"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










sábado, 28 de enero de 2012

Otumba, un monumento al heroísmo

A lo largo de la Historia, ha habido un puñado de combates que se han erigido como monumentos eternos al valor. De entre ellos, Otumba podría aspirar sin ningún rubor al primer puesto. Aquel 7 de julio de 1520 los hombres de Cortés legaron a la Historia uno de los mayores actos de heroísmo que el mundo ha contemplado. Cansados, heridos y en inferioridad numérica, los españoles y sus aliados tlaxcaltecas libraron un combate a la desesperada que decidió la suerte del todopoderoso imperio azteca.
La infamia de algunos supuestos historiadores posteriores para los que el odio a España era el guion según el cual escribían y la lamentable falta de interés de los españoles han cubierto la conquista de América de calumnias mientras se exalta el coraje de los colonos anglosajones que, en su conquista del oeste, exterminaron a la población nativa de Norteamérica. Este proceso de demonización de la conquista española requería manipular todo episodio glorioso para convertirlo en perverso. En muchos casos lo consiguieron, como con la batalla de Cajamarca. En otros, la verdad era demasiado impresionante como para deformarla, por lo que se ocultó para tratar de que se olvidase con el tiempo. Otumba es una víctima de esto último. Pero el heroísmo de los que lucharon aquel día y la memoria de los que dejaron su vida allí ha conseguido trascender hasta hoy.

Cortés en Tenochtitlan
Hernán Cortés, un hidalgo extremeño de poca monta, desobedeciendo las órdenes de su superior, el gobernador de Cuba Diego Velázquez, había dirigido una pequeña expedición hacia el interior del desconocido continente americano. Su intención: derrocar al imperio mexica, comúnmente llamado azteca, que según los indios de la costa era la mayor potencia de América central. Observando a sus escasos quinientos hombres, cualquiera hubiese dicho que el joven Cortés no se encontraba en sus cabales. Lo mismo que dijeron muchos griegos cuando Alejandro Magno marchó contra el imperio persa.
En un año Cortés había llegado a la capital del imperio, la impresionante Tenochtitlan, erigida sobre las aguas del lago Texcoco. Por el camino se había aliado con los pueblos sometidos al despótico dominio azteca, incrementando su fuerza con unos cientos de indígenas, en su mayoría aguerridos tlaxcaltecas, los únicos que se oponían a los aztecas. El tlatoani, el emperador azteca, era a la sazón Moctezuma II, un hombre con dieciséis años de experiencia en el trono que le habían enseñado a ser prudente. En la ciudad de Cholula, en la que acamparon los españoles, organizó una emboscada para acabar con Cortés, pero el extremeño se percató y solucionó el problema con una matanza. Después de esta demostración de fuerza, Cortés llegó a Tenochtitlan y Moctezuma le recibió pacíficamente. Los españoles y sus aliados recibieron alojamiento en la ciudad y el tlatoani y Cortés empezaron un juego de diplomacia para tratar de averiguar lo máximo del contrario. Ambos se enfrentaban a razas completamente desconocidas, con culturas muy distintas y entre las cuales se habría una brecha temporal de más de 2000 años. Poco a poco Cortés se fue haciendo con el control, ganándose la confianza de Moctezuma. Su objetivo era convencerle de someterse al César Carlos. Si Gonzalo Fernández de Córdoba había sido “el hombre que ganó un reino”, Cortés esperaba ser “el hombre que ganó un imperio”.
Pero era obvio que el sueño de un sometimiento pacífico jamás se haría realidad. Los aztecas y los españoles solo tenían en común dos cosas: la predisposición a la guerra y el orgullo patrio. Esto no ayudaba precisamente a la convivencia. Los españoles, siempre dispuestos a matar en combate, apretaban las empuñaduras de sus espadas con frustración ante el sacrificio masivo de seres humanos que los aztecas llevaban a cabo de continuo. Eran tiempos difíciles y más que nunca el pueblo mexica necesitaba contentar a sus dioses con la ansiada sangre humana. El mismo Cortés, considerando su posición en la ciudad suficientemente fuerte, destruyó varios ídolos de uno de los principales templos. Los altercados religiosos, así como otros más mundanos que no nos han llegado pero que de buen seguro ocurrieron, empezaron a crear una sensación de peligroso malestar en la capital azteca. Entre la población iba creciendo el odio hacia los extranjeros, que paseaban por Tenochtitlan como si fuese suya y blasfemaban ofendiendo a los dioses.
A mediados de mayo Cortés fue informado de que un contingente español había desembarcado con órdenes de apresarle. Diego Velázquez no quería saber nada de imperios y conquistas y encomendó al capitán Pánfilo de Narváez capturar al loco de Cortés y llevarlo a Cuba. Los problemas se multiplicaban pues la casta sacerdotal de Tenochtitlan, el colectivo más amenazado por los españoles y la extraña religión sin sangre que promulgaban, anunció que los dioses pedían la expulsión o muerte de los extranjeros. Cortés sabía que su única oportunidad de derrotar a Narváez era atacándole rápido y por sorpresa, por lo que salió en busca del enviado del gobernador con gran parte de su ejército. En la agitada capital dejó a ciento veinte hombres al mando de Pedro de Alvarado, uno de sus más leales capitanes. El tiempo demostró que fue uno de los pocos errores del extremeño.
Hernán Cortés, según el maravilloso Augusto Ferrer Dalmau.
El hidalgo extremeño supo combinar astucia, audacia y carisma
para culminar una gesta equiparable a la de Alejandro Magno


