Comenzando con la Hispania de
Máxima Décimo Meridio y llegando al Impero de Felipe II y la simpática versión
de los tercios de La Kermesse Heroica,
la primera parte de este artículo dio un repaso al nacimiento, ascensión y auge
de España a través del cine extranjero. Como señalé, las apariciones de nuestra
patria en las pantallas variaban mucho tanto en la fidelidad histórica como en
la benevolencia del trato, y desde luego aprovechaban pobremente el inagotable
filón de episodios históricos dignos de elevarse a los cinematógrafos que
ofrece la historia española.
Así como dejamos este recorrido
en pleno siglo XVII, con la monarquía de los Austrias todavía como potencia
hegemónica mundial, en las próximas líneas me ocuparé de la larga decadencia
que empezó a sentirse desde el siglo XVIII y que se hizo plenamente patente en
los siglos XIX y XX, desembocando en esta España nuestra de hoy, ruinosa e
irreconocible.
Es harto común establecer como
comienzo del hundimiento del Imperio Español la temprana fecha de 1643, la
mitificada batalla de Rocroi en la que los tercios del Rey Católico sucumbieron
ante Francia sin ceder un palmo de terreno. Desde luego, la España que salió de
la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) no era ni mucho menos la que había
regido Felipe II, y durante toda la segunda mitad de siglo arrastró problemas
en número creciente, pero incluso debilitada y carcomida, seguía siendo una
nación poderosa y respetada. Con el cambio de siglo, la Guerra de Sucesión
relevó a los Austrias del trono en favor de los Borbones franceses, lo cual
trastocó todo el orden mundial; el mayor enemigo de Francia se convertía ahora
en su más cercano aliado. En cuanto a España, el cambio resultó inicialmente
perjudicial. Para acceder al trono, el Borbón Felipe V había tenido que
entregar todas las posesiones europeas del Imperio. Aunque a largo plazo las
reformas de los Borbones sirvieron para mitigar algunos de los problemas y
modernizar el ejército y la administración, repercutiendo favorablemente en la
marcha del país, la pérdida de influencia en el Viejo Continente fue
irrecuperable.
Sin embargo, así como en Europa
España había perdido importancia, su vasto imperio colonial se mantenía intacto
y le aseguraba un enorme peso a nivel
mundial. Tras ciertos intentos de hacerse un hueco en la convulsa política
europea, los Borbones decidieron centrar sus esfuerzos en sacar más provecho a
las posesiones de Ultramar y las riquezas del Nuevo Mundo volvieron a llegar a
los puertos andaluces mientras oficiales del rey consolidaban los territorios
más inhóspitos de las Américas. Una de las regiones que más atención recibió
fue el Río de la Plata, convertido en el último tercio del siglo en Virreinato.
A partir de la antigua plaza de Buenos Aires, los españoles empezaron a asegurar
los territorios circundantes, provocando el enfrentamiento con los portugueses
que se expandían desde Brasil. El pacífico rey Fernando VI decidió, en 1750,
poner fin a las disputas con el Tratado de Madrid. Este habría sido uno más de
los muchos firmados entre las dos naciones ibéricas de no ser por el cine, que
decidió usarlo como fondo del argumento de la celebérrima película británica La Misión (1986, Roland Joffé). El
tratado suponía dejar en manos de los portugueses las misiones de los jesuitas
españoles, en las que convertían y ayudaban a los indios guaraníes. Tal y como
se explica con claridad en el filme, mientras España prohibía esclavizar a los
indios, las colonias portuguesas eran principalmente esclavistas. Los guaraníes
no reconocieron el tratado e hicieron frente a los portugueses, lo que llevó al
rey de España a echarse atrás y anular el acuerdo para mantener las misiones en
territorio español. Este contexto enmarca una preciosa reflexión sobre la fe y
las distintas formas de entender a Dios que se convierte además en una oda a
esos misioneros españoles que se internaron en los rincones más recónditos para
llevar el Evangelio a todos los hombres y cuyas gestas y sacrificios suponen
hoy uno de los aportes más grandes de España. Grandes interpretaciones, buen
guión, precisa recreación de la Sudamérica española del siglo XVIII y una
sublime banda sonora de Ennio Morricone son suficientes alicientes para ver
esta película pese a la lentitud a veces tediosa con la que transcurre.
