"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










martes, 24 de julio de 2012

Las Navas de Tolosa: El Nacimiento de una Nación


El Sol, radiante en lo alto de un cielo despejado, abrasa las yermas lomas, haciendo arder las cotas de malla y los yelmos. Apenas hay viento y los pendones cuelgan de las astas tan inmóviles como los hombres que los portan. Las ocasionales maldiciones cesan a una señal y, como un solo ser, el ejército entero se arrodilla y se sume en un silencio devoto, orando una última vez. Es la mañana del 16 de Julio del año 1212. Los guerreros cristianos se preparan para la batalla que saben que decidirá si la Península Ibérica, y con ella el frente occidental de la Cristiandad, cae en manos del Islam.  Lo que no pueden siquiera imaginar es que sus actos en ese día sentarán las bases de una nueva nación bajo cuya bandera lucharán castellanos, aragoneses, leoneses y navarros sin distinción. Una nación que con el paso del tiempo no solo recuperará Al-Andalus, sino que llevará la Cruz hasta los más lejanos confines del mundo. Una nación que, aun ochocientos años después de su gesta, recordará lo que hicieron aquel 16 de Julio en las Navas de Tolosa.

Para los españoles de la época, aquella fue “La Batalla”. El momento culminante del enfrentamiento entre el Cristianismo y el Islam por la posesión de la Península Ibérica. La batalla de las Navas de Tolosa fue ya en su tiempo considerada un hito en la Reconquista, pero la perspectiva que da el correr de la Historia ha elevado su importancia al nivel de leyenda. Las consecuencias inmediatas fueron considerables, pues la amenaza del Imperio Almohade quedó anulada para siempre y los musulmanes perdieron su última oportunidad de imponerse sobre los reinos cristianos de la Península. Pero a largo plazo las Navas de Tolosa representó la primera piedra de una España guerrera y unida por la religión que conquistaría medio mundo. Por ello, el pasado lunes 16 celebramos el octavo centenario de una gesta que determinó el nacimiento de nuestra nación.

La Derrota de Alarcos

No se puede explicar la victoria de las Navas de Tolosa sin hablar antes de la derrota de Alarcos. Para finales del siglo XII, los cristianos llevaban casi quinientos años combatiendo contra los musulmanes para recuperar los territorios que habían perdido al caer el reino visigodo, a la vez que luchaban entre sí por afianzar las fronteras de los distintos reinos. Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón ocupaban la mitad norte de la Península, en constante pugna unos con otros. Los cristianos se hallaban muy atrasados con respecto a la civilización árabe, pero habían resistido gracias a la fe y el coraje, forjándose como pueblos guerreros, poco dados a las artes, las ciencias o los placeres pero siempre dispuestos a combatir. La España cristiana era un mundo en el que desde el rey hasta el más miserable siervo eran, ante todo, guerreros, y compartían el espíritu belicoso y la profunda fe que conformaban el alma de estos pueblos.

Estos aguerridos hombres habían ido avanzando hacia el sur en un lento proceso de reconquista y repoblación de las tierras ocupadas por los moros, aprovechándose de los auges y declives sucesivos que sufría el Al-Andalus. Cuando los musulmanes estaban unidos bajo un poder fuerte, como el Califato de Córdoba o el Imperio Almorávide, el avance cristiano se detenía, pero cuando se fragmentaban en débiles e indolentes reinos de taifas, la Reconquista tomaba impulso. Desgraciadamente, el enemigo al que tenían que hacer frente los cristianos de las últimas décadas del siglo XII era tal vez el más fuerte y peligroso de cuantos habían venido del otro lado del Estrecho: el Imperio Almohade.

Los almohades eran un movimiento islámico radical cuyo origen se situaba hacia el 1120 en las fieras tribus bereberes del Atlas. Su fundador, Mohamed Ibn Tumart, proclamó la necesidad de una vuelta a la ortodoxia religiosa que purificase las viciosas costumbres que habían adoptado los musulmanes del Magreb y Al Andalus. Bajo el principio fundamental de la existencia de  Alá como dios único y diferenciado del resto de la Creación, guio a sus seguidores contra los almorávides, que habían relajado su interpretación del Corán con los años. En 1130, Ibn Tumart murió, pero sus sucesores continuaron la lucha contra los almorávides en un largo conflicto por todo el Magreb. Esta división en el Islam favoreció a los reinos cristianos, especialmente Castilla, que recuperaron varias plazas llevando la frontera entre las dos religiones hasta las tierras de la Mancha. A mediados del siglo XII, los almohades desembarcaron en España y sometieron a los moros andalusíes. Así, se creó un periodo de statu quo en la Península mientras los almohades subyugaban a los rebeldes andalusíes y los cristianos peleaban entre sí.

En 1187, el reino de Jerusalén, en manos cristianas desde la Primera Cruzada (1096-1099), fue conquistado por el célebre Saladino. La Cristiandad se revolucionó ante la pérdida de los Santos Lugares y surgió un sentimiento de revancha contra los infieles. Así, Francia, Inglaterra y el Sacro Imperio aunaron fuerzas para la Tercera Cruzada. En España también se sintió este fenómeno, especialmente en las tierras de Castilla. Regido desde hacía veinticinco años por el enérgico Alfonso VIII, este reino había ido ganando importancia hasta liderar claramente la lucha contra el Islam. Los primeros años de reinado de Alfonso estuvieron marcados por una guerra civil entre las familias Castro y Lara y las posteriores disputas fronterizas con Navarra y, muy especialmente, León. Alfonso se impuso a todos sus rivales y colocó a Castilla como primera potencia entre los reinos cristianos hispánicos. Pero todas estas guerras no eran para el rey castellano sino premisas necesarias para poder desatar el verdadero enfrentamiento contra la amenaza almohade. Alfonso aprovechó el golpe moral de la perdida de Jerusalén para resolver (favorablemente para sí) sus problemas con León y Navarra y en 1194 no renovó la tregua que mantenía con el Califa almohade, lo que equivalía a una declaración de guerra. Convenció al rey de León, Alfonso IX, de que hiciese lo propio y se sumase a su lucha contra los musulmanes. Los almohades no tardaron en darse cuenta de la amenaza que el belicoso Alfonso VIII suponía y en respuesta convocaron la guerra santa contra Castilla. El dominio almohade se extendía por entonces desde Portugal hasta Trípoli, por lo que sobre Alfonso caería toda la fuerza de un imperio diez veces más grande que Castilla.

El Califa Abu Yusuf Ibn Yakub cruzó el Estrecho con un gran ejército de bereberes y voluntarios árabes, a los que se sumaron los moros andalusíes, y avanzó hacia Castilla. Alfonso convocó a sus huestes en Toledo, la punta de lanza de las tierras castellanas. A su llamamiento acudieron además las órdenes militares: El Temple, San Juan, Calatrava y Santiago. Alfonso IX y sus caballeros leoneses debían unirse posteriormente, pero cuando llegaron noticias del ejército de Ibn Yakub, Alfonso VIII se hizo fuerte en la fortaleza de Alarcos (Ciudad Real), sin esperarles. El 18 de julio de 1195 los dos ejércitos chocaron. Los cristianos recurrieron a su clásica, por no decir única, táctica: la carga de caballería. Los caballeros pesados de Castilla barrieron al centro del ejército musulmán, pero estos no cedieron y fueron desgastándolos. Después de horas de combate y sucesivas cargas, los caballeros se dieron cuenta de que habían sido flanqueados por la caballería ligera mora. Cansados y rodeados, los cristianos sufrieron una derrota total. Alfonso VIII logró escapar mientras los cristianos que consiguieron romper el cerco se refugiaron en Alarcos, dirigidos por Diego López de Haro, el cual consiguió una rendición ventajosa. Con Alarcos, los almohades llevaron sus fronteras hasta Toledo, que a punto estuvo de caer, y frenaron en seco las aspiraciones de los reinos cristianos, que aterrorizados por el descalabro castellano se apresuraron a firmar treguas con Ibn Yakub.