La Noche Triste

A pesar de la valentía de Narváez, que herido en el ojo y abandonado por sus hombres se defendió solo hasta que las llamas le obligaron a abandonar el cobertizo en el que se hallaba, Cortés derrotó a las tropas del gobernador con extremada facilidad. La llamada batalla de Cempoala se saldó con apenas veinte muertos y la reconciliación de los contendientes, que se unieron animosamente al ejército del hidalgo extremeño. Así, victorioso y con más hombres, Cortés volvió a Tenochtitlan.
La llegada no fue para nada gloriosa. Calles vacías, signos de lucha y ningún indicio de vida. Los extrañados españoles alcanzaron el palacio que les servía de cuartel y lo encontraron fortificado y con evidentes señales de asedio. Alvarado les recibió tratando de explicar lo acontecido. No sabemos que diría exactamente el capitán, pero parece ser que la verdad no le favorecía mucho. Con la tensión casi insoportable y los aztecas más hostiles desde la salida de Cortés, los tlaxcaltecas que se habían quedado con Alvarado informaron al capitán de que los aztecas preparaban una revuelta. Jamás sabremos si era cierto, se ha alegado que los aliados indios engañaron a Alvarado llevados por la ancestral enemistad entre los pueblos, pero parece poco probable que los tlaxcaltecas, por mucho que odiasen a los aztecas, fuesen tan idiotas de inventar esa mentira estando en mitad de Tenochtitlan y en una abrumadora inferioridad. Alvarado era un soldado, con todo lo bueno y lo malo que esto implica. No era diplomático. La nobleza mexica se había reunido para la ceremonia anual de sacrifico de un muchacho a los dioses. Alvarado y sus hombres irrumpieron y acabó sacrificado todo indio que por allí había. La ciudad entera se alzó contra ellos. Pero Alvarado era un soldado, para lo bueno y para lo malo, y consiguió replegarse al palacio de Axayácatl y fortificarlo, además de retener a Moctezuma y varios miembros de su corte como rehenes. Así les encontró Cortés.
Durante días, los españoles y los tlaxcaltecas defendieron el recinto de Axayácatl de los furibundos aztecas, pero era cuestión de tiempo que muriesen todos, bien de hambre o bien en el altar, dependiendo de que tal fuese la defensa. Cortés pidió a Moctezuma que hablase a su pueblo y le calmase, a lo que el tlatoani accedió a cambió de la libertad de su hermano Cuitlahuac. Cumplida la condición, Moctezuma salió al balcón y trató de tranquilizar a su pueblo. Su fin es conocido, a los aztecas no les gustó que su emperador defendiese a los aborrecidos extranjeros, y lo mataron a pedradas. La última oportunidad de Cortés expiró después de cuatro días de agonía.
Solo quedaba una opción: salir de allí. La noche del 30 de junio al 1 de julio de 1520 llovió. Los españoles abandonaron en silencio Axayácatl llevando sus cañones, sus caballos y  grandes cantidades de oro. Iban con ellos sus aliados tlaxcaltecas, varios porteadores, traductores, sacerdotes y mujeres. La mayoría de ellos no saldría de la ciudad. Los aztecas esperaban su salida y se abalanzaron sobre ellos. Se desató el infierno en Tenochtitlan mientras a la carrera los españoles se habrían paso a espadazos. La “Noche Triste” no fue la pretendida huida desesperada que se ha presentado, un “sálvese quien pueda” en el que con maligno interés se ha recalcado como el oro ralentizó la marcha y fue la perdición de muchos. No se ha querido mencionar que también ralentizaban los civiles que los aztecas asesinaban sin compasión de maneras espantosas, ni que además de por salvar el oro, muchos soldados murieron por retroceder para proteger a las mujeres y los sacerdotes. No se ha mencionado como Alvarado, con el que los anglosajones y sus semejantes han gustado de ensañarse por la matanza anteriormente mencionada, dirigió la retaguardia y resistió para dar tiempo a los demás, salvándose in extremis y solo cuando nadie quedaba detrás de él. No se ha mencionado como Cortés, una vez a salvo en la orilla, espada en mano volvió al infierno para seguir luchando. La “Noche Triste” fue triste por la de vidas que se perdieron, pero nunca fue la humillante huida de los españoles que a muchos les hubiese gustado.
El camino a Otumba
Tras la victoria, los aztecas se entretuvieron festejando con gran pompa y boato su triunfo sobre los despreciados españoles. Estaban muy ocupados conduciendo a los prisioneros castellanos y tlaxcaltecas hacia los altares, ofreciendo sus corazones a los dioses y devorando sus cuerpos como para perseguir a los supervivientes. Además, eran pocos y estaban derrotados, ya no constituían un peligro. Eso creían los aztecas, que pronto comprobarían lo obstinados que eran los españoles.
Cortés reagrupó a su tropa y se produjo el terrible recuento. Seiscientos españoles habían quedado en Tenochtitlan, bien en el fondo de los canales, bien en los altares de los templos. Los aliados tlaxcaltecas llevaron la peor parte, pues solo cien habían quedado del millar que salió de Axayácatl. Muchos caballos habían muerto, todos los cañones se habían perdido y los arcabuces que les quedaban estaban arruinados por la pólvora mojada. Seguramente aquel reducido y maltrecho contingente se hubiese entregado al pánico de no ser por su comandante. Cortés no se rendía, animó a sus hombres a seguir adelante. “Vamos, que nada nos falta” fueron sus palabras. Ante aquella demostración, los españoles y los tlaxcaltecas aferraron sus armas y apretaron los dientes, dispuestos a seguir a Cortés a dónde quisiese llevarles. A fin de cuentas, tanto unos como otros eran orgullosos pueblos de guerreros para los que la derrota no era una opción.

Cortés y sus capitanes sabían que debían llegar a Tlaxcala, donde podrían reponer fuerzas y preparar la revancha. Para ello, eligieron bordear el lago Texcoco por el norte. La marcha fue dura y penosa. Los indios, enardecidos, les hostigaron con fiereza pero sin orden. El hambre les atacaba con aun más saña. Pero Cortés cabalgaba decidido y con la cabeza alta, tan animoso como siempre. Y así lo hacían Alvarado, Sandoval, Olid y todos los capitanes. Hidalgos castellanos para los que la derrota no era más que un inconveniente. Sus soldados les seguían aguantando estoicamente. Ellos sabían donde se metían cuando zarparon para el Nuevo Mundo, nadie les había obligado. Habían seguido a Cortés porque creían en él, y el extremeño les había hecho dioses. Por un tiempo habían rozado con los dedos la gloria de la conquista, y no iban a permitir que se les escapase. Eran hombres acostumbrados a la guerra y al hambre, que conocían a su enemigo y estaban en paz con Dios. Además, eran españoles.