No solo los portugueses
amenazaban la próspera América española. Inglaterra seguía odiando el Imperio
Español y ambicionando sus ricas posesiones, pero no era ya ese pequeño reino
refugio de piratas que fuera con Isabel II. En el siglo XVIII se había alzado como
una auténtica potencia: sus colonias se extendían desde la India hasta Canadá,
los “casacas rojas” intervenían -con
mayor o menor fortuna-
en las guerras de Europa y la Royal Navy surcaba
a sus anchas los mares. Innumerables fueron los ataques e intentonas que
lanzaron contra los puertos españoles y la reforzada Armada Española tuvo que
emplearse a fondo para mantener las colonias, dando durísimos combates a las
naves inglesas por todo el Atlántico e incluso el Pacífico. Mientras las
marinas de las grandes naciones chocaban y se batían, los piratas encontraron
una edad dorada que el imaginario popular tiene sólidamente grabada. Bien bajo
patente de corso o sin más bandera que la suya propia, los capitanes piratas se
convirtieron en una plaga para todos los países y las flotas del Caribe español
fueron presas predilectas. Aquella época, ya cantada por los románticos a
principios del siglo XIX y elevada a mito por el las novelas y el cine de
aventuras, ha llegado al gran público actual con la saga de Disney Piratas del Caribe, que mezcla con
habilidad -decreciente- lo fantástico y los
histórico. Ha habido que esperar a la cuarta entrega, En Mareas Misteriosas (2011, Rob Marshall), para que los españoles
hiciésemos acto de presencia. El único atractivo de esta producción que solo
pretende recaudar aún más a costa de la ya gastada fórmula que triunfó en la
primera entrega es contemplar el papel de los españoles, enviados por Fernando
VI para encontrar la Fuente de la Juventud antes que los británicos y el infame
Barbanegra -en la
realidad, muerto unas tres décadas antes-.
De nuestro breve papel solo puedo decir que vuelve a ahondar en la imagen de
unos españoles fervientemente católicos y que salen bastante más airosos de la
película que los desgraciados ingleses. En spoiler,
una de las escenas más gratificantes del cine reciente lo define todo.
Debo mencionar también Piratas (1986, Roman Polanski) otra
película relacionada con el ámbito de la piratería en el siglo XVIII,
ambientada del mismo modo en los colonias españoles de América y en la que
ostentamos el papel de indiscutibles villanos frente a un pintoresco grupo de
piratas liderado por Walter Matthau. No quiero ni puedo decir mucho de esta
estrambótica comedia francesa que considero poco interesante, salvo por los
malvados españoles, con rezos, garrote vil y un espantoso diseño de vestuario
incluido.
A la muerte de Carlos III en
1788, España mantenía su imperio colonial y ocupaba un puesto importante en el
podio de los reinos europeos. Sin embargo, se avecinaba una era de cambios que
acabaría con el viejo mundo y alteraría para siempre Europa y el curso de la
Historia. En 1789 estalló la Revolución Francesa, impulsada por las ideas
liberales surgidas a la luz de la Ilustración. La burguesía capitalista espoleó
a las masas y el todopoderoso reino de Francia se derrumbó para dar paso a una
República. Las naciones europeas vieron con horror rodar la cabeza de Luis XVII
y decidieron actuar para detener la revolución antes de que se contagiase. Los
turbulentos años que siguieron demostraron que la nueva Francia, imbuida de
espíritu revolucionario, era tan invencible a los ataques externos como
vulnerable a las crisis internas. Los gobiernos se sucedían entre tumultos, asesinatos
y ejecuciones. Por su parte, el ejército francés, bajo la bandera tricolor y al
son de la Marsellesa, logró contra todo pronóstico detener a la coalición de
potencias legitimistas convirtiéndose en una perfecta y experimentada máquina
bélica. De ella surgió la figura de Napoleón Bonaparte, que se alzó en medio
del caos haciéndose con el poder absoluto y proclamando entre vítores el
Imperio Francés. El genio de Napoleón y el impulso de la revolución resultaron
una mezcla imparable. Ante la expansión francesa, las grandes potencias se
unieron sumiendo al castigado Viejo Continente en una nueva serie de guerras.