Preparando el desquite

Castilla estuvo a poco de desmoronarse tras el fracaso de Alarcos pues todos sus enemigos, que eran muchos, aprovecharon para atacarla. Los almohades campaban por la Mancha arrasando y saqueando y León y Navarra ocuparon las plazas fronterizas sobre las que tenían reclamaciones. El reino castellano se sobrepuso gracias al decidido liderazgo de Alfonso VIII y al apoyo de la Iglesia Católica, que sabía que Castilla era el único reino capaz de liderar la lucha contra el Islam. Alfonso consiguió una paz no exenta de recelos con León mediante la diplomacia y, sacando fuerzas de la flaqueza, se lanzo sobre Navarra y demostró cuan equivocado estaba su rey Sancho VII El Fuerte al creer que Castilla no tenía ya fuerza para mantener su liderazgo entre los reinos cristianos. El vapuleado rey de Navarra tuvo que abandonar sus aspiraciones a regañadientes presionado además de por los ejércitos castellanos por las condenas que desde Roma llegaban a todo aquel que atacaba a Castilla en vez de a los musulmanes.

Con las manos libres, Alfonso empezó a preparar la revancha. El enérgico rey llevaba desde el mismo momento en que huyó de Alarcos maquinando su desquite y, como todos los proyectos que ideaba, no lo abandonó pese a todas las dificultades que se le presentaban. En los últimos años del siglo XII, las órdenes militares se rehicieron y volvieron a presentar batalla a los moros en las tierras fronterizas manchegas. En 1198 la Orden de Calatrava conquistó la fortaleza de Salvatierra (Calzada de Calatrava, Ciudad Real), estableciendo una cabeza de puente cristiana que se internaba en territorio almohade. Este hecho desencadenaría los acontecimientos que terminan en la batalla de las Navas de Tolosa.
Los caballeros de Calatrava fueron la primera orden militar española
y unos de los más obstinados enemigos de los moros. Jiménez de Rada
alabó especialmente su actuación en las Navas de Tolosa.


En 1209 Rodrigo Jiménez de Rada fue nombrado arzobispo de Toledo[1] y legado pontifico en las tierras hispánicas. El Papa Inocencio III, un ferviente defensor de las Cruzadas y la lucha contra el Infiel, quería que los cristianos españoles dejasen de pelear entre sí y uniesen fuerzas contra el cada vez más amenazador Imperio Almohade, y con este cometido designó a Jiménez de Rada, hombre de enormes cualidades, tan hábil diplomático como hombre de armas. El nuevo arzobispo de Toledo pronto haría oír su voz en la corte castellana y ganó el apoyo del rey, con el que compartía su visión de la Reconquista. En 1210, Castilla no renovó la tregua con los almohades y comenzó a respaldar las incursiones de las órdenes militares. El Califa Al-Nasir[2], hijo de Ibn Yakub, pensó que los molestos castellanos estaban pidiendo otro Alarcos para ponerles en su sitio y reunió a tropas de todo el imperio para una nueva guerra santa, congregando a miles de voluntarios dispuestos a la yihad.

Paralelamente, Alfonso y Jiménez de Rada preparaban a las huestes castellanas para el enfrentamiento. Habían tirado el guante y Al-Nasir lo había recogido. Una vez concentrado el ejército castellano en Toledo, con las mesnadas de los nobles, las milicias de los concejos y los curtidos caballeros de las órdenes de Calatrava, Santiago, El Temple y San Juan, Alfonso VIII buscó la ayuda de los demás reinos cristianos. Había aprendido de Alarcos que Castilla sola no podía con el Imperio Almohade, solo las Españas unidas tenían la fuerza necesaria. Pero sus relaciones con los demás monarcas dejaban mucho que desear. Alfonso IX de León, por supuesto, se negó a ayudar, pero en un acto de dignidad dejó que todo caballero leonés que así lo desease pudiese acudir a reforzar a los castellanos, y no fueron pocos los nobles de Galicia, Asturias y León que cabalgaron hasta Toledo. También acudieron algunos portugueses, aunque a título personal, como los leoneses. Sancho El Fuerte de Navarra aun recordaba su reciente derrota frente a los castellanos y no quiso tomar parte en la campaña. Por el contrario, Pedro II de Aragón, amigo personal de Alfonso VIII, acudió con muchos de sus súbditos, llegando a Toledo incluso antes que el rey castellano.

Mientras, Jiménez de Rada recorrió Francia, Italia y Alemania entrevistándose con reyes, nobles y obispos para buscar apoyos. Consiguió la adhesión de los obispos de Nantes, Burdeos y Narbona, además de la participación de caballeros franceses e incluso algunos italianos y alemanes.  Inocencio III, gran entusiasta de la campaña contra los almohades, desplegó  una ingente labor diplomática cuyo principal aporte fue declarar la expedición Cruzada. Instó a todos los obispos a predicar en apoyo a los cruzados españoles y concedió indulgencia plenaria a quien acudiese a luchar junto a Alfonso VIII. Además, a petición del rey castellano, amenazó con la excomunión a quien atacase a los reinos implicados en la Cruzada, medida especialmente dirigida a Alfonso IX de León.

Los cruzados extranjeros[3] fueron llegando a Toledo. El Arzobispo Jiménez de Rada, terminada su gira por Europa, se encargó de dirigir la logística del enorme ejército en su avance hacia el Sur. Los gastos fueron cubiertos por Alfonso VIII y por la Iglesia. Entretanto, Al-Nasir había conquistado Salvatierra a los calatravos, los cuales resistieron un heroico asedio tiempo suficiente para que el ejército cruzado estuviese listo. La noticia dio comienzo a la campaña, y los cristianos partieron hacia el sur saliendo de Toledo el 20 de Junio. Al llegar a Alarcos, lugar que todos tenían muy presente en su memoria, se presentó una gran sorpresa que reforzó la moral cristiana: contra todo pronóstico y  a pesar de su enemistad con Alfonso, Sancho El Fuerte de Navarra se unió a la hueste con doscientos de sus mejores caballeros. Por primera vez, tres reyes cristianos lucharían juntos contra los musulmanes.

Conforme el enorme ejército se internaba en territorio enemigo, surgieron los problemas entre sus integrantes. Ya en Toledo, los cruzados extranjeros habían provocado disturbios en la judería y al pasar por Malagón ejecutaron a todos los moros que allí había, los cuales habían ofrecido rendirse a cambio de sus vidas. Poco después trataron de hacer lo mismo con la guarnición del castillo de Calatrava. Este comportamiento era realmente el normal, pues una Cruzada era una lucha a muerte contra los infieles, en la que no valían acuerdos ni se hacían prisioneros. Pero Alfonso VIII esperaba incorporar esas tierras a sus dominios y no quería masacres que diezmasen a sus futuros súbditos y suscitasen odios contra el monarca. Tras una discusión, los ultramontanos alegaron que puesto que ni aparecía el Califa, ni se les dejaba acabar con los infieles que encontraban, juzgaban inútil su presencia en la campaña. Cansados además por el excesivo calor y la falta de alimento que empezaba a hacer mella entre las huestes cristianas, la mayoría volvió a sus tierras el 30 de Junio, perdiendo el ejército cristiano un tercio de sus efectivos. Solo un centenar, al mando del arzobispo de Narbona y Teobaldo de Blazón, se quedaron. 