Una batalla para la posteridad

El 7 de julio de 1520 llegaron al valle de Otumba. Ante ellos encontraron formada una marea de indios que bloqueaba el camino. Los españoles recorrieron con la vista el contingente enemigo. Miles de guerreros, con sus macanas, lanzas y arcos, con sus pendones y estandartes ondeando, les aguardaban. En las primeras líneas se agrupaban las cofradías militares del Jaguar y del Águila, cuyos miembros, con sus trajes que imitaban a estos depredadores, conformaban la élite del ejército azteca. Los aztecas habían pregonado su victoria sobre los extranjeros y las cabezas barbadas de los españoles enviadas a las ciudades aliadas habían sido una elocuente muestra de que ni los misteriosos “dioses” podían vencer al poder mexica. La Triple Alianza, compuesta por Tenochtitlan y las vecinas Texcoco y Tacuba, había reunido a todos sus efectivos para terminar el trabajo empezado la “Noche Triste”. Los sacerdotes habían sido muy claros, los dioses pedían la sangre de todos los españoles y no faltaban guerreros dispuestos a conseguir el favor de alguna deidad llevando a un orgulloso español hasta el altar. Aquel día en Otumba todo indio esperaba poder capturar a algún extranjero. La guerra ya estaba ganada, aquello era ante todo una oportunidad de ganar gloria y recuperar el prestigio de los invencibles aztecas.
Así lo pensaban los nobles de Tenochtitlan y así lo creía el nuevo tlatoani Cuitlahuac. Aquella tarea se encomendó a la segunda persona más importante del imperio, el ciuacoatl Matlatzincatzin. Este era la mano derecha del emperador, su gran visir y comandante en jefe del ejército. También era el sumo sacerdote de Ciuacoatl, “la Mujer Serpiente”, una salvaje deidad de los inframundos de la que tomaba el nombre de su cargo. Portando el estandarte sagrado de su rango, Matlatzincatzin aguardaba rodeado de sus generales la llegada de Cortés, al cual esperaba poder sacrificar en nombre de su diosa.
Cuando los españoles vieron el enorme ejército que se hallaba ante ellos, supieron que iban a morir. No había ninguna oportunidad, habían llegado al final de la aventura. Conscientes de ellos, se encomendaron a Dios y decidieron que fuese un final memorable. Dejarían el mundo como cristianos, en paz con el Señor, y como españoles, con la espada chorreando sangre india. Todos sabían el destino que los aztecas deparaban a los prisioneros. Ningún español más regaría con su sangre un templo pagano.
A la orden de sus capitanes, los escasos cuatrocientos españoles, heridos y hambrientos, formaron ante el rugiente océano enemigo. Los piqueros se colocaron tras los rodeleros, mientras los ballesteros formaban alas dispuestas a cubrir a sus compañeros. Santiguándose o maldiciendo, todo español ocupó su puesto. A su lado se situaron los cien fieles tlaxcaltecas, miembros de un linaje guerrero cuyo odio hacia los aztecas se remontaban hasta perderse en la memoria. Ningún tlaxcalteca traicionaría aquel día a sus aliados, aquellos misteriosos hombres venidos del mar que les habían ayudado a entrar en Tenochtitlan no como materia prima para sacrificios, sino como conquistadores.
Cortés agrupó a sus pocos jinetes. De ellos dependería la batalla. El ejército de la Triple Alianza era íntegramente infantería y bastante desorganizada. Los caballeros podían atacar y retirarse con relativa seguridad. A una señal, el ciuacoatl  ordenó atacar a sus hombres, y miles de indios se abalanzaron contra el medio millar de hombres de Cortés. Antes de que se produjese el choque, los jinetes castellanos arremetieron contra la marea, sorprendiendo a los aztecas. La fuerza de la galopada les introdujo en mitad del ejército enemigo, arrollando enemigos bajo los cascos de los caballos y golpeando a diestro y siniestro con las lanzas. Las anárquicas filas indias apenas podían reaccionar mientras los jinetes se abrían paso sangrientamente. Antes de que pudiesen cercarles, los caballeros volvieron grupas y se alejaron del combate, mientras los indios maldecían con impotencia. Esa distracción sirvió para que la línea de infantería de Cortés se preparase para recibir la carga. Los virotes de ballesta silbaron en el aire antes de clavarse en la carne americana. Las flechas indias surcaron el cielo y cayeron sobre las rodelas alzadas, no sin derribar a algún español.
El cruce de proyectiles duró poco, pues ambos bandos estaban deseosos de entablar combate cuerpo a cuerpo. La furia azteca se estrelló contra los escudos y picas de los españoles, que clavaron el pie de apoyo en tierra y aguantaron con firmeza la embestida. Los indios golpeaban con sus macanas tratando de arrastrar a los españoles fuera de la formación para capturarlos vivos. Estos, por su parte, no se andaban con tantos remilgos, acuchillando sin piedad a todo indio que se ponía al alcance. Con metódica y fría eficiencia, los rodeleros se cubrían, desviaban el golpe, esperaban a que el rival alzase el arma y clavaban la espada hasta la guarda en el pecho del contrincante. Tal y como lo hacían los antiguos legionarios romanos. El combate, con la valentía y la furia azteca contra la disciplina y la habilidad española, se asemejaba mucho a alguna de las batallas entre bárbaros y romanos.
Entretanto, Cortés y sus jinetes seguían cargando y retirándose, la especialidad de la caballería ligera castellana, aprendida de unos auténticos maestros, los moros. El hidalgo extremeño, enfundado en su armadura, espada en mano, invocando al Espíritu Santo, cruzaba las líneas indias como un terrible dios de la guerra. Las flechas rebotaban en su adarga y los golpes resbalaban en su armadura. Los furibundos indios se lanzaban en pos de los caballos en cuanto los veían aparecer, pero los hábiles españoles siempre se zafaban de sus atacantes antes de ser acorralados, escapando tras dejar unos cuantos cadáveres tras de sí. Retomaban el aliento sobre una colina, buscaban el siguiente punto sobre el cuál lanzarse y, bajando las lanzas, espoleaban a sus monturas de vuelta al combate.
El hostigamiento de la caballería permitía a los infantes mantener la línea al distraer a gran parte de los enemigos y descargar presión. Aun así, la aplastante superioridad numérica empezaba a hacerse notar. Los españoles reculaban lentamente, dejando decenas de indios tendidos por cada paso atrás, pero solo era cuestión de tiempo. Además, los tlaxcaltecas no aguantarían mucho más. En su flanco la igualdad en el equipamiento y la habilidad hacía que el número marcase la diferencia, y cada tlaxcalteca debía hacer frente a varios aztecas. Las cargas de la caballería trataron de apoyar a los bravos aliados, pero estaba claro que los guerreros de Tlaxcala estaban en las últimas.
El combate se había prolongado por varias horas. Los primeros síntomas de cansancio empezaban a aparecer, pero los hombres de Cortés combatían ayudados por dos aliados: el odio y la desesperación. El recuerdo de todos los camaradas asesinados en la “Noche Triste” daba fuerza a cada golpe asestado, y la certeza de hallarse ante su fin convertía a aquellos formidables combatientes en poco menos que invencibles. Cada vez menos, retrocediendo sin dejar de luchar, los españoles y los tlaxcaltecas veían acercarse la hora final. Pronto iban a reunirse con los compañeros perdidos en Tenochtitlan.
Cortés y sus jinetes contemplaron el campo de batalla después de la enésima carga. Retomando el aliento, recorrieron el valle con la vista y vieron la que sin duda consideraron última estampa de la expedición. Después de todo, no era mala forma de morir.
De pronto, Cortés repara en algo que no había visto. Sobre un promontorio se elevan varios estandartes de distintos aristócratas aztecas. Entre ellos destaca un enorme estandarte negro con una cruz blanca sobre fondo rojo. Es la enseña del ciuacoatl Matlatzincatzin. Probablemente Cortés supiese de la importancia de aquel individuo tras varios meses en contacto con la corte de Moctezuma. Puede que hubiese llegado a conocerle en Tenochtitlan. Sin duda alguna, es el comandante en jefe. A esas alturas Cortés debía saber que en Mesoamérica la muerte del general se consideraba el fin del combate. Dios no ha abandonado a sus fieles españoles. Las oraciones han obtenido respuesta. Solo un milagro podía salvarles y precisamente un milagro se presenta a Cortés.
El extremeño se baja la visera del casco y toma aire antes de dar la orden. Lo que haga en los siguientes minutos va a decidir su suerte, la de sus hombres y la del imperio azteca. Se santigua y, al grito de “Santiago y cierra España” lanza su caballo hacia el estado mayor azteca. Cinco jinetes siguen a Cortés hacia la muerte o la victoria: Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Juan de Salamanca. El ejército de la Triple Alianza está fragmentado tras varias horas de lucha ininterrumpida y la fuerza de la acometida sorprende a todos. Los seis españoles atraviesan todo el contingente enemigo sin detenerse. La mayoría de los combatientes se percata muy tarde de las intenciones de los españoles. Antes de que puedan detener la carga, los jinetes alcanzan la loma y arremeten contra el estado mayor. Las lanzas se astillan al atravesar de parte a parte a los comandantes aztecas, cuyas armaduras de algodón poco pueden hacer contra el acero de Castilla. Juan de Salamanca divisa a Matlatzincatzin. El ciuacoatl va vestido como si de la “Mujer Serpiente” se tratase. Su atavío es negro de pies a cabeza, enormes garras adornara sus pies y manos y el yelmo imita una calavera sonriente. Pero el español no se amedrenta ante el siniestro aspecto del indio. De un certero lanzazo derriba a la mano derecha del tlatoani y, en medio del caos, le arrebata el estandarte.
Juan de Salamanca cabalgaba con el estandarte
del ciuacoatl
Cuando los guerreros de la Triple Alianza vieron a los jinetes castellanos enarbolar el estandarte de su general, dieron la batalla por perdida. La tradición mesoamericana estipulaba que la muerte del general era el fin del combate y, a pesar de rozar la victoria, los indios huyeron en desbandada. Para su desgracia, las normas en España eran otras, y la batalla no termina hasta que el vencedor decide. Repuestos de la sorpresa, los soldados que hacía unos instantes se veían muertos se lanzan en pos de los aztecas masacrándolos en su huida. La desesperación hizo presa de los vencidos: su sumo sacerdote había sido derribado y pisoteado por aquellos extranjeros, a los que ni las fuerzas de Tenochtitlan, Tacuba y Texcoco unidas podían vencer. Aquel día, los aztecas se convencieron de que sus dioses les habían abandonado. Aquel día significó el final del imperio azteca.

