Hace ya tiempo, antes de que los
rigores de la vida académica me obligasen a abandonar a su suerte a El
Rodelero, escribí una somera revisión sobre las legiones romanas en la gran
pantalla. Con la llegada del verano y el horizonte libre de preocupaciones, he
decidido honrar de igual modo a nuestra querida España, que pese a sus
altibajos no merece mucha menos consideración que el Imperio Romano.
La relación entre Cine e Historia
se materializa en las películas históricas o de época y ha sido muy recurrida a
lo largo del siglo largo de existencia de este espectáculo. Se trata de una
relación desigual, tanto en los resultados como en la profusión con que se ha
cultivado. También es francamente desigual por el papel entre sus partes:
mientras la Historia se limita a proveer de ideas a los guionistas y
productores para convertirlas en espectáculo, el cine se ha convertido en el
principal medio de difusión del pasado entre las masas. Esto otorga un inmenso
poder al llamado Séptimo Arte, ya que a través de su óptica y según su juicio
entienden la Historia millones de personas que no saben ni sabrán nunca nada
más que lo que en la pantalla se les ofrezca.
Sobra decir que el cine es una
herramienta fundamental para legitimar regímenes, exaltar valores y mostrar al
gran público las bondades y glorias de la Patria o la infamia y perfidia de los
enemigos de ésta. Ejemplos cacareados a diario en nuestro país son los del cine
histórico franquista, tan edulcorado como emocionante, aunque escuchemos mucho
menos hablar de la propaganda subliminal o abierta de los taquillazos de
Hollywood. Estados Unidos, como toda potencia histórica, ostenta su puesto por
haber sabido comprender y manejar los instrumentos que su época le ha dado, y
hábilmente ha conseguido exportar su efímera historia y magnificarla de forma
que todo el orbe la conozca y jalee por encima de la suya propia.
Volviendo a España, siempre con
dolor y orgullo nostálgico, es un hecho que la mayoría de los que hoy vienen a
llamarse españoles ignoran la práctica totalidad de nuestra Historia. Las
causas de esta amnesia son múltiples y no todas son exclusivas de este país:
ausencia absoluta de patriotismo, desinterés por las cuestiones
trascendentales, identificación de la exaltación histórica con el denostado
fascismo, rechazo de la progresía rampante a un pasado marcado por valores
opuestos a su ideario... Así, en el cine, única fuente de conocimientos para
muchos, como ya hemos señalado, nuestra Patria ha tenido escaso reflejo. El
producto nacional, de poco presupuesto y frecuente baja calidad, solo se ha
acercado al tema con fines políticos; en la época franquista, al menos, se
trató de homenajear muy merecidamente a algunas de las glorias de nuestro
pasado (no puedo evitar citas la sublime Los
últimos de Filipinas), mientras que hoy día asistimos a una
sobreexplotación de la Guerra Civil y la Posguerra de la mano de la izquierda
más revanchista.
Pero en esta ocasión yo voy a
limitarme a tratar la impronta de la Historia de España en el cine extranjero, que
es principalmente el americano. Todos los que somos aficionados a la Historia
soñamos con las grandes gestas de nuestros antepasados llevadas al cine y no
quiero perder mucho tiempo lamentando las películas que podrían haberse hecho
si gozásemos de los recursos y difusión de Estados Unidos. La actual hegemonía
anglosajona ha tendido a obviar el papel
histórico de España, aunque es cierto
que no les toca a ellos reclamar ese legado. Nuestras apariciones han sido las
más de las veces breves, llenas de tópicos y con poca consistencia histórica. Aun así, muchas
de ellas merecen, para bien o para mal, ser comentadas como parte modesta
aunque muy extendida del legado español.
Remontándonos a nuestros
orígenes, hemos de reconocer como génesis de España la Hispania romana, que
pasó de ser el infierno para las legiones a, una vez conquistada, exitoso
ejemplo de plena romanización. No en vano, además de filósofos como Séneca y
literatos como Marcial, dio al Imperio cuatro emperadores. La brillante
aportación hispana a Roma ha tenido su tributo en el cine, nada menos que en
forma de la superproducción americana Gladiator
(2000, Ridley Scott), que nunca dejaré de recomendar. Russel Crowe dio vida
al ya emblemático general Máximo Décimo Meridio, que defiende la gloria de Roma
en los confines del Imperio, muy lejos de su añorada Emérita Augusta (Mérida) natal. Máximo
es además leal servidor de Marco Aurelio, al que interpretó el genial irlandés
Richard Harris pese a que el emperador-filósofo fuese descendiente de una noble
familia de Ucubi, en Córdoba. Quizá a estas alturas me conformo con poco, pero
creo que ver a las masas enfervorecidas corear el nombre de El Hispano
es uno de los grandes homenajes del cine a la sangre española.
