Las principales víctimas de esta amnesia colectiva son los comandantes, más que las batallas. Con las excepciones de dos o tres afortunados, como Pericles o Alcíbiades, la mayoría de los nombres que protagonizaron el mayor conflicto de la historia de Grecia han desaparecido. Por ello, deseo con esta serie aportar mi granito de arena al rescate de la memoria de estos hombres que, sin duda, bien podrían figurar en las listas de grandes militares tanto como Temístocles o Milcíades.
Las Guerras Médicas (490-479 a.C.), en las que los griegos lucharon para mantenerse independientes del vecino y todopoderoso Imperio Persa, dejaron al acabar una Grecia dividida por la tensión entre dos ciudades-estado (polis) que reclamaban el mérito de haber expulsado a los invasores. Por un lado, la cosmopolita Atenas, poseedora de la mayor flota después de la persa, lugar de encuentro para filósofos y artistas. Los atenienses habían pasado de ser una ciudad más a convertirse en la capital no oficial de Grecia en menos de cuatro décadas. Este ascenso de estatus se debía principalmente a las victorias de Maratón (490 a.C.) y Salamina (480 a.C.). Antes, Atenas era la ciudad más importante de la región central de Grecia, el Ática y era, además, la fundadora de un innovador sistema política, la democracia, que se estaba extendiendo por el resto de Grecia. Pero en ningún caso era una potencia equiparable a la ya por entonces imponente Esparta. El apoyar una revuelta de los jonios contra el rey persa Darío I que fue aplastada la hizo merecedora del gran honor, teniendo en cuenta su relevancia, de que un ejército persa fuese enviado con el único objetivo de arrasarla. En Maratón, contra todas las expectativas, en inferioridad numérica y contra unas tropas que habían conquistado desde la India hasta Bulgaria, los soldados atenienses derrotaron a los persas. Esta victoria salvó Atenas, pero los atenienses se encargaron de convencer al resto de polis que había salvado a Grecia entera. En el 480 a.C., El hijo de Darío, Jerjes, dirigió en persona un inmenso ejército para invadir Grecia. Tras el sacrificio del rey espartano Leónidas y trescientos de sus hombres en el paso de las Termópilas, Jerjes alcanzó Atenas. Guiados por Temístocles, los atenienses habían abandonado, no sin reticencia, la ciudad para refugiarse en la isla de Salamina. Jerjes quemó Atenas y lanzó a su flota en pos de Temístocles. En Salamina, varias ciudades griegas habían unido sus naves a las órdenes de los atenienses. Estos habían construido en el período de paz entre Maratón y las Termópilas una flota considerable que les requirió un esfuerzo económico enorme. Estos barcos, sumados a los de otras polis, derrotaron a la superior flota persa, lo que convenció a Jerjes de volver a Persia. Ocupar un territorio tan insignificante como Grecia no merecía para el rey tamaño esfuerzo.
Maratón y Salamina hicieron que muchas polis menores volviesen sus ojos hacia Atenas como la salvadora de Grecia y la única capaz de mantener a raya al resentido Imperio Aqueménida (persa).