En España esta época coincidió
con el reinado del incompetente Carlos IV. Resulta aún hoy increíble cómo el
egoísmo y la estupidez de los dirigentes españoles consiguieron convertir a un
reino influyente en un títere de Napoleón, que con su genio consiguió poner a
España de su lado en una alianza incomprensible que nos enfrentó al resto de
Europa. Tras varias derrotas desastrosas como el Cabo de San Vicente y
Trafalgar, el emperador corso decidió que la ayuda española sería más fiable si
el trono lo ocupaba su hermano José y sus tropas ocupaban el país. Pero así
como el papel de los líderes fue lamentable, el pueblo español demostró ese
orgullo y coraje que desde tiempos inmemoriales le había caracterizado y se
alzó ante la prepotencia gala en la única guerra de nuestra historia que ha se
ha llamado de independencia. Al estallido de furia del 2 de mayo de 1808 en
Madrid le siguió la sublevación generalizada contra el invasor que involucró a
militares y civiles, hombres y mujeres, jóvenes y viejos por igual. Los
británicos llamaron a la contienda Peninsular
War y tomaron parte en ella del lado español, al menos teóricamente. Su
visión fue la que trascendió posteriormente y llegó al gran público, y es la
que podemos apreciar en la película americana Orgullo y Pasión (1957,
Stanley Kramer), con un trío protagonista compuesto por nada menos que Cary
Grant como oficial inglés, Frank Sinatra como líder guerrillero y Sophia Loren
como interés romántico de ambos. Solo la idea inicial ya es descabellada, pues
gira en torno al traslado de un gigantesco cañón capturado por los guerrilleros
con el cual pretenden volar las murallas de Ávila para liberarla. ¿No había más
cañones en toda España? ¿Desde cuándo una pieza de artillería basta para rendir
una ciudad? Por si fuese poco, los españoles, tercermundistas ellos, no saben
dispararlo y necesitan de Cary Grant para accionar tan novedoso ingenio. El
asalto final, con miles de extras lanzándose a la carrera contra las murallas
parece más un asedio de principios del Medievo que del siglo XIX. Y no hablemos
de los uniformes franceses. Pero dejando todo a un lado, es una obra de
entretenimiento bien hecha, llena de tópicos con los que reírse y ese glamour del Hollywood de los 50.
El caos provocado por la invasión
francesa fue el detonante para una serie de rebeliones independentistas por
toda la América española. Ya desde mediados del siglo XVIII la política de los
Borbones, que apartaba a los criollos del poder para centralizar la
administración en manos de funcionarios peninsulares causó gran malestar entre
la acomodada burguesía colonial, que adoptó pronto el liberalismo como vehículo
para liberarse de la dominación del Rey de España. Inicialmente, los rebeldes
fueron incapaces de articular un movimiento unificado y fueron severamente
derrotados por las fuerzas realistas, pero con España caminando sobre la cuerda
floja la pérdida de los dominios solo era cuestión de tiempo. La victoria sobre
Napoleón y la vuelta al trono de Fernando VII en 1814 no trajo estabilidad,
sino todo lo contrario. La influencia de la Revolución Francesa ya había
penetrado, separando a la nación en bandos políticos irreconciliables, por lo
que las luchas entre liberales y absolutistas debilitaron la ya de por sí
exhausta España recién salida de seis años de guerra. Para 1825, generales como
Bolívar o San Martín habían hecho resurgir la rebelión con mayor fuerza,
haciéndose con el control de toda Sudamérica. A la vez, el virreinato de la
Nueva España sufrió un proceso similar que llevaría a la declaración de
independencia de Méjico. Tradicionalmente, este territorio había sido uno de
los más favorecidos de Ultramar, reforzado y expandido durante el reinado de
Carlos III hasta llevar sus fronteras a las grandes llanuras del centro de
Norteamérica. La vida en el norte del virreinato llegó al gran público a través
de un personaje, El Zorro, creado en 1919 por el periodista estadounidense
Johnston McCulley. Las aventuras de un hacendado español dedicado a proteger a
los desvalidos en la California de principios del siglo XIX llegaron al mundo
entero, primero en novelas y posteriormente en las pantallas. Sería
interminable siquiera enunciar la lista de películas y series que han tenido
como protagonista a este histórico antecedente español de los superhéroes
enmascarados, desde la inicial La Marca
del Zorro (1920, Fred Niblo), con Douglas Fairbanks, hasta esperpentos como
El Zorro contra Maciste (1963, Umberto
Lenzi), pasando por El Hijo del Zorro
(1947), El Nieto del Zorro (1948) e incluso Los Sobrinos del Zorro (1968). Yo voy a destacar el clásico El Signo del Zorro (1940, Rouben Mamoulian),
con los brillantes Tyrone Power en la piel del heroico Diego de la Vega y Basil
Rathbone como el malvado capitán Esteban Pasquale.