Si la dominación romana conformó
las bases de nuestra cultura e incluyó a España en la Historia y el destino de
la Europa cristiana que surgió de las cenizas del Imperio, la invasión
musulmana sirvió para marcar irreversiblemente el carácter del que sería el
pueblo español. La Península se convirtió en la frontera entre el Islam y la
Cristiandad y los reinos cristianos se destacaron como vanguardia de Europa.
Los ochocientos años que llevó la empresa de la Reconquista tienen su mayor
icono en Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador. Las gestas de esta figura
casi legendaria, epítome del caballero castellano, se convirtieron en 1961
argumento de uno de los colosales filmes de Samuel Bronston, dirigido por
Anthony Mann y protagonizada por Charlton Heston, con Sophia Loren como Doña
Jimena. El Cid no reparó en gastos
para recrear la resistencia de los reinos cristianos ante el arrollador avance
de los fanáticos almorávides. El fallo de ambientación que adelanta casi un
siglo las armas y ropajes queda eclipsado ante el talento de las
interpretaciones y la fuerza de la trama. Todo un homenaje al estilo Hollywood
con el que en cierto modo se agradecía la colaboración de la España de Franco
en el rodaje de las grandes superproducciones americanas en suelo español.
En las postrimerías del siglo XV
el empuje de los reinos cristianos había reducido el otrora poderoso Al Andalus
a un puñado de enclaves bajo el débil gobierno de la dinastía nazarita de
Granada. Fue en ese momento cuando los avatares de la Historia unieron a las
coronas de Castilla y Aragón mediante el matrimonio de Isabel y Fernando, los
Reyes Católicos. El 2 de enero de 1492 Granada se rindió ante las fuerzas
conjuntas de los dos mayores reinos de la Península y con el golpe de gracia que
culminó la Reconquista nació España. La
nueva nación, cumplida su guerra secular de liberación y sedienta de gloria,
volvió su vista al panorama internacional y no tardó en ver enfrentadas sus
aspiraciones con la orgullosa Francia. El choque principal se produjo en Italia
y en tierras napolitanas Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán, sentó las bases de la guerra moderna y convirtió a
España en la principal y más respetada potencia de Europa. Este trascendental
momento ha sido objeto de poca atención y la única película que conozca que lo
refiera es, irónicamente, una comedia. Así, de la épica hollywoodiense pasamos
a la socarrona producción italiana El
soldado de fortuna (1976, Pasquale Festa Campanile), cuyo principal
atractivo es ver a Bud Spencer repartir guantazos a todo francés que se le
ponga por delante en la piel del mercenario italiano Ettore Fieramosca, al
servicio del Gran Capitán. El trasfondo es verídico, basado en el desafío entre
caballeros franceses e italianos, estos últimos del ejército español, durante
el asedio de Barletta en 1502. La película tiene una ridícula recreación de
armas y uniformes, de evidente falta de presupuesto, pero el guión es divertido
y con guiños a ese marco histórico de la Italia renacentista. El papel de los
españoles es anecdótico, aunque salimos muy favorecidos comparados con los
franceses, y no falta alguna broma amable acerca del notorio fervor religioso
español.
A la vez que España aseguraba su
hegemonía en Europa, se produjo uno de los grandes eventos de la Historia del
mundo: auspiciado por los Reyes Católicos, Cristóbal Colón inició la más famosa
travesía de la navegación al cruzar la desconocida Mar Océana y llegar al Nuevo
Mundo el 12 de octubre de 1492. Aquel descubrimiento cambió para siempre el destino de la recién
nacida España y le otorgó una gran misión: la conquista y evangelización de
aquellas vastas tierras nunca antes holladas por los europeos. Con motivo del V
centenario del Descubrimiento, en 1992, se estrenaron dos películas que venían
a corregir el sorprendente desinterés del cine por este trascendental hecho. La
estadounidense Cristóbal Colón, el
Descubrimiento (John Glen), supuso un fracaso sin relevancia del cual solo
cabe señalar que tuvo la descabellada idea de dar a Marlon Brando el papel del
Inquisidor General Tomás de Torquemada. Por su parte, la coproducción
hispano-francesa 1492, la conquista del
paraíso (Ridley Scott), resulto igualmente desastrosa económicamente,
aunque se le reconoció mayor valor. En mi opinión, busca sin encontrar un tono
épico que se diluye en un guión confuso incapaz de distinguir lo esencial de lo
anecdótico. Scott, en su línea, no
pierde ocasión de arremeter contra la aristocracia y la Iglesia, aunque
moderándose más que sus últimos trabajos en Hollywood. Es de alabar, no
obstante, la fiel recreación de época y la actuación de Gérard Depardieu como
Colón. Lo mejor de la película, con mucho, es su mítica banda sonora a cargo de
Vangelis que probablemente todos hayamos escuchado alguna vez.