Mermado, el contingente cristiano siguió avanzando, tomando las plazas moras por las que pasaba. Tras conquistar de nuevo la fortaleza de Salvatierra, los tres reyes ordenaron acampar en espera de informes sobre Al-Nasir. El Califa había decidido esperar a los cristianos en tierras de Jaén, separado de los cristianos por las gargantas del Muradal (Despeñaperros), donde había tomado posiciones ventajosas. El único paso por el que podían cruzar era el de la Losa y los almohades aguardaban al otro lado. Los cristianos avanzaron hasta acampar en Las Fresnedas, al otro lado del paso. Las patrullas de reconocimiento certificaron que el único paso era el de la Losa. Cruzarlo era impensable, pues sería caer de lleno en la trampa almohade, pero no había víveres ni moral para dar un rodeo. Los reyes convocaron un consejo de guerra y algunos sugirieron retirarse ante la imposibilidad de forzar un combate provechoso, pero Alfonso no estaba dispuesto a huir otra vez. No parecía haber solución para el dilema cristiano, pero esa noche, según las crónicas de la época, Dios acudió en ayuda de sus fieles. Un pastor reveló un paso que los moros no vigilaban. Guiados por el providencial pastor, algunos caballeros cruzaron el paso y comprobaron que era practicable para la hueste. Al amanecer del día 14 de Julio, los cristianos atravesaron el posteriormente llamado Paso del Rey y acamparon, para enorme sorpresa de Al-Nasir, enfrente del campamento almohade. El día siguiente fue domingo, por lo que los cristianos se dedicaron a orar y prepararse. Los almohades, por su parte, trataron de forzar el combate solo consiguiendo alguna escaramuza, por lo que decidieron imitar a los cristianos. El choque sería al día siguiente, 16 de Julio.

La Batalla de las Navas de Tolosa

Los cristianos se levantaron después de la medianoche, sabiendo que en cuanto amaneciese comenzaría la batalla más grande de toda la Reconquista. Se ofició una misa y, tras comulgar, caballeros y peones recibieron la absolución y se armaron para el combate. Mientras el Sol se alzaba sobre los campos jienenses, el ejército se desplegó frente al campamento almohade. Tras la retirada de los ultramontanos, su número se estima entre 70.000 y 90.000.

La hueste se dividió en tres cuerpos, cada uno al mando de un rey. Pedro II y sus aragoneses formaron en le flanco izquierdo, Alfonso VIII con los nobles castellanos y las órdenes militares, en el centro y Sancho VII y los navarros ocupaban la derecha de la línea de combate. Tanto el cuerpo de Pedro como el de Sancho fueron reforzados por las milicias de los concejos de Castilla, para igualar la profundidad en todo el frente. Cada uno de estos cuerpos se dividía en tres líneas de profundidad: la vanguardia, el centro y la retaguardia, desde donde dirigían los reyes. El gran aporte de esta batalla a la táctica medieval fue la decisión de desplegar juntos a las milicias de infantería y a los caballeros. Los cristianos relegaron la táctica a un segundo plano durante buena parte de la Edad Media, decidiendo sus batallas por el valor de las élites caballerescas que ganaban las batallas a base de arrolladoras cargas, mientras la infantería hacía de reserva o pantalla en caso de retirada. El caballero cristiano, a lomos de su gran corcel, protegido por cota de malla, robusto escudo y casco, era un guerrero formidable capaz de atravesar filas enteras de enemigos aplastándolos bajo los cascos de los caballos y embistiendo con las lanzas de caballería. Tan increíble era el poder de un grupo de estos jinetes que podían hacer huir ejércitos enteros con una maniobra tan tosca y previsible como el brutal choque frontal. Sin embargo, para tácticos hábiles, como solían ser los líderes musulmanes, era fácil volver en contra de los caballeros sus virtudes y atráelos hacia trampas donde su pesado equipo y poca movilidad se convertían en desventajas. Aislados y sin apoyo de infantería, perecían invariablemente. El valor y la fuerza bruta no bastaban ante un planteamiento astuto. Alfonso VIII había visto cargar a sus caballeros hacia la perdición en Alarcos precisamente por eso y había tomado buena nota. En Las Navas, sus caballeros se mezclaron con los cuerpos de infantes, para actuar conjuntamente. La infantería daba un muro de escudos que permitiese a los caballeros reagruparse a salvo tras las cargas y no quedar aislados en caso de no romper el frente almohade y la caballería daba un refuerzo moral y material a los peones, milicianos poco duchos en los menesteres de la guerra.

Los almohades, por su parte, formaron en la loma de la colina sobre la que se alzaba su campamento. Al-Nasir se colocó en la retaguardia, en una tienda roja desde la que observaba la batalla, vestido todo de verde, el color del Islam, y leyendo el Corán. En torno a él se desplegó el ejército. Le rodeaba una empalizada y dentro del recinto se agolpaba la Guardia Negra, fanáticos guerreros que se encadenaban para que no les tentase la huida. Alrededor de la cerca formaron los almohades, fieros bereberes totalmente leales y delante suyo el cuerpo principal, los voluntarios yihadistas, guerreros de sitios tan distantes como Egipto, Arabia o Turquía, además de las tropas aportadas por los gobernadores de todo el Imperio, entre ellos muchos moros andalusíes que seguían a los almohades más por miedo que por convicción. En la primera línea, que se desintegraría rápidamente para hostigar mejor, se situaron las tropas ligeras magrebíes y en los flancos la caballería ligera y los arqueros montados turcos, el terror de los caballeros. En total, el Califa contaría con algo menos de 150.000 hombres.

Los dos ejércitos rezaron frente a frente antes del combate. Cristianos y musulmanes había acudido en nombre de la Guerra Santa. La Cruzada y la Yihad iban a enfrentarse. Aquello iba mucho más allá de lo militar y lo político. Era un choque entre dos religiones, dos culturas y dos concepciones de la vida. Los hombres que formaban en las filas de los dos contingentes representaban mundos opuestos incapaces de coexistir, pero todos compartían algo: estaban dispuestos a luchar, matar y morir por su fe.

Terminado el rezo, comenzó a retumbar el monótono compás de los tambores almohades. Se podía escuchar perfectamente en las filas cristianas, donde recibía por respuesta los relinchos nerviosos de los caballos que presentían la acción. Los escaramuzadores musulmanes avanzaron colina abajo, tentando a los cristianos. Los tres reyes consideraron que era momento de iniciar el combate y, a una señal, la vanguardia castellana avanzó. En cabeza iba Diego López de Haro, señor de Vizcaya, veterano de Alarcos y mano derecha de Alfonso VIII. Le acompañaban sus familiares y otros nobles de Castilla, además de los ultramontanos que quedaban. Tras ellos caminaban las milicias de varios concejos castellanos. Los caballeros de López de Haro espolearon a sus monturas y se lanzaron ladera arriba, directos a las líneas almohades. Las tropas ligeras huyeron, tal vez en una artimaña para atraerles hacia el centro o tal vez por puro terror. Los castellanos continuaron impertérritos, a galope tendido, con las lanzas en ristre. Se estrellaron contra los voluntarios yihadistas y las primeras filas musulmanas desaparecieron. Los andalusíes, que tenían en más estima su vida que la gloria del Imperio Almohade, abandonaron la batalla. Por un momento, la embestida de López de Haro fue tan briosa y eficaz que pareció ir a desmoronar todo el frente musulmán, pero según ascendían las tropas a las que tenían que hacer frente eran de mejor calidad, el terreno jugaba en su contra y los caballos empezaban a cansarse. Los arqueros y honderos almohades empezaron a disparar, pero las cotas de malla y las bardas eran recias y los castellanos siguieron penetrando en las líneas, amenazando al mismísimo Al-Nasir. Desde la retaguardia, Alfonso se dio cuenta de que López de Haro empezaba a tener problemas y ordenó cabalgar en su ayuda a la segunda línea del cuerpo castellano: las órdenes de caballería. Mandados por el conde Gonzalo Nuñez de Lara, los devotos y aguerridos hermanos calatravos, templarios, hospitalarios y de Santiago se lanzaron al combate guiados por sus maestres. Las cruces rojas sobre tabardos blancos se entremezclaron con las capas negras con cruces blancas. Los moros retrocedieron más y más ante el feroz empuje de los castellanos, pero el centro no cedió. Entonces, los jinetes ligeros y los arqueros montados turcos aparecieron por los flancos y cerraron una tenaza alrededor de los cristianos. Los infantes almohades presionaron y los castellanos quedaron rodeados. Desordenados, cansados y hostigados por las constantes flechas que llovían sobre ellos desde todas partes, los hombres de López de Haro y las órdenes resistían con tesón, pero era cuestión de tiempo que sucumbiesen. Las milicias concejiles, abrumadas, se dieron a la fuga, abandonando a los caballeros. El plan almohade marchaba a la perfección.