Después de Otumba

Cortés y sus hombres llegaron a Tlaxcala no derrotados y pidiendo cobijo, sino como orgullosos vencedores. Su aura de invencibilidad se había no ya recuperado, sino acrecentado. Los tlaxcaltecas mostraron su apoyo incondicional a los extranjeros que habían humillado al todopoderoso imperio azteca. Y pronto les siguieron varios pueblos más.
La derrota de Otumba fue un golpe moral del que los aztecas ya no se recuperaron. Sin confianza en si mismos, convencidos de enfrentarse a demonios invencibles, tuvieron que tragarse su orgullo, que era mucho, y pedir ayuda a sus feudos. Por primera vez recurrían a ellos como algo más que como fuente de sacrificios humanos, y obviamente le respuesta fue muy clara.  Nadie quiso ayudarles. Solos, derrotados, desesperados y humillados, los aztecas vieron con certeza el fin de su reinado cuando Cortés reapareció a orillas del lago Texcoco con su ejército reorganizado y reforzado. El valor era propio del pueblo azteca, y hasta en aquella situación los antaño dueños de Centroamérica lucharon hasta el final. Pero todo era inútil contra la determinación de los españoles.
El sitio de Tenochtitlan fue la larga y sangrenta agonía del imperio azteca, pero el golpe que lo hirió de muerte se propinó en el valle de Otumba.  



viernes, 19 de agosto de 2011

Metauro: la última esperanza de Cartago

La Segunda Guerra Púnica fue un conflicto de tremendas proporciones que sacudió el mundo antiguo como nada lo había hecho desde las campañas de Alejandro Magno. El choque de las dos superpotencias mediterráneas, Roma y Cartago, fue el equivalente a la Segunda Guerra Mundial de la Edad Antigua. En dieciséis años de guerra surgieron y cayeron generales como Aníbal, Fabio o Escipión, que se convertirían en referentes para todas las generaciones de militares venideras. España, Italia y África vieron derramarse la sangre de cientos de miles de soldados romanos, cartagineses, griegos, iberos, galos, ligures y númidas, entre otros, que perecieron en batallas de la fama de Cannas, Zama, el asedio de Siracusa o la caída de Cartago Nova. Al final, como no podía ser de otra manera en conflagración semejante, el perdedor desapareció de la faz de la tierra y el vencedor se alzó como dueño indiscutible de los destinos de un tercio de la población mundial durante los siguientes seis siglos.
A lo largo de toda la guerra, la suerte cambió de bando varias veces y hubo muchos momentos decisivos para la historia. En concreto, el objetivo de estas líneas es destacar uno en concreto, el abril de 207 a. C., cuando se libró la batalla de Metauro. Esta suele quedar eclipsada por ocurrir entre dos hitos como son Cannas y Zama, pero su importancia no fue en absoluto menor.
El plan cartaginés
En el año 208 a. C., la Segunda Guerra Púnica llevaba ya diez años de lucha ininterrumpida. Aníbal había llevado la guerra a Italia, cruzando los Alpes y aplastando a los romanos en Trebia, Trasimeno y especialmente Cannas. Sin embargo, el genio cartaginés no supo ir más allá. Su falta de arrojo para atacar Roma, la resistencia del pueblo romano y la fidelidad de los aliados italianos redujeron el ejército de Aníbal a una banda de saqueadores errabundos. Entretanto, un joven patricio, Publio Cornelio Escipión, decidió devolver el golpe y atacar Hispania, la base de operaciones de Cartago. Era una empresa temeraria al mando de un muchacho desconocido, pero el Senado le dio un voto de confianza y Escipión no decepcionó. Según desembarcó, capturó Cartago Nova (nuestra Cartagena), capital de la Hispania púnica.
Los cartagineses veían como la victoria que tenían casi al alcance de la mano se alejaba a una velocidad inquietante. Aníbal, sumido en la inactividad, fue rodeado en el sur de Italia, cercado por un ejército consular[1]. El resto de las tropas cartaginesas estaban en el sur de Hispania, a las órdenes del hermano de Aníbal, Asdrúbal, y se enfrentaban al motivado ejército de Escipión. Los dirigentes de Cartago decidieron volver a arriesgar y dar un giro a la situación con una nueva invasión de Italia. El plan era que parte del ejército de Hispania cruzase los Alpes y entrase en la península itálica por el norte, dónde uniría fuerzas con Aníbal, en el sur. Era un plan que manifiesta la desesperación de los cartagineses. Para empezar, reducir las tropas en Hispania con Escipión campando a sus anchas por el Levante era muy peligroso. Además, cruzar los Alpes es más fácil de decir que de hacer. Y por último, el norte de Italia estaba repleto de ejércitos romanos.
Para llevar al éxito semejante plan Cartago designó a su mejor general después de Aníbal, Asdrúbal. Este no tenía nada que envidiar a su hermano como estratega, y compartía su arrojo y  su astucia. Asdrúbal tomó una parte importante del ejército de Hispania para cumplir su misión y dejó al resto al mando de su tocayo, Asdrúbal Giscón, con instrucciones de mantener las posesiones cartaginesas en la Bética (Andalucía). Para salir de Hispania, Asrdúbal tuvo que zafarse de Escipión, que enterado de las intenciones de los púnicos trató de detenerle. El romano alcanzó a Asdrúbal en Baecula (cerca de Bailén) y formó dispuesto a presentar batalla. Asdrúbal lo último que quería era arriesgarse a un enfrentamiento con Escipión. Incluso en caso de ganar, perdería tiempo y efectivos, quedando en muy mala situación para acometer su empresa. Lo que ocurrió en Baecula se presta a muchas interpretaciones. De hecho, incluso se discute si llegó a haber batalla. Lo que está claro es que Asdrúbal no planteó el combate con vistas a la victoria sino a la huida. Parece ser que el grueso de su ejército partió antes de iniciarse el combate y que las tropas de Escipión se enfrentaron solo a la infantería ligera, que quedó como distracción. Lo que es indiscutible es el resultado: Escipión derrotó a un contingente cartaginés y tomó su campamento, pero gran parte del ejército de Asdrúbal consiguió escapar. Cruzaron los pirineos por el País Vasco, zona libre de vigilancia romana. A su paso por la Galia, Asdrúbal reclutó 10.000 galos atraídos por su odio a Roma y el abundante oro cartaginés, así como ligures del sur de Francia y el noroeste de Italia.
Legionarios de la Segunda Guerra Púnica. Podemos ver a un hastatus o
princep (izquierda), un velite (centro) y un veterano triarius (derecha)