El Descubrimiento fue entendido
como un designio de Dios, que asignaba a España el colosal cometido de
colonizar el Nuevo Mundo. El espíritu de la Reconquista cruzó el Atlántico y
los españoles, como punta de lanza occidental de la Cristiandad, se lanzaron a
conquistar las Américas en pos de riqueza y gloria, por el rey y por la Santa
Madre Iglesia. Desde las cumbres de los Andes a las grandes llanuras de
Norteamérica, a través de las selvas del Amazonas y los desiertos de Sonora, un
puñado de hombres acometió la mayor gesta vista desde la conquista de Asia por
Alejandro. Aquellos conquistadores y misioneros llegaron a los rincones más
inhóspitos del inmenso continente y en todas partes clavaron la Cruz de Cristo
y las Armas de España. Sin duda, esta es nuestra mayor gloria, nuestro legado
más firme e imperecedero y el papel por el cual España es y será recordada.
A nivel mundial, la imagen de los
españoles está fuertemente asociada a la de los conquistadores, con sus icónicos
morriones y armaduras, sus perros, sus caballos, sus crucifijos y arcabuces. Y
es precisamente en este momento culmen de nuestra historia cuando surge un
rechazo e incluso odio hacia España y todo lo español ampliamente extendido por
el mundo. La Conquista de América se ha presentado como un salvaje proceso de
pillaje y destrucción de las florecientes civilizaciones precolombinas a manos
de los ambiciosos y fanáticos españoles. Esta versión, tendenciosa como pocas,
se debe en sus orígenes a Inglaterra, Francia y Holanda, enemigos del Imperio
Español, y es hoy abanderada y repetida de forma paroxística por los gobiernos indigenistas
hispanoamericanos. Como no podía ser de otro modo, esta visión ha pasado al
celuloide. Quizá el más famoso ejemplo sea Aguirre,
la cólera de Dios (1972) del reputado director alemán Werner Herzog. Esta
película, aclamada por los críticos del cine europeo, se sirve de la historia
del conquistador Lope de Aguirre, que se rebeló contra Felipe II para fundar un
reino independiente en la legendaria ciudad de El Dorado, para hacer una
reflexión sobre la irracionalidad y la locura. Ciertamente, la falta de
diálogos e incluso de trama propiamente dicha consiguen alcanzar momentos
absolutamente irracionales. Personalmente, a duras penas pude resistir el
visionado completo, aunque he de aplaudir su capacidad para hacer imaginar al
espectador los peligros y dificultades de esas expediciones por tierras
desconocidas. A destacar la escena inicial, los hombres de Gonzalo Pizarro
descendiendo desde los escarpados picos de los Andes hacia la inmensidad de la
floresta amazónica.
Así como Herzog ofrece una imagen
sórdida y oscura de la Conquista, creo necesario señalar la película de Mel
Gibson Apocalypto (2006) y, en un spoiler que los lectores sabrán
perdonar, referirme a la fugaz pero estelar irrupción de los españoles al final
del filme. Después de mostrar el horror y la brutalidad de la decadente
civilización maya, la imagen de las carabelas recortadas sobre el horizonte mientras
en las chalupas se aproximan los conquistadores y los misioneros supone un
magistral golpe de efecto.
Las enormes riquezas del Nuevo
Mundo fueron el impulso que necesitaba la ambiciosa política exterior de los
Reyes Católicos para que surgiese la idea de un Imperio Español. Este se
concretó en la herencia de su nieto, Carlos I (1516-1556), que unió bajo su
corona a España, con sus posesiones en las Américas, Berbería e Italia, y al
Sacro Imperio Romano, con los territorios Habsburgo de Austria y el Tirol,
además de Borgoña y Flandes. Con Felipe II (1556-1598) el reino alcanzó su
máxima cota de poder y gloria, incorporando Filipinas y todo el imperio
portugués bajo el nombre de la Monarquía Hispánica. Las victorias sobre Francia
y el Imperio Otomano convirtieron a España en la potencia mundial hegemónica
indiscutible, cuya influencia se extendía por cuatro continentes. Los tercios
dominaban los campos de batalla europeos y las galeras controlaban el
Mediterráneo, mientras los grandes convoyes de galeones surcaban el Atlántico trasportando
el oro y la plata de ultramar. En plena Segunda Guerra Mundial, los guionistas
de Hollywood equipararon este esplendor de la Monarquía Hispánica con la
expansión del III Reich en El halcón del mar
(1940, Michael Curtiz), un clásico del cine de aventuras “de capa y espada”
en el que Errol Flynn, como un intrépido corsario inglés, debía detener los malvados
planes de Felipe II para invadir Inglaterra y ¡el mundo! Resulta hasta
agradable ver a los retorcidos y orgullosos españoles paseándose por la
pantalla con una actitud mezcla entre oficial de las SS y chulapo madrileño. Las
interpretaciones de Claude Rains -capitán Renault en Casablanca- como embajador de España en Londres y Montague Love
como Felipe II, un papel breve pero delicioso, son dignas de mención. El
espectador versado podrá, además, reír con algunos fallos y sinsentidos, como
el ver remeros en un galeón transatlántico o el siniestro tribunal inquisitorial
que juzga piratas (¡!), aunque en líneas generales la recreación es aceptable y
la calidad técnica y del guión, gratificantemente alta.