Al morir Fernando VII, dejó a su
hija Isabel II un reino que había perdido casi todo su imperio, que sufría un
atraso económico y técnico importante y que además se hundió en la guerra civil
carlista cuyas secuelas se prolongaron hasta finales de siglo. La decadencia
era ya absoluta. La reina, tras la regencia de su madre y del general
Espartero, demostró ser una inepta más preocupada por los apuestos guardias de
palacio que por cuestiones de estado. El gobierno se lo disputaron
politicastros liberales que, una vez desbancados los partidarios del Antiguo
Régimen, instauraron la democracia capitalista dividiéndose en conservadores y
progresistas. España desapareció del plano internacional y apenas alguna
intervención en Marruecos, Méjico o Indochina no hacía sino recordar lo lejos
que quedaban los días de los conquistadores. La nula relevancia de nuestro país
en estos años hace comprensible, por una vez, el desinterés extranjero y
probablemente no encontremos rastro de aquella España en el cine más allá de la
película de Steven Speilberg Amistad
(1997), sobre el destino de unos esclavos negros transportados en 1839 por
la goleta española La Amistad que, tras amotinarse, fueron capturados por la
marina estadounidense y juzgados por el asesinato de súbditos españoles.
Spielberg hace un lacrimógeno alegato a favor de la libertad y la igualdad en
el que aparecen unos cuantos españoles, Espartero e Isabel II incluidos,
cargando con la peor parte.
El nefasto reinado de Isabel II
terminó por dejar a la reina sin un solo apoyo y en 1868 un pronunciamiento
general la llevó al exilio. La Historia se valió entonces de España para
demostrar que si algo va mal, siempre puede empeorar. Entre 1868 y 1874 en
España se sucedieron un gobierno provisional, la monarquía fallida de Amadeo de
Saboya, la tan efímera como desastrosa I República y la dictadura del general
Serrano. Finalmente, se optó por dar marcha atrás y traer de vuelta a los
Borbones en la persona de Alfonso XII, instaurándose el parlamentarismo de la
Restauración de la mano de Cánovas del Castillo. Ante la falta de un gobierno
fuerte, los problemas se multiplicaban para España: los movimientos obreros
marxistas cobraron fuerza y el terrorismo anarquista azotó el país mientras en
Cataluña y el País Vasco aparecía el separatismo. Como parece que dijera
Bismarck, España había de ser la nación más fuerte del mundo para resistir el
empeño de sus hijos en destruirla. Con el reino cada vez más hundido en una
espiral de atraso y agitación política y social, las últimas colonias
aprovecharon para conseguir su independencia y Cuba y Filipinas vieron surgir
rebeliones que provocaron costosas guerras. El desastre absoluto se produjo con
la Guerra Hispano-Americana de 1898 y la pérdida de los escasos restos de lo
que fuera el Imperio Español. Con la pérdida de Ultramar España se cerró aún
más sobre sí misma mientras el resto del mundo veía el auge del imperialismo y
la expansión de las potencias coloniales. Francia y Gran Bretaña se repartían
medio mundo; Rusia, Alemania e Italia trataban de hacerse un hueco en el mapa
colonial y como potencias emergentes se alzaban Japón y Estados Unidos, fortalecido
por la fácil victoria sobre la moribunda España. En pleno frenesí
expansionista, nadie se acordaba de aquel reino inexistente en el ámbito
internacional.
El siglo XX empezó con un hecho
muy representativo de ese panorama mundial: el pueblo chino, encabezado por la
secta tradicionalista de los Boxers y con el apoyo de la emperatriz, se rebeló
contra las potencias extranjeras que controlaban el país. El suceso más famoso
de aquel conflicto fue el sitio del recinto de las embajadas en la capital
imperial, cuando los diplomáticos extranjeros, junto con la escasa guarnición
militar internacional y cientos de refugiados, fortificaron el barrio de las
legaciones y resistieron el verano de 1900 el asedio de las fuerzas chinas.