La marcha de Claudio Nerón
Así las cosas, el cartaginés cruzó los Alpes la primavera del 207, once años después que su hermano. A diferencia de este, salió bastante bien parado de la experiencia y se presentó en el norte de la península itálica con unos 30.000 hombres. El pánico invadió a los romanos. Como si no fuese suficiente con tener a Aníbal en el sur, ahora su hermano aparecía en el norte. Los dos generales brillantes, la posibilidad de que uniesen sus fuerzas podía poner fin a la guerra con una victoria total púnica. Un ejército del tamaño de aquel, comandado por los hermanos Barca sería capaz de destrozar a cualquier contingente romano que el Senado pudiese reunir. Además, parecía seguro que con la noticia de la llegada de Asdrúbal, Aníbal abandonaría su inactividad, encerrando a Roma entre dos ejércitos. La elección de los cónsules de ese año fue muy tensa, pues estaba claro que de la actuación de estos dependería el futuro de Roma. Pero lo cierto es que Roma estaba falta de líderes. Con Escipión en Hispania, pocos parecían capaces de afrontar la tarea de derrotar a los hermanos Barca. Finalmente, el desesperado Senado recurrió a Marco Livio como cónsul de la Plebe, un anciano general retirado del mando por supuestas irregularidades en el reparto del botín. Livio estaba resentido contra el Senado, pero al comprender la situación aceptó el puesto. Pero, aunque nadie lo sabía aún, la salvación de Roma dependería de la elección del cónsul patricio. El escogido fue Gayo Claudio Nerón, un noble veterano de las campañas contra Aníbal en Italia y contra Asdrúbal en Hispania. Nerón no había destacado como gran general, y contaba pocas glorias en su historial, pero era lo mejor que había. Roma se enfrentaba a los geniales hermanos Barca con dos generales desconocidos que además se odiaban entre sí. ¿Darían la talla Livio y Nerón?
El Senado designó a Livio para enfrentarse a Asdrúbal y a Nerón para contener a Aníbal, cada uno al mando de tres ejércitos. Livio corrió al norte y tomó el mando de los tres ejércitos de allí: uno encargado de evitar tentativas de rebelión por parte de los aliados etruscos, otro, bajo el mando del pretor Porcio, debía presionar a Asdrúbal y el tercero y más grande, dirigido por Livio en persona, aguardaba los movimientos del cartaginés. Por su parte, Nerón organizó a sus tres ejércitos, que sumaban 42.500 hombres, en dos fuerzas que bloqueasen las posibles vías por las que Aníbal podía intentar unirse a su hermano, la costa adriática y la vía Flaminia. El vencedor de Cannas, sin embargo, mantenía una buena posición en el sur de la península en la cual podía recibir provisiones y refuerzos por mar desde Cartago. Por ello, no quiso internarse en el centro de Italia, perdiendo su ruta de suministro, sin haber recibido antes un mensaje de su hermano.
Asdrúbal, entretanto, había sitiado sin éxito la ciudad de Placencia. Tras levantar el sitio, y siempre con Porcio detrás, avanzó hasta Fanum Fortunae, en la costa adriática, donde encontró esperándole a Livio. En tales circunstancias, Asdrúbal sabía que no tenía hombres suficientes para hacer frente a Livio y Porcio y luego seguir hacia el sur, así que se replegó y mandó seis jinetes a avisar a Aníbal, cuyo ejército si estaba en condiciones de atravesar Italia. La idea era que Asdrúbal cruzase los Apeninos y se reuniese con Aníbal en Umbría. Pero ninguno de los seis emisarios llegó a su destino. Aníbal había cambiado su posición sin que su hermano se enterase y los jinetes no le encontraron. Los romanos, en cambio, si les encontraron a ellos, y los seis fueron apresados por una partida de forrajeadores del ejército de Nerón.
Cuando Nerón recibió el mensaje, juzgó la situación de máxima importancia. Hizo entonces algo increíble, algo totalmente inesperado y nada propio de un general de segunda fila. En palabras de Tito Livio “prefería improvisar algo nuevo e inesperado; algo que en un principio causara tanta alarma entre los ciudadanos romanos como entre el enemigo, pero que, caso de ser realizado con éxito, convertiría dichos temores en general contento”[2]. Nerón decidió incumplir las órdenes del Senado, que le indicaban que debía permanecer en la región asignada y vigilar a Aníbal, y marchar en ayuda de Livio. Envió a Roma la carta de Asdrúbal junto con una suya explicando sus intenciones y sin esperar permiso seleccionó a 7.000 hombres de su ejército y partió hacia el norte, dejando al resto al mando de Quinto Casio para retener a Aníbal.
En Roma, el Senado montó en cólera. Nerón, desobedeciéndoles, había reducido el número de tropas que vigilaban a Aníbal y abandonado a su ejército. Ya podían ver a Aníbal campando a sus anchas por los alrededores de Roma mientras Nerón corría a suicidarse en una maniobra estúpida contra Asdrúbal. Por si no fuese poco, el cónsul tuvo el atrevimiento de, en su carta, dar instrucciones al Senado acerca de cómo distribuir a las tropas para prevenir un ataque por pate de Aníbal. Pero, aunque los senadores no lo creyesen, Nerón sabía muy bien lo que hacía. Livio no entablaría batalla con Asdrúbal a no ser que no tuviese otro remedio, y era muy urgente acabar con él antes de que Aníbal decidiese actuar, pues creía con acierto que Roma no podría enfrentarse a ambos a la vez. Nerón no ignoraba que al llevarse 7.000 hombres, debilitaba su bloqueo y Aníbal no tendría problemas en romperlo en cuanto recibiese la noticia. Pero la increíble idea del cónsul era derrotar a Asdrúbal y volver antes que Aníbal se enterase siquiera de que se había ido. Para ello, partió con la mayor discreción, y a fin de ganar tiempo mando jinetes por delante ordenando que a su camino las ciudades y pueblos depositasen víveres. Así, a marchas forzadas, Nerón y sus hombres cruzaron Italia mientras a su camino los italianos se agolpaban para llevarles víveres, acémilas y carros, para aclamarles y rezar a los dioses por el éxito del osado cónsul. Nerón no se detuvo ni un instante. Los legionarios dormían por turnos en los carros de manera que incluso de noche continuaba la marcha. Durante el trayecto, muchos voluntarios se unieron al ejército; jóvenes deseosos de combatir al invasor o veteranos licenciados con ganas de revancha. Mientras en Roma se tildaba a Nerón de traidor y loco, la costa adriática le aclamaba como un héroe en un estallido de ardor patriótico.
Nerón se reunió con Livio y Porcio, que debían de estar considerablemente sorprendidos, y les indicó que era vital que Asdrúbal no notase su llegada. Por ello, los generales romanos hicieron entrar a los refuerzos de noche y en silencio. Para que los exploradores cartagineses no notasen un aumento de la extensión del campamento, cada soldado y oficial de Nerón se alojó junto a uno de Livio. A la mañana siguiente, Livio convocó un consejo de guerra y sugirió esperar a que los hombres de Nerón descansasen para atacar. Pero Claudio Nerón se negó, recalcando que había que atacar antes de que Asdrúbal se diese cuenta de que estaba allí y Aníbal de que no estaba en el sur. Tal y como lo expuso, ninguno se atrevió a contradecirle y el ejército romano formó en línea de combate.
Al formar, tal y como era costumbre en las legiones, se dio un toque de trompeta por cada oficial jerárquico. Y aquí, todo el cuidado de los romanos en su ardid se malogró, pues la trompeta sonó tres veces, una Porcio, otra por Livio y una tercera vez. Los exploradores de Asdrúbal informaron a su general y el cartaginés, tras inspeccionar la línea romana y notar que parecía haber más hombres de lo calculado, dedujo que se enfrentaba a los dos cónsules. No sabía cuántos hombres había traído Nerón y asustado por las dudas esperó a la noche y ordenó la retirada, esperando burlar a los romanos y contactar con Aníbal por otro camino. Pero durante la noche, mientras atravesaba el valle del río Metauro, sus guías desertaron y se perdió. Al amanecer, se hallaba en una cañada abrupta del río, y los romanos le habían alcanzado.