Pese a la importancia que los
ingleses y sus antiguos súbditos estadounidenses hayan querido dar al acoso
corsario británico, la Monarquía Hispánica mantuvo sin problemas el control de
su vasto imperio. Con la capital establecida en Madrid, la corte de Felipe II
se convirtió en el mayor centro de poder del mundo. No tardaron en surgir
partidos y personajes enfrentados que darían pie a intrigas, especialmente
después de la muerte de Felipe II y la llegada al trono de los Austrias
Menores, desentendidos de las cuestiones de gobierno. De nuevo acudió la Meca
del Cine a la Historia española tras El
halcón del mar para explotar el exitoso género de los llamados costume dramas o cine de época. Así en
1948 se estrenó El burlador de Castilla
(Vincent Sherman), con Errol Flynn esta vez como espadachín y galán
castellano que combinaba el mito de Don Juan con la intriga palaciega en la
corte de Felipe III. Poco después saldría a la luz la poco conocida La princesa de Éboli (1955, Terence Young), que
seguía a la novela Esa Dama de Kate O’Brien presentando la conjura del secretario
de Felipe II Antonio Pérez y la hermosa princesa viuda encarnada por Olivia de
Havilland como una maquinación del, de nuevo, perverso Rey Prudente.
Si bien el imperio se regía desde
la corte, el peso de sostenerlo caía sobre los hombros de los soldados de los
tercios, herederos de las innovaciones del Gran Capitán. Bien organizados, con
un esmerado entrenamiento, una cuidada logística y un insuperable espíritu de
cuerpo basado en el servicio a la Patria y la defensa de la Fe Católica, los
ejércitos de la Monarquía Hispánica fueron el terror de los enemigos del Rey de
España. En todos los frentes y contra todos los enemigos se batieron bajo las Aspas
de San Andrés, aunque su más famoso escenario y también el más sangriento fue
Flandes. Curiosamente, de ochenta largos años de asedios y batallas la única
obra que el cine extranjero ha dado ha sido una comedia situada en el
paréntesis de paz que supuso la Tregua de los Doce Años firmada en 1609. La Kermesse Heroica (1935, Jacques Feyder)
es una reputada película francesa sorprendentemente actual en su planteamiento
pese a su antigüedad, aclamada y galardonada por su cuidadísima presentación de
un pueblo flamenco del siglo XVII gracias a unos impresionantes decorados y la
gran técnica de Feyder, que se inspira para sus planos en las obras de los
grandes pintores flamencos. El argumento es tan sorprendente como divertido:
ante la noticia de que un duque español al mando de tropas de los tercios desea
hacer un alto en la ciudad, los habitantes de la villa de Boom son presas del
pánico y el aterrado burgomaestre decide simular su muerte ante el duque. Ante
la situación, su decidida esposa reunirá a las mujeres para preparar el recibimiento
a los españoles prescindiendo de sus acobardados maridos. Al llegar los
tercios, los españoles se señalan por su cortesía, respeto y gentileza,
haciendo las delicias de las flamencas. Técnicamente perfecta y con un constante
sentido del humor, La kermesse heroica
es una comedia magistral, además de una verdadera apología de los tercios de
Flandes.
Como siempre, Jorge Alvarez hijo nos sorprende por su conocimiento del tema que trata y su amenidad al atacarlo. Hay, sin embargo, algún detalle sobre el que, en mi opinión, debería haberse insistido más.
ResponderEliminarDejar de lado el cine histórico franquista ciertamente "edulcorado" pero ciertamente "emocionante": ¿por qué?. La memoria histórica nacional nunca se ha conservado mejor en sede cinematográfica que durante la etapa política que va desde el año 1939 a 1975 y algún intento posterior, sin contar las múltiples versiones fantásticas sobre la Guerra Civil, no es más que un nuevo episodio de "Fantasías Animadas de Ayer y Hoy" (Sr. Saura ¿qué hizo Vd. con El Dorado?). La consecuencia necesaria es recurrir al cine extranjero. Por desgracia - y no solo a los españoles - nos tienen que enseñar la Historia desde Hollywood. Lo que ocurre es que la nuestra es una historia molesta para algunos.
La primera entrega está a gran altura. Esperamos con ansia la segunda.