La Carga de los Tres Reyes

Desde su posición, Alfonso VIII debió de creer estar viendo de nuevo Alarcos. Las milicias en fuga, los caballeros encerrados por la caballería mora, el pendón de López de Haro rodeado de banderas enemigas… Ya había vivido todo eso, hacía diecisiete años, y no estaba dispuesto a repetirlo. No había preparado su campaña durante todo ese tiempo para ser derrotado otra vez. Aquel día tenía que ganar, ganar o morir. Se volvió hacia Jiménez de Rada, que montado a su lado contemplaba con preocupación la batalla, y le dijo: “Arzobispo, vos y yo aquí muramos.” Pronunciadas estas palabras, el rey desenfundó su espada y ordenó una carga general para socorrer a la vanguardia. Todo el centro cristiano siguió a Alfonso. Pedro II y Sancho El Fuerte imitaron al rey castellano y se lanzaron con la totalidad de sus hombres contra el ejército del Califa. El suelo tembló ante los miles de caballos al galope que ascendieron la loma en la extenuante carga de los tres reyes. Los pendones de la nobleza de toda la Península hondearon al viento y los caballeros de Castilla, Navarra, Aragón y León elevaron en un inmenso grito una sola voz: Santiago y cierra España. Cruzando el campo de batalla como un relámpago, la carga se estrelló contra los almohades sin darles siquiera posibilidad de reacción. Al-Nasir no podía imaginar una maniobra tan sorprendente. Los caballeros arrollaron al ejército musulmán justo cuando estaba a punto de cerrar su cerco sobre López de Haro y los suyos, desbaratando toda la estratagema de Al-Nasir. Los guerreros almohades perecieron casi sin darse cuenta de que había ocurrido, los arqueros y honderos, atrapados de pronto en un salvaje cuerpo a cuerpo, fueron masacrados y la caballería ligera mora apenas pudo escapar y darse a la fuga. Los estandartes ajedrezados del Imperio Almohade y las banderas verdes con versos del Corán se perdieron bajo los cascos de los corceles cristianos.


Alfonso VIII describiría así la victoria al fechar un documento: “En el tercer año de haber
superado al Rey de Marruecos en la batalla de las Navas de Tolosa, no por mi mérito sino
por la misericordia de Dios y el auxilio de mis vasallos.”

Liberada la presión sobre el Señor de Vizcaya y los hermanos de las órdenes, los cristianos se arrojaron sobre la empalizada que protegía la tienda de Al-Nasir. Una victoria tan espectacular tenía que rubricarse con la captura del Califa Miramamolín. Según la tradición, el primero que atravesó el cerco fue Sancho El Fuerte, celebérrimo momento en el que el rey navarro, saltando con su caballo sobre las líneas de la Guardia Negra, rompe las cadenas que desde entonces adornan el escudo de Navarra[4]. Abierta brecha por los valientes navarros, se desencadenó una lucha en el recinto sangrienta y brutal como pocas en la Historia. Muchos ya desmontados a esas alturas, los caballeros cristianos se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo sin cuartel con la Guardia Negra en un reducido espacio en el que los muertos caían sobre otros muertos, agolpándose los cadáveres alrededor de la tienda. Fiel al juramento, la Guardia Negra pereció hasta el último hombre. Al-Nasir, derrotado, se debatió entre la muerte en combate o la huida. Finalmente, ante los ruegos de sus últimos comandantes, se dio a la fuga.

Congregados alrededor de la tienda, los cristianos celebraron la victoria alzando eufóricos sus ensangrentadas espadas. Mientras los caballeros navarros y aragoneses salían en persecución de los fugitivos, distinguiéndose los últimos en esta acción al dar muerte a casi tantos enemigos como en la batalla en sí, Jiménez de Rada entonó un Te Deum por la victoria ante todo el ejército castellano, que solemnemente oró dando gracias a Dios por haberles concedido tal éxito.

Después de las Navas

La derrota almohade fue total. Nunca volverían a ser una amenaza en España y terminarían cayendo, carcomidos por revueltas y guerras civiles. Al-Nasir se encerró en  Marrakech, abdicó y se dio a la buena vida hasta morir dos años después. Los moros supondrían todavía un enemigo fiero, pero nunca volvieron a ser una amenaza para los reinos cristianos.

En cuanto a los reinos cristianos, avanzaron hasta llevar la frontera a Andalucía. Se conquistaron varias plazas más, pero debido a un brote de disentería la campaña tocó a su fin sin conseguir un auténtico avance territorial. Sin embargo, su triunfo fue en otro campo. Al volver, las relaciones entre los reinos habían sufrido un cambio. Alfonso VIII, conocido a partir de entonces como "El Rey Glorioso", puso fin definitivo a sus disputas con Navarra y León y poco después este último se uniría con Castilla bajo la corona de Fernando III el Santo. En la batalla se había personalizado la idea de España, nombre que se pronunció por primera vez en los gritos de guerra en esta batalla. Los cristianos hispanos se dieron cuenta de que los distintos reinos avanzaban hacia un proyecto común. Pasó mucho tiempo hasta que se unieron finalmente, pero el sentimiento de unidad y de diferenciación frente a los otros reinos cristianos, el concepto de la nación española, se empezó a gestar en las Navas de Tolosa.





[1] Jiménez de Rada, además de por su labor teológica al frente del arzobispado de Toledo y de su aporte vital a la campaña de las Navas y otras acciones guerreras contra los almohades, es recordado por su faceta de historiador. Su crónica De Rebus Hispaniae fue y es una fuente valiosísima para todo estudioso del medievo español.
[2] Llamado por los cristianos Miramamolín por el título que usaba, Emir-al-muslimin (príncipe de los creyentes).
[3] Conocidos por los españoles como ultramontanos.
[4] El origen de las cadenas navarras en las Navas de Tolosa es muy popular, pero discutido entre los expertos. Pero, como diría John Ford: Print de legend.

jueves, 17 de mayo de 2012

Brásidas, el genio olvidado (V)

En el invierno del 424 al 423 a.C., el del octavo año de guerra, Brásidas había asegurado su posición en el norte por completo, a pesar de las tensas relaciones con Perdicas. Los calcideos y varios pueblos tracios se pusieron a su disposición, aportándole valiosa información sobre la región, la distribución de las guarniciones atenienses y la situación política de cada ciudad. Hasta tal punto se sintió seguro que optó por intentar conquistar Anfípolis, la colonia más importante de Atenas en toda la costa norte del Egeo.