La batalla de Metauro
Sin otra posibilidad, Asdrúbal formó a sus hombres lo mejor que pudo en el terreno tan irregular. Su ejército se dividía en tres grupos: los ligures, los galos y los hispanos. Estos últimos eran los únicos a la altura de las legiones, una verdadera élite de guerreros fieros y disciplinados. Los ligures eran tropas ligeras que encontrarían mucha dificultad en hacer frente a los legionarios y los galos eran poco más que una masa de salvajes indisciplinados sin ningún valor táctico y que encima se habían emborrachado durante la noche y apenas sabían dónde estaban. Con tan deficiente ejército, Asdrúbal hizo un despliegue maravilloso que trataba de suplir las carencias de sus hombres. Su flanco izquierdo se lo encargó a los galos. Puesto que sabía que de llegar al combate cerrado los legionarios les harían picadillo, los colocó sobre una escarpada colina, casi inexpugnable. En el centro, los ligures debían aguantar apoyados por varios elefantes y la clave residía en le flanco derecho: allí se situó el Barca en persona, al mando de los hispanos. Asdrúbal confiaba en que los galos y los ligures, reforzados por el terreno los unos y por elefantes los otros, aguantasen lo suficiente como para que el flanco derecho hispano envolviese a los romanos y obtuviese la victoria[3].
Los romanos, por su parte, desplegaron parejos a los contingentes púnicos. Nerón, en la derecha romana, frente a los galos; Porcio en el centro ante los ligures y justo a su izquierda, Livio se encaró a los hispanos de Asdrúbal. Cabe mencionar que los galos y los hombres de Nerón quedaban bastante separados del resto de sus respectivos ejércitos. 
La batalla comenzó al atacar los hispanos a las tropas de Livio, que respondieron con resolución. A la vez, los elefantes se lanzaron sobre la línea romana, abriendo brechas en las filas de Livio y Porcio. En unos instantes todo el centro y el flanco izquierdo romanos se halaban trabados en combate. Tomando la iniciativa, los legionarios avanzaron contra sus enemigos cruzando el Metauro. Los hispanos y los ligures les recibieron con nubes de proyectiles varios y feroces cargas. El griterío y la confusión aturdieron a los elefantes, que ya sin obedecer a sus conductores empezaron a arremeter contra romanos y púnicos por igual, desatando el caos en el centro de ambos ejércitos. Los legionarios lograron rechazarlos mediante el acoso de los velites, la infantería ligera romana, que los acribillaba con sus jabalinas. Viendo el peligro de que los animales acabasen aplastando a los ligures, los conductores tuvieron que matar a muchos de sus elefantes, mientras otros lograron alejarlos de la refriega. En cualquier caso, las bestias quedaron fuera de combate, pero la lucha distaba de estar decidida. Los ligures aguantaban y los hispanos estaban causando serios problemas a Livio. Asdrúbal, desde retaguardia, animaba a sus hombres a hacer un último esfuerzo y romper la línea romana.
Algo más lejos, Nerón perdía la paciencia. Sus hombres no eran capaces de superar el difícil terreno que le separaba de los galos, y estos, probablemente por orden de sus oficiales de enlace cartagineses, no movieron ni un dedo por entablar combate. Nerón podía oír los gritos, vítores,  y quejidos del combate que se libraba a su izquierda, mientras el se hundía en el fango tratando de forzar la lucha. Pronto se percató de que los galos no hacían sino distraerle del combate principal. Demostrando una vez más su valentía, arrojo y brillantez, concluyó que no pensaba perderse la batalla después de haber realizado la marcha más insólita y orquestado el ardid más ingenioso de la historia de la Republica. Dejando a parte de sus hombres frente a los galos, tomo algunas cohortes y se replegó hasta quedar oculto los ojos del enemigo. Entonces, recorrió toda la línea de combate romana para ir de su flanco al de Livio. Esta segunda marcha de Nerón fue mucho más corta pero igualmente sorprendente. El manual militar romano, que los cónsules y pretores seguían al pie de la letra, confiaba la victoria en la fuerza de la  embestida de las centurias y en la superior disciplina de los legionarios, sin arriesgar en elaboradas maniobras. Nerón había demostrado de nuevo ser un general de lo más heterodoxo, uno de los grandes.
Tomado de "Batallas Decisivas: Tomo I" de J.F.C. Fuller RBA
Asdrúbal debió frotarse los ojos con incredulidad cuando el cónsul patricio apareció por su derecha, le desbordó y atacó su retaguardia. ¿De dónde salían esos romanos? La sorpresa fue tan grande que los excelentes infantes hispanos apenas pudieron reaccionar. Los hombres de Nerón cargaron con furia, salidos aparentemente del mismo infierno. Observando la maniobra de Nerón, de seguro tan atónitos como Asdrúbal, Porcio y Livio ordenaron a sus hombres avanzar en apoyo de sus camaradas. Los hispanos desparecieron bajo las espadas y los escudos de las centurias de los tres generales romanos, y los pocos supervivientes fueron empujados hasta la posición de los ligures, que tampoco pudieron resistir la acometida romana. Por entonces, Asdrúbal ya no vivía. En cuanto comprendió la maniobra de Nerón supo que había perdido la batalla. Como Barca que era, no podía permitir que Nerón y Livio le paseasen por Roma atado tras el carro triunfal. Asdrúbal, uno de los mejores generales de la antigüedad, desenfundó su espada y se arrojo sorbe las filas de legionarios, que dieron buena cuenta de él. Los últimos restos del ejército púnico huían sin orden alguno. Los galos, ignorantes de la catástrofe hasta muy tarde, tuvieron que luchar, siendo literalmente barridos por los romanos.
Después de Metauro
10.000 púnicos y aliados cayeron ese día en la cañada del río Metauro. 2.000 romanos dejaron también sus vidas para salvar la de Roma. De un plumazo, la amenaza del norte había dejado de existir. Porcio y Livio, este último de mala gana seguramente, felicitaron a Nerón. El arquitecto de la victoria, sin embargo, no se demoró ni unas horas. Apenas hubo terminado la batalla partió de vuelta a su campamento en el sur de Italia, batiendo su propio record de la ida. Nerón entró en su campamento seis días después de haberse ido. Aníbal ni siquiera se había enterado de su partida. El victorioso cónsul trajo de Metauro un regalo para el cartaginés: un jinete romano arrojó al campamento de Aníbal una bolsa que contenía la cabeza de su hermano. Dicen que al verla, Aníbal se convenció de la imposibilidad de derrotar a Roma.
En cuanto a nuestros protagonistas, Livio, Porcio y Nerón siguieron siendo personajes influyentes en la política romana hasta su muerte, pero ninguno volvió a destacar en el campo de batalla, ni siquiera Nerón, cuya brillantez queda fuera de dudas. Los dos cónsules gozaron de un Triunfo en Roma por su victoria, el primero concedido el la Segunda Guerra Púnica, y, a pesar de su enemistad, tuvieron que compartir mandatos varias veces, coincidiendo el uno con el otro  a lo largo de sus carreras.
 Metauro fue el mazazo que terminó con las esperanzas de los cartagineses. En efecto, no solo había muerto Asdrúbal y desaparecido su ejército. Mientras estos hechos tenían lugar, en Hispania el joven Escipión había vencido a Asdrúbal Giscón en Ilipa, expulsando a los cartagineses de la península ibérica. Precisamente Escipión invadiría África en el 205, llevando la guerra a las puertas de Cartago como Aníbal había hecho con Roma. El final es bien sabido: Aníbal volvió a defender su patria y el mejor púnico se enfrentó al mejor romano en la llanura de Zama. Era el año 202 a.C. y ni el mismo Aníbal pudo vencer al destino. La derrota de Zama no fue un hecho aislado, sino el resultado de una serie de errores y desastres cartagineses cuyo punto de inflexión fue la batalla de Metauro