Irónicamente, España obtuvo un inesperado protagonismo al ser su embajador, don
Bernardo Cologán y Cologán, el decano del cuerpo diplomático extranjero y como
tal, un referente para sus compañeros. A él le correspondió redactar el
Protocolo Boxer que puso fin a la guerra y que todas las potencias implicadas
firmaron en la sede española el 7 de septiembre de 1901. El sitio al reciento
diplomático fue llevado a la gran pantalla en 1963 en la famosa 55 días en Pekín (Nicholas Ray), todo un
despliegue de medios y talento al estilo Hollywood rodado en Las Rozas de
Madrid. En ella se da una brevísima escena al embajador español, interpretado
por Alfredo Mayo, en la que no pierde oportunidad de dar una muestra de orgullo
y determinación votando por permanecer en Pekín en lugar de evacuar la ciudad. Un
guiño más de agradecimiento al gobierno español que siempre me saca una sonrisa
cada vez que veo esta maravillosa película.
Pasada la primera década del
nuevo siglo, España empezó a despertar del trauma del desastre del 98 y sus
gobernantes optaron por tratar de sumarse a la carrera colonial, pero era
tarde, el mapa estaba ya repartido y España no tenía poder para reclamar un
buen puesto. Finalmente, se ofreció una oportunidad en Marruecos de la mano de
Francia, que no veía con buenos ojos las pretensiones alemanas sobre la zona y
propuso crear un protectorado hispano-francés que alejase a los germanos y
otras naciones. España siempre había ejercido una importante influencia en el
otro lado del estrecho, que ya en época romana pertenecía a la provincia de
Hispania y que se mantuvo tras la Reconquista mediante una cadena de plazas
costeras que en tiempos del Imperio Habsburgo llegaban hasta Libia y de los
cuáles solo habían resistido Ceuta y Melilla. En 1912, tras un progresivo
relevo de los poderes del Sultán de Marruecos, Francia y España se dividieron
el sultanato. A los españoles les correspondió la peor parte, con Cabo Juby en la costa atlántica, enlazado
con los dominios del Sahara occidental español, y la montañosa zona del Rif al
norte, que unía Ceuta y Melilla. Precisamente este territorio había sido escenario de varios conflictos a
lo largo del siglo XIX entre España y Marruecos causados por las belicosas y
díscolas cabilas rifeñas, que no acataban la autoridad de ninguna de las dos
naciones. Nuestra nación no había salido
muy bien parada del acuerdo, pero puso todo su empeño y centró sus
esfuerzos en conseguir consolidar y gestionar el recién adquirido territorio. Con
especial atención se volcó el ejército, que tuvo que disputar palmo a palmo el
protectorado a los indómitos rifeños. Mal organizado, más acostumbrado a
reprimir altercados que a batallar y sin
moral ni espíritu, sufrió serios reveses a manos de los moros, lo que evidenció
la necesidad de crear unas fuerzas profesionales bien entrenadas, equipadas y
motivadas. En 1920 el militar africanista Millán Astray creó el Tercio de
Extranjeros, la Legión, a imagen de la Legión Extranjera francesa, que buscaba
subsanar las carencias de las tropas hasta entonces destinadas en Marruecos. En
los siguientes años, la Legión se distinguió por su valor y eficacia jugando un
papel clave en la pacificación del protectorado y alzándose como unidad icónica
del ejército español. En 1935, con la leyenda de la Legión ya forjada, el
cineasta francés Julien Duvivier estrenó La
Bandera, basada en la novela homónima de Pierre MacOrlan y protagonizada
por la estrella francesa Jean Gabin en la piel de un fugitivo que se alista en
la Legión mientras esta combate ferozmente a los rifeños. La película es,
además de un clásico colonial, una descriptiva visión de la vida en el Tercio y
un homenaje al mismo, con un culminante final de lo más emotivo.