Brásidas preparó meticulosamente la operación valiéndose de las disputas territoriales y de la influencia de sus aliados. Los agentes de Perdicas contactaron con ciudadanos de Anfípolis relacionados con la corte macedonia para preparar una facción anti ateniense y los calcideos hicieron lo mismo. Además, en la ciudad habitaban algunas personas originarias de la vecina ciudad de Argilo, que desde siempre se había mostrado hostil hacia la dominación ateniense, las cuales se ofrecieron gustosas a colaborar con Brásidas. Así, el espartano pronto contó con una quinta columna en la misma Anfípolis que podía tratar de convencer a sus vecinos de hacer defección de Atenas o, en caso de no conseguirlo, abrir las puertas para facilitar la captura de la ciudad.

Brásidas partió de la localidad de Arnas, en la Calcídica, con sus lacedemonios y varios aliados tracios, llegando al anochecer a las poblaciones de Aulón y Bromisco, donde el contingente cenó. En plena noche se dirigieron hacia Argilo, a unos escasos tres kilómetros de Anfípolis. El invierno en el norte de Grecia es duro y aquella noche, según Tucídides, hacía mal tiempo y neviscaba, por lo que Brásidas se apresuró, tratando de pasar inadvertido ante la guarnición de la ciudad. En Argilo, los habitantes le indicaron que el lugar más adecuado para el ataque era el puente que pasaba sobre el río Estrimón, único acceso practicable a Anfípolis. El puente estaba alejado de las murallas y estaba escasamente guarnecido. Con la oscuridad como aliada, los lacedemonios surgieron de improviso de la ventisca y cayeron por sorpresa sobre los guardias, a los que despacharon sin problemas. Todo se había llevado en el más absoluto secreto y Brásidas pudo desplegar a sus hombres por todo el territorio sin hallar resistencia, capturando a muchos anfipolitas que no tuvieron tiempo de refugiarse tras las murallas. En la ciudad cundió el pánico y enseguida se sospechó de una conjura, provocando el caos.
Rara vez imaginamos a los hoplitas en un paisaje nevado, pero a menudo las guerras forzaron
a combatir en el duro invierno del norte de Grecia. Tracia siempre fue especialmente coidiciada
por Atenas, cuyas colonias en la región se enfrentaron varias veces con los belicosos nativos.

Brásidas no atacó de inmediato, pues esperaba que sus partidarios se hiciesen con el control y la ciudad se pasase a su bando pacíficamente. El espartano desconocía la situación de anarquía que reinaba en el interior, haciendo imposible actuar a la facción anti ateniense, y esperó con calma. Entretanto, el general ateniense al mando de la guarnición en Anfípolis, Eucles, se puso de acuerdo con los ciudadanos fieles a Atenas y mientras evitaban que los partidarios de Brásidas pudiesen tratar de abrir las puertas, enviaron un mensajero en busca del otro general ateniense -normalmente actuaban en parejas-, que se trataba del mismísimo Tucídides, hijo de Oloro, al cual debemos casi todos los datos sobre esta guerra gracias a su Historia de la Guerra del Peloponeso. Tucídides se hallaba en la isla de Tasos, a medio día de Anfípolis, con siete naves y en cuanto llegó el mensajero se dirigió a la ciudad, aunque, según el mismo nos comenta, no creía poder llegar a tiempo.

Entretanto, Brásidas debía haber deducido que sus partidarios habían fracasado y pronto se enteró de que Tucídides se acercaba con siete naves. El espartano temía que la llegada de los refuerzos animase a los anfipolitas a resistir y se viese obligado a un costoso asedio. Tucídides, un miembro del aristocrático clan de los Filaidas, gozaba de mucha importancia en Tracia, algunos opinan que incluso podía tener lazos familiares, y poseía la concesión para explotar las minas de oro de la región, lo que le aseguraba influencia sobre los notables tracios. Por todo esto, Brásidas temía que de llegar él a Anfípolis la resistencia fuese más enconada e incluso que pudiesen llegar refuerzos de otros lugares de Tracia. Desando capturar la ciudad de forma limpia y rápida y sabiendo que dentro la población era una mezcla de muchos pueblos más preocupados por su bienestar inmediato que por la gloria del Imperio Ateniense, Brásidas recurrió a una de sus características más exitosas e impropias de los lacedemonios: la generosidad. Anunció a los sitiados que no habría represalias si se rendían, que tanto anfipolitas como atenienses residentes en la ciudad mantendrían sus propiedades y derechos sin que fuesen violados por los lacedemonios y que aquellos que no quisiesen quedarse tendrían libertad para salir de la ciudad hacia donde quisieran sin que nadie los molestase.

En la Antigüedad, la guerra de asedio era cruel y brutal y las ciudades que caían sabían que no podían esperar clemencia por parte del atacante. Por ello, siempre era tentador alcanzar una solución negociada, y pocas veces se presentaban condiciones tan magnánimas como las de Brásidas. Además, muchos anfipolitas tenían familiares presos de los lacedemonios. Los partidarios del espartano, viendo a la población dubitativa, se posicionaron sin reservas a favor de rendir la ciudad e incitaron al pueblo a abrir las puertas a Brásidas, cuya fama de justo y generoso había pasado de Acanto y Estagiro a todo el norte de Grecia. Eucles, el general ateniense presente, trató de impedir la defección pero se vio pronto sin apoyos y finalmente desistió y aceptó las condiciones. Así, al atardecer, Brásidas entró en Anfípolis  y, cumpliendo su palabra, dejó salir a la guarnición ateniense de Eucles junto a todo aquel que quisiese acompañarles. Casi a la vez, Tucídides llegó con sus naves y, viendo la ciudad en manos el espartano, desembarcó en Eón, un pequeño puerto cercano, y lo fortificó para evitar que cayese también. Allí recibió a los atenienses que habían salido de Anfípolis. Al día siguiente Brásidas se presentó ante Eón y atacó por tierra y mar simultáneamente, pero fracasó y se retiró de nuevo a Anfípolis, donde fijo su cuartel temporalmente. Al poco llegó Perdicas, muy satisfecho por el éxito y probablemente pensando en como sacar provecho de la debilidad ateniense, y prestó ayuda a Brásidas en la organización de la recién capturada ciudad. En los días sucesivos, las poblaciones de Mircino, Galepso y Esima enviaron emisarios para comunicar que abandonaban a Atenas y se ponían bajo la protección de Brásidas.

La fama del general espartano se extendía de ciudad en ciudad mientras llegaban a todas partes las noticias de sus éxitos, de como derrotaba con facilidad a los poderosos atenienses y de la generosidad con la que trataba a las poblaciones que capturaba. Las colonias de Atenas estaban hartas de la prepotencia de la metrópoli y su despiadada explotación de los recursos y Brásidas, consciente de ello, se presentó ante todos como un libertador que, en nombre de la poderosa y benévola Esparta, venía a acabar con la tiranía ateniense y devolver su libertad a quien se lo pidiese. Los atenienses había sido sucesivamente derrotados por él y ese mismo invierno una gran operación para invadir Beocia terminó en desastre para Atenas al ser derrotado y muerto el general Hipócrates en Delio; Atenas se debilitaba. Muchas colonias empezaron a tratar en secreto la defección, y algunas enviaron mensajeros para contactar con el espartano, que aceptaba todas las peticiones por difíciles que se presentasen: nada era imposible para Brásidas el de Télide, o eso hacía pensar el general.

En Atenas las noticias de las defecciones llegaron una tras otra, y tras cada una se hallaba Brásidas. Su nombre era ya sinónimo de catástrofe para los atenienses y la irritable Asamblea empezó a clamar con histeria ante el tambaleo de todo el norte del Imperio. La primera medida adoptada fue buscar un responsable sobre el cual descargar todas las iras. Así, como fueron Anaxágoras o Sócrates en su momento, Tucídides se convirtió en el culpable oficial del mal rumbo de la guerra. Se le acusó de incompetencia en la defensa de Anfípolis y fue desterrado por veinte años. Lo que los enfurecidos atenienses no podían imaginar es el favor que hicieron a las generaciones de los siglos venideros, pues el general caído en desgracia empeñó ese tiempo en componer su grandiosa Historia de la Guerra del Peloponeso. Podríamos decir, por lo tanto que en cierto modo Brásidas colaboró inconscientemente en la redacción de esta obra con su victoria sobre Tucídides.  