La polis de Esparta, sin embargo, la veía más bien como una amenaza para su poder, una orgullosa y cada vez más ambiciosa ciudad que terminaría por subyugar a las demás. Los espartanos, más propiamente denominados lacedemonios, eran herederos de una rígida tradición militarista. Esparta, la capital de Lacedemonia, había ocupado el territorio vecino de Mesenia en el 730 a.C., estableciendo un régimen casi feudal. Los mesenios, o ilotas según el término espartano, trabajaban la tierra para los lacedemonios en unas condiciones de semiesclavitud y les entregaban una parte de la cosecha. Puesto que los ilotas duplicaban en número a la población de espartanos, estos últimos llegaron a la resolución de que para mantenerlos controlados, cada espartano debía valer por varios ilotas en caso de revuelta. A partir de finales del siglo VI a.C., todos los varones espartanos se educaron para ser soldados, servir al estado y morir por él si era necesario. La nueva política espartana se podía resumir en una frase: “Puesto que somos menos, tenemos que valer más”. El sustento lo conseguían los ilotas y las necesidades tales como herramientas, utensilios del hogar, ropa etc. eran producidas por los perioikoi, hombres libres no espartanos. Las artes y las ciencias no tenían cabida en Esparta, no había tiempo para ellas. Todo lo que se hacía tenía que ir destinado a servir a mantener el poderío del estado. Este brutal sistema creó el primer ejército propiamente dicho de la historia, y de él se valió Esparta para derrotar a todas las ciudades importantes vecinas hasta hacerse con la hegemonía del sur de Grecia, el Peloponeso. Durante las Guerras Médicas, los espartanos tuvieron un papel de considerable importancia, protagonizando el episodio más famoso de este conflicto, la batalla del Paso de las Termópilas, muy conocido últimamente por la película “300” (2007, Zack Snyder), un largometraje sin ninguna base histórica en la que se usa esta heroica gesta como excusa para presentar 117 minutos de sangre y vísceras, tergiversando de una manera imperdonable la realidad. Además, vencieron en la batalla de Platea a las tropas que Jerjes dejó en Grecia al retirarse, poniendo fin a la contienda.
Después de la expulsión de los persas, Atenas fundó una coalición con todas las polis afines para defenderse de los persas. Se bautizó a la nueva alianza como la Liga de Delos. Lo cierto es que esta se convirtió pronto en algo más similar a un imperio ateniense que a una coalición de ciudades libres. Atenas dictaba la política de la Liga y controlaba al ejército, al que todas las demás ciudades contribuían con hombres, naves y alimentos. Los espartanos, cada vez más incómodos, empezaron a mover sus contactos para formar una contraliga.
En el 431 a.C., la ciudad de Epidamnos, dependiente de Corcira (Corfú), solicitó ayuda a esta frente a un conflicto con bárbaros vecinos y exiliados de la ciudad. Corcira negó cualquier socorro, y Epidamnos ofreció a Corinto, ciudad importante en el extremo sur del istmo homónimo, convertirse en colonia suya a cambio de ayuda. Corinto aceptó, pero Corcira alegó que Epidamnos era ya su colonia y estalló un conflicto entre ambas.
Corcira derrotó inicialmente a Corinto en batalla naval, pero los corintios armaron una nueva flota más poderosa. Empezando a pensar si no habían cometido un error importante, los corcirenses mandaron una embajada a Atenas para pedir su apoyo. Atenas aceptó y envió naves para ir contra los corintios. Estos, aliados de Esparta, se quejaron de la arbitrariedad de los atenienses y los lacedemonios, considerando que Atenas había llegado demasiado lejos, se pusieron de parte de Corinto. Puesto que ningún bando cedió a los ultimátums, se dio comienzo a la mayor guerra de la historia de Grecia.
En realidad, Epidamnos fue la excusa para una guerra que tarde o temprano tenía que estallar, al igual que el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo a manos de Gavrilo Princip. Atenas y Esparta eran dos ciudades opuestas en todo y con el claro objetivo de regir Grecia. Atenas pensaba que una victoria sobre Esparta afianzaría de forma definitiva su hegemonía y Esparta estaba convencida de que la única manera de terminar con el imperialismo ateniense era derrotándola por la fuerza de las armas. El conflicto de Corcira y Corinto era lo que ambas esperaban.
Tucídides, que nos dejó constancia de esta contienda en un espléndido trabajo de información, escribió como prefacio a la Guerra del Peloponeso:
“Esta guerra -aunque los hombres mientras luchan siempre consideran la más importante la del momento y una vez terminada admiran más las del pasado- para quienes la examinen basándose en los sucesos mismos quedará claro que ha sido superior a aquellas.”
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