Pero los problemas de España
distaban de restringirse a Marruecos. El sistema parlamentario de la
Restauración hacía aguas por la corrupción y los sempiternos problemas
económicos y la población, hastiada de la ineficacia de los políticos, volvió
la vista hacia opciones como el separatismo en la periferia y, sobre todo, los
cada vez más fuertes movimientos obreros, ya socialistas, ya anarquistas, que
enfervorizaban al proletariado contra la explotación burguesa. España amenazaba
con desaparecer y en 1923 el general Miguel Primo de Rivera dio un incruento
golpe de estado y estableció una dictadura militar para evitar el colapso de la
nación. El directorio consiguió recuperar la estabilidad política y social,
además de modernizar el país, pero el crack del 29 dañó su imagen y en 1930
Primo de Rivera tuvo que dimitir por falta de apoyos. El fin del dictador fue
también el de la corona, que pese a sus intentos por hacer borrón y cuenta
nueva sufrió la acometida del republicanismo rampante que se hizo con el poder
en las famosas elecciones de 1931. Pero si la monarquía de Alfonso XIII había
sido una etapa de caos, la II República llevaría a la más absoluta anarquía. España
tocó fondo con una serie de gobiernos incapaces de controlar a la desbocada y
salvaje izquierda obrera, que se lanzó a la revolución entre asesinatos y
quemas de conventos, mientras los separatistas conseguían todas sus
reclamaciones. Esa España en ruinas, devastada desde hacía más de un siglo por
la rapiña liberal y el terror marxista, carcomida por el separatismo, esa
España débil, agonizante y acostumbrada
a bajar la cabeza, había llegado a un punto de inflexión que había de llevar irrevocablemente
a una gran confrontación civil. El golpe de estado fallido de Sanjurjo en 1932
y la sofocada revolución obrera de 1934 fueron avisos del destino que le
esperaba a la nación. El 18 de julio de 1936 España estalló en la más conocida
de las innumerables guerras que han jalonado su andadura histórica, la Guerra
Civil, única de entre las muchas que ha visto nuestra tierra que no ha
necesitado de más nombre.
No cabe duda de que la Guerra
Civil ha sido y sigue siendo el episodio de nuestra historia que más atrae la
atención de los españoles. El inusitadamente obsesivo interés por esta
contienda puede tener varias razones, aunque la principal es que se trata de un
conflicto que sigue, pese a lo que se diga, plenamente vigente, latente en la
sociedad setenta años después de que concluyese. Pero no quiero aquí disertar acerca de la
repercusión de la contienda en la España de hoy, tema por otra parte tan
polémico como interesante e ilustrativo del rumbo del país. Tal como dije, nos
ceñimos aquí a la visión de los extranjeros y su reflexión en el Séptimo Arte.
Y es que para los foráneos la Guerra Civil es también uno de los episodios más
conocidos de nuestra historia, solo superado quizá por la conquista de América.
Motivos políticos suscitaron el interés del mundo en la que parecía una más de
las muchas guerras civiles de un país sin peso alguno en el plano
internacional, ya que se vio en ella un adelanto de la previsible Segunda
Guerra Mundial. Con las excepciones de las potencias fascistas, Alemania e Italia,
las principales naciones del mundo apoyaron a la República más o menos
explícitamente. Por ello, la mayor parte de las películas muestran la visión
del bando republicano, a menudo desde la perspectiva de los comunistas
extranjeros que formaron las Brigadas Internacionales. Rick, el héroe del
clásico Casablanca (1942, Michael Curtiz)
luchó en España con la República, como también hizo el escritor Harry Street
interpretado por Gregory Peck en Las
Nieves del Kilimanjaro (1952, Henry King), basada en un relato de
Hemingway, testigo en la vida real de la contienda. Otra obra del mismo autor
inspiraría la más conocida versión de nuestra cruenta guerra vista en pantalla,
Por quién doblan las campanas (1943, Sam Wood), en la que Gary Cooper,
un especialista norteamericano de las Brigadas Internacionales, debe volar un
puente con ayuda de unos milicianos para cortar el suministro al ejército
nacional. En mi opinión, es una película de la que lo más destacable es su
ambientación, aunque puedan señalarse las bien filmadas escenas de acción,
sobre todo el final. La lastra un guión repleto de estupideces y una historia
de amor entre Cooper e Ingrid Bergman en la que parece que pueden excusarse
todas las cursiladas del mundo por que los protagonistas son guapos. Cabe destacar,
como lección para los españoles, que si bien los nacionales son el enemigo y
los republicanos los héroes, ni los primeros son demonios ni los segundos
santos. Claro que es más fácil ser neutral cuando no es tu guerra. Como
ejemplo, hay que señalar la impactante escena en la que se relata los
asesinatos perpetrados por la turba en un anónimo pueblo tomado por los
republicanos.
Otra película mucho menos
conocida acerca del tema es El ángel vestía
de rojo (1960, Nunnally Johnson), producción ítalo-americana que se centra
en un sacerdote (Dirk Bogarde) que cuelga los hábitos molesto por el apoyo de
la Iglesia a los nacionales y se enamora de una prostituta (Ava Gardner).