Una vez aplacados con el destierro de Tucídides, los atenienses, a pesar de las dificultades del invierno, distribuyeron guarniciones por todas las ciudades de Tracia en un intento de asegurar la lealtad de las colonias. Brásidas, entretanto, empezó a armar naves en Anfípolis y  pidió a refuerzos a Esparta para continuar con su proyecto de expulsar a los atenienses del norte del Egeo y cortar el suministro de trigo del Mar Negro, pero los espartanos ya no tenían interés en la campaña de Tracia. Tras el desastre de Pilos, el gobierno de Esparta solo quería recuperar a los 420 spartiatai prisioneros de los atenienses y terminar la guerra. Esta incomprensible política hay que explicarla en base a la sociedad espartana. La élite dirigente spartiata era muy débil demográficamente y sobre ella pendía la Espada de Damocles de una rebelión de la clase trabajadora, los ilotas. Por ello, cada guerra que mantenía Lacedemonia era doble: por un lado se enfrentaba a un enemigo exterior y por el otro tenía que mantener vigilado el frente interior. La pérdida de 420 varones en edad hábil era un horror para la escasa clase spartiata y la guerra, un esfuerzo titánico que podía significar en cualquier momento el fin de Lacedemonia. Por ello, los dirigentes de Esparta creían que Atenas estaba suficientemente débil como para forzarla a una paz con condiciones ventajosas para los lacedemonios que pusiese fin a la costosa guerra y conllevase la devolución de los prisioneros.

En estas circunstancias, Brásidas y su campaña no interesaban. Habían cumplido el propósito de asustar a los atenienses para que se aviniesen a firmar un armisticio y ya no eran necesarios. Por lo tanto, mientras, los emisarios de ambas ciudades empezaban a esbozar un acuerdo, Brásidas y sus hombres quedaron en territorio enemigo y abandonados por Esparta.

martes, 1 de mayo de 2012

Los Romanos de las Pelis


Por variar un poco la línea del blog, pero sin alejarme de la historia militar, que al fin y al cabo es lo que nos concierne, he decidido hacer una brevísima revisión del Ejército Romano a lo largo de la historia del cine. Como fanático de Roma y a la vez cinéfilo empedernido, siempre he sentido especial interés por las películas “de romanos”. El Imperio Romano esta dotado de una especial atracción que cautiva fácilmente y funciona como un imán, centrando en sí el interés de historiadores y guionistas. Probablemente sea una de las etapas más llevadas al cine de la Historia, después de los sobrexplotados Lejano Oeste y Segunda Guerra Mundial y en reñida disputa con la Edad Media.
En todas estas películas, el ejército romano (no olvidemos que esto trata de ser un blog de Historia Militar) tiene mayor o menor importancia, pero siempre hace acto de presencia. Esto aporta un interés añadido para el aficionado a la historia bélica, pues el equipo que lucen en pantalla oficiales y legionarios es tan dispar como, en muchos casos, irrisorio. A los fallos en el equipamiento, hay que sumar la larga lista de errores con los grados, con la composición de las unidades y con las tácticas de combate que jalonan la andadura de las legiones por el cine.
El cine de romanos surgió en la cuna del Imperio, Italia, pero no alcanzó su esplendor hasta los años 50, con la irrupción masiva del péplum. De estas producciones, muy pocas retrataban la historia de Roma y ninguna lo hacía con fidelidad ni, lo que es peor, calidad. El péplum se caracterizaba por masas considerables de extras sin coordinación alguna, uniformes que a menudo rozaban el surrealismo, personajes estúpidos y guiones aún más estúpidos. Dicho esto, semejante conjunción de despropósitos solía dar películas entretenidas, al margen de su calidad. Entre aquellas pocas que acudían a hechos históricos, frente a una mayoría que se inclinaba por la mitología o sencillamente la fantasía, encontramos títulos como Atila, Hombre o Demonio (1954), Rómulo y Remo (1961), Julio César, Conquistador de la Galia (1962), Constantino el Grande (1962)…
En estas películas cualquier parecido con la realidad en cuanto a organización o uniformes del ejército era pura casualidad. El equipo solía ser anacrónico, cuando no inventado (los centuriones casi siempre visten con equipo de tribunos o legados, por ejemplo), los rangos se manejaban como mas convenía y las batallas se limitaban a cargas masivas de caballería de estrafalario uniforme y lucha caótica entre los infantes. Ni un atisbo de líneas de combate, formaciones y, mucho menos, relevos. Un ejemplo claro es la película La Destrucción de Corinto (1961) de Mario Costa, que narra la lucha de la Liga Aquea por la independencia de Grecia contra los romanos. Como dato, la primera línea de la película, pronunciada por el líder griego Cretolaos, es: “He hablado con el emperador de Roma.” El problema es que se ambienta en el año 146 a.C., 119 años antes de que se proclamase Emperador a Augusto.
Mientras los italianos se recreaban rodando las aventuras de Ursus, Maciste o cualquier otra cosa que sirviese de excusa para sacar a hombres fornidos mínimamente vestidos, los guionistas de Hollywood descubrieron el filón de Roma. Desde 1950 hasta mediados de los 60 las grandes productoras usaron este nuevo género para hacer alardes de grandeza con colosales decorados y batallas masivas, a la vez que sacaban todo el provecho posible al “Star Sytem”. Así surgieron algunas de las películas más famosas de la historia del cine, como Quo Vadis?, Ben Hur o Espartaco. El ejército romano no fue mejor tratado por Hollywood que por el Péplum, y siguió sufriendo los mismos errores, si bien a partir de 1960 parece que empezó a darse algo de importancia a la fidelidad en la recreación, con una mejora más en la intención que en el resultado.
Quo Vadis? (1951), dirigida por Mervin LeRoy, inició el ciclo romano-cristiano, un subgénero dentro del cine de romanos que abarca las mayores producciones. La historia de amor entre Robert Taylor y Deborah Kerr quedaba eclipsada por la increíble interpretación de Nerón de Peter Ustinov. La película muestra una Roma excesivamente fastuosa con decorados de Roma repletos de estatuas gigantes y edificios enormes. Se imponía así la visión hollywoodiense de Roma, muy alejada de la mucho más modesta realidad.  El equipo de los soldados resalta este fasto: los oficiales lucen panoplias correctas pero demasiado elaboradas y los legionarios parecen los de los tebeos de Asterix. Quo Vadis? Marcó las pautas para las películas que le siguieron, que tomaron esa imagen del Imperio Romano de la que costaría años deshacerse. Cabe destacar la primera aparición de la unidad del ejército romano favorita del cine: la Guardia Pretoriana, vistiendo aquí su uniforme negro como esbirros del malvado Nerón.

Entre Quo Vadis? Y Ben Hur se estrenó La Túnica Sagrada (1953), de Henry Koster, muy similar en el planteamiento a estas dos, algo menos espectacular y, tal vez por eso, menos conocida. Es una película con altibajos, tal vez demasiado religiosa para el simplismo actual. En lo que respecta a su recreación, es la mejor de las tres antes mencionadas, especialmente en lo que respecta al ejército. El vestuario de la película ganó el Oscar, y ciertamente es sorprendentemente fiel para la época. Por supuesto, tiene numerosos fallos: algunos oficiales lucen corazas y cascos bastante extraños y el centurión que interpreta Jeff Morrow (abajo junto al tribuno Marcelio Gallio, interpretado por Richar Burton) utiliza un yelmo ático solo usado por tribunos y legados y unas hombreras más propias de la Edad Media, aunque se agradece que por una vez aparezca una cota de malla en pantalla. Los legionarios siguen recordando a los de Asterix, pero son claramente más realistas que los de Quo Vadis?, con un aspecto más descuidado y llevando cascos de tipo gálico, el más común entre la tropa.