[1] En la Roma republicana se reclutaba un ejército para cada cónsul. Había dos cónsules que ostentaban la máxima autoridad política y militar por un año, uno patricio y otro plebeyo.
[2] Livio XXVII 43 (citado del libro de J.F.C Fuller “Batallas Decisivas Tomo I” Editorial RBA 2005)
[3] El desplegar a la élite en un flanco (el derecho, en general) para desbordar por él al enemigo es una táctica helenística de origen beocio, muy popular entre los macedonios. Ejemplos de ella los vemos en Leuctra (371 a.C.) o Gaugamela (331 a.C.).

martes, 5 de julio de 2011

Cantabria conquistada

Siento muchísimo no colgar entradas más a menudo en este blog. Es verdaderamente triste que entre cada artículo haya intervalos de meses enteros. No voy a mentir diciendo que dedicó a El Rodelero todo el tiempo que puedo, pero tampoco lo haría diciendo que no puedo dedicarle todo el tiempo que me gustaría. En cualquier caso, creo que es mi deber pedir perdón a los amables lectores y agradecerles su paciencia con la aparente inmutabilidad de este blog. Trataré de continuar escribiendo acerca de batallas famosas y no tan famosas, y haré todo cuanto esté en mi mano por retomar la abandonada serie de Generales de la Guerra del Peloponeso, en la que he dejado a nuestro apreciado Brásidas en plena Calcídica y peleado con el rey de Macedonia.

Me temo, no obstante, que muy a mi pesar esto  puede no materializarse hasta dentro de algunos eones. Por lo tanto, y como insuficiente e insignificante compensación a los que tengan la amabilidad de leer esto, les dejo a continuación el inicio del capítulo primero de una modesta novelita que estoy escribiendo sobre las viviencias de un desafortunado manípulo romano destacado de guarnición en la recién conquistada Cantabria (año 25 a.C.).

