero que la fortuna adversa volvió su enemiga.