Un error importante que se repetirá hasta la saciedad en las películas sobre la muerte de Cristo es la inclusión de legionarios en Jerusalén. En el año 30 d.C., la provincia de Judea disponía únicamente de una pequeña guarnición de auxiliares.
Al año siguiente se estrenó una secuela de esta película que trataba de aprovechar el éxito cosechado en taquilla. Hoy en día hubiese sido “La Túnica Sagrada 2” y al poco tiempo hubiese salido una tercera para hacer otra dichosa trilogía, pero por aquellos días Hollywood no era tan descarado a la hora de sacar dinero. Demetrius y los Gladiadores, dirigida por Delmer Daves, contaba la historia del esclavo griego del tribuno Gallio, Demetrio, que pasa de gladiador a tribuno pretoriano entre las intrigas que terminaron con el asesinato de Calígula. La película, que es progenitora, junto con La Caída del Imperio Romano, de Gladiator, es muy recomendable por su trama llena de acción y conjuras pero que halla hueco para la reflexión religiosa que caracterizaba a la primera parte. Sigue las pautas de esta en cuanto a recreación, con una Roma muy creíble, la primera escuela de gladiadores del cine americano y unos combates en la arena increíbles. Los pretorianos, hartos del demente Calígula, pasan de ser esbirros a verdugos del emperador, terminando la película con el asesinato del César y la coronación de su tío Claudio.
Este ciclo de largometrajes ambientados en los albores del Cristianismo culmina con la superproducción archiconocida de William Wyler, basada en la novela de Lewis Wallace, Ben Hur (1959). Gran película donde las haya, con maravillosas interpretaciones por parte de todo el elenco de actores, una épica banda sonora de Miklos Rozsa y escenas que han pasado a la historia del cine. Ahora bien, este mito del Séptimo Arte es una de las mayores meteduras de pata historicas que se han proyectado en cines. Desde el comienzo hasta el final no hacen sino sucederse errores: Messala llega a Jerusalén con más legionarios de los que había en todo Oriente Próximo en esa época, es un tribuno y compite en las carreas de carros, cuando los aurigas eran esclavos,  Jerusalén no solo tiene un circo, que no tenía, sino que es más grande que el Circo Máximo de Roma, la flota del cónsul Quinto Arrio se enfrenta a unos piratas macedonios que van disfrazados de egipcios…
Resulta paradójico que siendo la película con mayor presupuesto, tenga posiblemente la más patética recreación de Roma y de las legiones. Sigue fielmente la línea de la Roma monumental de Quo Vadis? en los decorados del Foro y la casa de Quinto Arrio, tan fastuosos como irreales. El uniforme de los oficiales es un calco de los del filme de Mervin LeRoy, y son los mejores, porque los de los legionarios parecen directamente sacados de obra de Navidad de colegio (las lanzas dan verdadera pena). Lo más interesante en este apartado es la batalla naval, a día de hoy la única que se ha rodado ambientada en el Imperio Romano, que rinde homenaje a las flotas romanas que convirtieron el Mediterráneo en el Mare Nostrum.

Al año siguiente, en 1960, aparece la primera película de romanos americana que se desliga del Cristianismo: Espartaco. Dirigida por un joven Stanley Kubrick, de la mano de Kirk Douglas, este canto a la libertad predecesor de epopeyas modernas como Bravehearth se basa en una novela de Howard Fast para presentar la conocida lucha del ejército de esclavos contra Roma a finales de la República. En mi opinión es una película lenta e irregular que, sobre todo, padece del maniqueísmo más radical. Roma es la potencia opresora y los esclavos son todos unos benditos que solo quieren vivir en paz con sus adorables familias. Parece como si los esclavos y su búsqueda de libertad tuviesen que rellenar el hueco que quedaba al quitar a los cristianos y a Dios.
El acierto de Espartaco está en dar tanta importancia a “los malos” y no centrarse solo en un bando. Lo interesante de la película está en la habilidad con la que retrata la turbia política romana de finales de la República, con la lucha entre Graco y Craso, con un joven Julio César de por medio, todos ellos magistralmente devueltos a la vida por Charles Laughton, Laurence Olivier y John Gavin.  Las secuencias de los romanos compensan las ridículas secuencias de los esclavos, sacando a flote la película.
Esta obra se separa totalmente de sus predecesoras y ofrece una versión más realista de Roma en su reconstrucción de la época.  A diferencia de las otras, en Espartaco nos creemos más lo que sale en pantalla. Al renunciar a los decorados titánicos la película consigue deshacerse de esa sensación de falsedad cartón piedra que caracterizaba a las anteriores producciones. En la recreación del ejército pasa lo mismo: vemos unos legionarios más sencillos, casi parecen mugrientos en ocasiones, con un equipo que si bien es anacrónico por lo menos no está inventado. La batalla final empieza con una famosa escena en la que las legiones de Craso se despliegan para el combate ante el ejército de esclavos. Es verdaderamente sobrecogedor y puedes sentir el miedo de los sublevados ante el alarde de disciplina y profesionalidad de esa máquina de matar tan perfecta que fue el ejército romano. Por primera vez en el cine se refleja la gran ventaja de los romanos: su organización. Por desgracia, en cuanto empieza el combate se convierte todo en un caos sin formaciones ni disciplina alguna que hecha a perder la belleza de la escena anterior. Un dato: para rodar la secuencia no se usó, claro está, ordenador, sino a soldados de las Fuerzas Armadas Españolas, que aportaron su disciplina para representar a las legiones.

En 1964 Samuel Bronston produjo una película ideada para ser el máximo exponente de la espectacularidad del cine de romanos. Dirigida por Anthony Mann, La Caída del Imperio Romano contaba con un reparto impresionante: Alec Guiness, James Mason, Stephen Boyd, Sofía Loren, Cristopher Plummer, Anthony Quayle, Omar Sharif, Mel Ferrer, John Ireland… Este relato sobre el fin del reinado de Marco Aurelio, considerado el comienzo de la decadencia, desplegó, además de actores, decorados millonarios y cientos de extras. El guion es bastante mejorable, y va de más a menos a velocidad vertiginosa. Si bien el comienzo en Germania es bastante bueno, la película va desinflándose hasta llegar a un final lamentable en un decorado del Foro que parece las Vegas.
En base a esto se podía dividir la película en dos partes muy diferenciadas. La primera transcurre en Germania, durante una campaña contra los bárbaros y es la parte más entretenida, en la que los paisajes de la sierra madrileña hacen de marco perfecto para la mezcla de guerra, amor e intriga. La segunda parte, una vez muerto Marco Aurelio, se vuelve caótica, introduce tramas estúpidas que pretenden ser filosófico-morales y hace un despliegue casi grotesco con decorados exagerados e innecesarios que contrastan con la hermosa sencillez de los paisajes anteriores.
En lo que respecta al ámbito militar, los uniformes son herederos de los de Espartaco, solo que aquellos resultaban anacrónicos en la época en la que se situaba la película, cosa que no le ocurre a estos. Los oficiales logran por fin librarse de la imagen impuesta por Quo Vadis? y visten unas panoplias tan auténticas que nada tiene que envidiar a las del cine actual. Hay dos grandes batallas a lo largo del filme, una en Germania y la otra en Armenia. En ambas parece que, al menos por momentos, la infantería lucha en orden cerrado, lo cual es un logro en el cine. No obstante, la caballería sigue siendo la protagonista, al estilo péplum, lo que hace que las batallas pierdan realismo. Es curiosa la segunda batalla en concreto por ser la única vez que el cine ha retratado las guerras entre romanos y persas, las más duras y frecuentes a lo largo de la historia del Imperio.