Alrededor de esta historia y la ridícula premisa del supuesto poder de una
reliquia, se refleja con veracidad y dureza el odio anticlerical y las
persecuciones religiosas lideradas por las autoridades republicanas en una
ciudad del frente. En los años sesenta Franco había conseguido salir del
aislamiento y los americanos, en plena Guerra Fría, sentían menos simpatías por
el bando republicano, por lo que las fuerzas de la República salen bastante mal
paradas y se ofrece un realista retrato de la brutalidad desatada contra los
“enemigos de la revolución”.
La victoria del bando nacional en
la Guerra Civil acabó con la República y, con ella, con las aspiraciones de
separatistas y marxistas que tan cerca habían estado de destruir la nación. Franco,
como indiscutible cabeza del bando nacional, instauró un régimen autoritario
que supuso la absoluta antítesis con la fracasada República. Como dictador,
emprendió un programa a caballo entre el fascismo de la Falange y el
conservadurismo de la derecha tradicional que buscaba acabar con el caos
político y social en el que el sistema liberal había hundido a España. Hoy, y
más en nuestro país, parece consolidada una versión oficial que afirma que la
Dictadura fue un periodo oscuro, marcado por el hambre y la represión, al que
no se le puede atribuir nada bueno. La acobardada derecha, que ya nada tiene
que ver con los principios del franquismo, tiene tanto miedo de ser tildada de
franquista que ha asentido sistemáticamente a todas las consignas de la vengativa
izquierda. Pero lo que es innegable es que con Franco se experimentó una etapa
de crecimiento como no había visto España desde el siglo XVI, con una
estabilidad política y social olvidada hacía siglos. En el extranjero, desde la
victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, el Franquismo se encontró
en una situación de hostilidad internacional. Las potencias vencedoras
consideraban a Franco un molesto reducto del fascismo recién derrotado y la
opinión pública se alineó con los opositores, aunque con el tiempo, las
maniobras diplomáticas fueron acercando a España al bloque americano que se
enfrentaba a los comunistas en la Guerra Fría. En el cine, esto dio lugar a una
fructífera colaboración en la que los productores estadounidenses rodaban en
España con un gran apoyo del gobierno franquista, como es el caso de muchas de
las obras mencionadas en este artículo. La única producción que, en lugar de
rodarse, se ambientó en esa España de la Dictadura fue Y llegó el día de la venganza (1964, Fred Zinnemann), en la que
Anthony Quinn da vida a un capitán de la Guardia Civil empeñado en capturar al guerrillero
del maquis interpretado por Gregory Peck. Omar Shariff completa la tríada
estelar de protagonistas como un sacerdote que se ve envuelto en la cacería del
fugitivo.
A su muerte, el régimen,
condenado a desparecer desde la derrota de sus aliados fascistas en la Segunda
Guerra Mundial, dio paso de nuevo al sistema de partidos liberal que había
llevado a la nación al borde de la muerte en 1936 y que hoy va camino de
repetir la hazaña. Entre los enigmas de la historia patria queda el cómo en cuarenta
años ha podido deshacerse todo un legado de unidad, independencia y orgullo. Pero
como dijera Jaime Gil de Biedma, de todas las historias de la Historia, la más
triste es la de España, porque acaba mal.
Y así culmina el repaso de la andadura
en el tiempo de España, tristemente, como ocurre siempre que se vuelve la vista
hacia nuestra historia, que es la historia del ascenso, gloria y caída sin
fondo de una nación excepcional. Excepcional por sus gestas, que no merecen caer
en el olvido; excepcional por sus gentes, que en los momentos más arduos han
hecho gala de coraje y orgullo; y excepcional por el papel irremplazable que ha
desempeñado en el devenir del mundo. El cine solo ha dado algunas pinceladas de
lo que fue esa historia y en estos tiempos en los que solo la pantalla
transmite conocimientos, es normal que reina la ignorancia y el desinterés.
¡Son tantas y tan grandiosas las películas que podrían hacerse con el legado de
nuestros antepasados! ¡Es tanta la necesidad de este país de conocer su
historia y poder sentir orgullo por algo que los una! Pero creo que habremos de
resignarnos a no ver nunca semejantes posibilidades aprovechadas. Tendremos entonces
que contentarnos con esas escasas pinceladas que, por lo menos, nos permiten seguir
disfrutando del Séptimo Arte y sentir el significado de ser español.