* * *


Lo más molesto de Cantabria es el frío. Y si hay algo más molesto que el frío es la lluvia. Claro que el frío y la lluvia no son sino nimiedades cuando tienes que soportar diariamente a tu centurión. Y se me plantearía un gran dilema si tuviese que decir si es peor un centurión o una emboscada de guerrilleros cántabros. Verdaderamente, no se podía decir que un fuerte en lo alto de una loma en las montañas del norte de Hispania fuese el destino soñado por un legionario. Y menos aún si el legionario en cuestión tiene cumplidos diecisiete de los veinte años de servicio.
Podía haber pasado mis últimos tres años en la legión en algún cálido y tranquilo puesto en el sur de la Galia, cerca de Narbo, y así hubiera sido de no haberse rebelado los malditos cántabros. No obstante, sería más conveniente presentarme antes de ponerme a hablar de lo que no sé. Mi nombre completo es Cneo Valerio Atello. Por motivos prácticos no lo uso entero excepto para presentarme ante oficiales superiores y cobrar la paga. En general se me conoce como Valerio.
Como la mayoría de mis compañeros, soy hijo de legionario. Mi padre sirvió en la IX con el divino Julio César. Era de un pueblecito del Lacio, no lejos de Roma, al igual que mi madre. En ese mismo pueblo me crié yo mientras él hacía historia participando en la gloriosa conquista de las Galias. Apenas le conocí, casi nunca hable con él, pero cuando nos informaron que había muerto en Farsalia lloré como si hubiésemos pasado mis trece años de vida juntos. Mi madre soportó el golpe con una firmeza admirable, quedando sola a cargo de mí y mis tres hermanos. Afortunadamente, contó con el apoyo del hermano de mi padre, centurión, que siempre que el deber se lo permitía pasaba a vernos y, de paso, dejar algo del botín de sus campañas que contribuyese a relajar el precario estado de nuestras rentas. Entre esto y parte de la pensión de mi padre, pude recibir una educación considerable para ser el hijo de un modesto legionario. Mi madre esperaba que de este modo pudiese encontrar algún trabajo decente y, sobre todo, desterrase la idea de seguir los pasos de mi progenitor.
-¿Para qué? ¿Para qué te mate un germano, un parto o peor aún, un romano, como a tu padre? Y todo para mayor gloria de un senador que quiere hacer carrera ganando batallas.
Era cierto, los legionarios luchábamos a las ordenes de generales que odiaban ponerse la armadura, se desmayaban al ver sangre y luego volvían a su casa del Palatino contando hazañas de batallas en las que ni siquiera estuvieron. Pero también era cierto, y mi madre no era ajena a ello, que más allá del prestigio de un petimetre, luchábamos por Roma. Cuando uno tiene 37 años y ha pasado la mitad de su vida entre marchas, instrucción y alguna eventual carnicería, el ideal de Roma no parece importar mucho. Pero, por Júpiter, con 18 años las cosas se ven distintas. Por eso, a la mínima de cambio aproveché para abandonar el cuidado materno (que en los siguientes años habría de añorar) y pasar a servir bajo las águilas. La oportunidad se me presentó con el  vil asesinato de Julio César y el estallido de una nueva guerra civil. Los legionarios de César marcharon a vengar a su amado líder a las órdenes de Marco Antonio y de nuestro glorioso princeps Augusto, por entonces simplemente Octavio. Entre ellas estaba la Legio IV Macedónica, a la que había sido transferido mi padre y en la que murió. La diosa Fortuna, o tal vez Marte, señor de la Guerra, quiso que la IV estuviese escasa de efectivos, y no tardé ni un momento en correr a alistarme. Conmigo lo hicieron centenares de jóvenes, como yo, que buscaban seguir la estela de sus padres y hallar la gloria. Así funcionan las legiones romanas, las plazas de los fallecidos se ocupan con los hijos de estos. Jóvenes que, incautos, llenos de ardor patriótico y con las historias de sus padres rondando sus cabezas, se comprometen a pasar los siguientes veinte años de su vida en la legión. Y veinte años entonces no lo parece, pero cuando llevas ya cinco empiezas a pensar que es un periodo demasiado largo.
Y ahora heme aquí, legionario Cneo Valerio Atello, I centuria, II manípulo, II cohorte, Legio IV Macedónica. He combatido contra los asesinos de César en Filipos y Perusa, contra Marco Antonio en Accio, contra los galos en Aquitania y, finalmente, contra los cántabros. Eso es suficiente como para haber comprendido bastante bien en qué consiste la legión: obedece las órdenes, sigue el manual y no habrá problemas. La guerra de los romanos es así; una cosa metódica y automática, pero despiadadamente eficaz. No hay lugar para las hazañas individuales, no hay lugar para los héroes. El auténtico héroe es aquel que mantiene la formación y hace lo que su centurión le manda. La guerra es algo necesario, es parte inseparable de Roma, pero no la hacemos con gusto. Eso sí, si hay que hacerla se hace bien. Los bárbaros van a la guerra como a un juego, o casi un ritual. Se citan, se insultan, se matan, se saquean y cada uno para su casa hasta la semana que viene. Nosotros tratamos de que una guerra sea lo más rápida y limpia posible. Decidirla en una única batalla bien librada y luego establecer la Pax Romana. Eso es lo que hace que seamos tan distintos; ellos luchan por costumbre, nosotros por obligación.
Y a eso vino la campaña de Cantabria, un charco en el cual mi legión se metió tan profundo que aún estamos intentando salir. Los cántabros y sus vecinos, los astures, han vivido siempre de lo que saquean en sus incursiones, a veces contra ellos mismos y otras, las más, contra sus sufridos vecinos del sur, las tribus del llano. Cuando estas últimas se sometieron a Roma, cántabros y astures no vieron motivo para abandonar sus costumbres. Las escaramuzas con las patrullas fronterizas no les amedrentaron, y la zona se convirtió en un caos. Las aldeas eran primero saqueadas por los cántabros, y luego quemadas por los romanos en sus a menudo indiscriminadas represalias. La situación no parecía tener salida, ya que después de cada ataque, los bárbaros se refugiaban en sus inaccesibles cumbres, donde nada podía amenazarles.
Finalmente, el princeps Augusto, cuya fortuna va a la par que su sagacidad, vio en lo que los senadores creían un avispero una magnífica oportunidad. Invadiendo Cantabria conseguía terminar con los últimos hispanos no sometidos a Roma, ganarse el favor de los que si lo estaban al librarles de sus molestos vecinos norteños y conseguir engrandecer su imagen ante el pueblo romano como general victorioso. Y es que no por nada el débil y enfermizo sobrino de César había llegado a ser el dueño de Roma.
Para la campaña, el princeps no escatimó en recursos. Tres legiones al completo se reunieron en Segisama, al sur de las tierras Cántabras, esperando la llegada de Augusto. Una de ellas era la IV Macedónica. Acabábamos de sofocar una revuelta en Aquitania cuando nos llegó la orden. A nadie le hizo mucha gracia, pero los romanos no discutimos las órdenes. Cuando Augusto llegó a Segisama, le estaban esperando nada menos que 30.000 hombres.
No es este lugar, ni soy yo el más indicado, para contar los pormenores de la guerra. Baste decir que fue larga, dura y sangrienta. Los cántabros se unieron para hacer frente a la invasión. Al principio se dispusieron a plantar cara en campo abierto. La subsiguiente carnicería les convenció de no volver a intentarlo. Y en mala hora. Desde ese momento luchamos contra un enemigo invisible, que aparecía y desaparecía en segundos, segando la vida de varios legionarios. A los ataques se sumaba el frío, la lluvia y la dificultad del terreno. Avanzábamos por pasos de montaña cubiertos de nieve o a través de bosques en los que detrás de cada árbol se ocultaba un guerrillero sediento de sangre romana. Las vías de suministro se alargaron y empezó a faltar comida. Al final, la aparición de la Legio IX por la retaguardia de los cántabros consiguió encauzar la situación. Con cuatro legiones avanzando en perpendicular, los bárbaros se replegaron al corazón de sus tierras, cercados como las fieras. Al final, quedaron encerrados en el castro de Aracillum, donde pusimos fin a la campaña con un baño de sangre.
Un asunto desagradable el de esta campaña. Mucho sufrimiento, mucha sangre, muchos muertos y muy poco provecho para un legionario. Los cántabros son un pueblo pobre y ninguno de nosotros saco mucho botín para aumentar la pensión. Pensión que en el caso de muchos compañeros se convirtió en pago de sus honras fúnebres. Fue el caso del bueno de Lucio, siempre dispuesto a echar una mano, al que enterramos en lo alto de las cumbres cuando murió congelado. O el de Appio, un tipo antipático pero valiente que recibió tres lanzazos en Vellica protegiendo al estandarte.
Por todo ello, al terminar la campaña, no había nada que deseásemos más que abandonar aquellas tierras inhóspitas. Pensábamos, con razón, que nos habíamos ganado a pulso un destino tranquilo para los próximos años, pero el alto mando tenía otros planes para la IV Macedónica. Se nos estableció de guarnición de los territorios conquistados, como garantes de la Pax Romana. Nuestra misión era mantener en calma la zona y dar los primeros pasos para la romanización de los cántabros, bastante poco dispuestos a ser romanizados.
El campamento principal se estableció en la paupérrima localidad de Segisama. Sin embargo, a efectos prácticos la mayor parte de la Legión estaba repartida por toda Cantabria, dividida en guarniciones de unos centenares de hombres que controlaban los principales pasos de montaña y las poblaciones indígenas más notables. Y a la I centuria del II manípulo de la II cohorte se nos reservó un puesto de guardia especialmente miserable en una zona que, como se vería luego, distaba mucho de estar lista para ser romanizada.
Un optio (suboficial) informa a su centurión, según A. García Pinto . El uniforme de
ambos contiene elementos  altoimperiales, que empezaron a usarse con Augusto.