La Caída del Imperio Romano supuso un fracaso pues no fue capaz de generar los ingentes beneficios que se esperaban. Se convirtió así en “La Caída del Cine Romano”, pues la época de las grandes superproducciones clásicas había llegado a su fin. Con algo de retraso, pero igualmente, murió el péplum. Los romanos no desaparecieron por completo de las pantallas pero la edad dorada había terminado.
Entre 1964 y 2000 apenas podemos hallar un puñado de largometrajes ambientados en el Imperio Romano, y ninguno de ellos fruto de los grandes estudios de Hollywood. En 1966, por ejemplo, se estrenó Golfus de Roma, de Richard Lester, versión cinematográfica de un musical cómico sobre las maquinaciones de un esclavo en busca de su libertad (A Funny Thing Happened in the Way to the Forum). El mismo año el director rumano Sergiu Nicolaescu produjo una película sobre el líder dacio Decébalo y su lucha contra los romanos titulada Dacii, que incluía batallas con gran número de extras.


No se puede hablar de cine de romanos sin hacer mención a La Vida de Brian (1979), de Terry Jones. En esta inteligente comedia los Monty Python hicieron una divertidísima a la vez que insospechadamente realista recreación de la Judea de principios de nuestra era, salpicada de chistes históricos. Nunca se ha retratado mejor el choque entre los pragmáticos romanos y los supersticiosos judíos. Los romanos de la película observan las locuras de los judíos con acostumbrada indiferencia mientras tratan de mantener el orden. Incluso la escena en la que los legionarios se burlan de Poncio Pilatos y su amigo Pijus Magníficus presenta las diferencias entre la tropa, de extracto social bajo, y los mandos aristocráticos. Hasta que punto este realismo es fruto de una labor de investigación o más bien de la casualidad lo desconozco, pero de lo que no cabe duda es que La Vida de Brian es una recreación acertada y, por supuesto, muy divertida, de la Judea romana.

El cambio de milenio vino acompañado del estreno de Gladiator (2000), de Ridley Scott. El cine americano no había vuelto a rodar películas de romanos desde La Caída del Imperio Romano y esta cuidada cinta, que puede verse casi como un remake de la anterior, marcó la resurrección del género. Los efectos digitales recrearon el Imperio Romano como nunca se había visto, desde la campaña de Germania hasta las luchas en el Coliseo. La historia de venganza del general Máximo Décimo Meridio contra el pérfido emperador Cómodo se convirtió en un éxito y un mito. En mi opinión, es una de las mejores películas de este siglo, si bien su comienzo es tan espectacular que no puede mantener el nivel y termina decayendo algo.
Gladiator resucitó el género que había inaugurado Quo Vadis?, y al igual que esta marcó el camino para todas las producciones que la han seguido. Se mantuvo una Roma monumental, ahora incluso más espectacular gracias al ordenador, pero la búsqueda de fidelidad en la recreación sustituye en Gladiator a la grandilocuencia efectista de los 50. La batalla que abre la película es un regalo para los amantes de las legiones: podemos sentir toda la épica de ese ejército mientras Máximo pasea entre sus hombres y estos le van saludando marcialmente, con los gritos de los germanos de fondo. La reconstrucción del ejército romano está muy basada en hallazgos arqueológicos y representa la antítesis de los emperifollados y falsos soldados clásicos. Como no, tiene unos cuantos fallos, sobre todo en el desarrollo de la batalla: los legionarios se enzarzan en combate con los germanos sin arrojar el pilum, paso previo e indispensable; la batalla, como ya es costumbre, se convierte en un barullo de todos contra todos sin orden ni concierto; ningún general romano se lanzaría a la carga al frente de su caballería, y es que el cine se empeña en dar importancia a un arma que fue siempre secundaria en Roma… Pero el caso es que Gladiator inició el resurgir del cine de romanos con mucho más realismo que sus predecesoras.

A lo largo de la década larga que llevamos en el segundo milenio, varias películas han seguido la estela de Gladiator, especialmente en el cine británico. Los habitantes de Britannia se han afanado en sacar a la luz la historia de los romanos en su isla, con buenas dosis de fantasía. El Rey Arturo (2004) y La Última Legión (2007) se ambientan en los últimos días del Imperio, con historias de lo más inverosímiles. Resultan de cierto interés por presentar una época no tratada antes, con éxito dispar. En la foto de abajo, de La Última Legión,  podemos por lo menos apreciar el esfuerzo por abandonar el clásico uniforme romano y tratar de acercarse a los ornamentados equipos de finales del Imperio (por supuesto, el hombre con gafas de la izquierda no es tan realista).
También dentro del cine británico tenemos a Centurión (2010) y La Legión del Águila (2011), dos largometrajes centrados en la Novena Legión Hispana, convertida en mito reciente gracias al cine, y su desaparición en la frontera con Caledonia (Escocia). Las dos películas compensan guiones flojos con una muy fiel recreación del ejército. Comparten una trama muy alejada de los palacios de Roma, escenario favorito del cine de romanos, y en lugar de narrar luchas por el poder entre senadores o emperadores se dedican a las vivencias de los legionarios destinados en la frontera. Este acercamiento a la sencillez tanto en argumento como en ambiente se agradece, pero como ya dije, los guiones aprovechan muy poco las infinitas posibilidades que se les ofrecen.
En Centurión, de Neil Marshall, después de un principio aceptable, observamos una batalla increíble (una tribu de pictos extermina a toda una legión en cuestión de minutos) y luego la película se convierte en una persecución en la que desaparece todo elemento vinculado a Roma mientras el espectador se ahoga en sangre y vísceras innecesarias. Una lástima de idea totalmente desaprovechada en la que se prefiere la acción cercana al gore frente a una historia interesante en una época atractiva.

Mucho mejor es La Legión del Águila, de Kevin MacDonald. Como parece ser la maldición del género, este filme empieza muy bien y va a menos, especialmente con una soporífera parte que no sabemos si es una película de romanos o un anuncio de turismo sobre Escocia. Sin embargo, recomiendo encarecidamente a todos los que compartáis el gusto por el mundo castrense romano que veáis esta película, porque su primera media hora es, sin lugar a dudas, la mejor recreación del ejército romano jamás filmada. No ya por el equipamiento de los soldados, que siempre es correcto en las últimas películas, sino por su presentación de la vida en un campamento fronterizo, tan creíble que nos sentimos miembros de la guarnición. Contiene un asalto a un fuerte por parte de rebeldes britanos y una escaramuza posterior sublime. Nada de grandes masas, ni decorados salvajes: MacDonald apuesta por la sencillez de un pequeño choque entre una tribu sublevada y una reducida guarnición romana. Y hubo que esperar hasta esta escaramuza para poder ver a los romanos luchar (¡Por fin!) en formación, hombro con  hombro, manteniendo la línea contra una marea de bárbaros muy superiores en número. Este episodio apenas dura media hora, pero es media hora de lo mejor que se ha visto sobre los herederos de Rómulo.

Y con esta última película terminamos el recorrido de las legiones por nuestras salas de cine. Aun queda mucho por explorar del apasionante mundo romano, aun está pendiente una auténtica película bélica en tiempos de Roma, aun quedan episodios históricos míticos por llevar a la gran pantalla… El cine de romanos parece estar levantando cabeza, esperemos que los próximos años sean testigos de una nueva invasión del Séptimo Arte por las legiones. A fin de cuentas, frente a otros periodos históricos relegados al campo de los especialistas, Roma es en su difusión, como lo fue en su legado, universal y eterna.