"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










lunes, 28 de febrero de 2011

Tapae, 101 d.C.: Trajano vence a los dacios

La batalla de Tapae, que enfrentó a Roma con los dacios, es la mayor victoria del emperador Trajano a lo largo de su dilatada carrera militar. El emperador hispano pasó toda su vida guerreando contra los enemigos de Roma, pero la mayor parte de este tiempo se enfrentó a enemigos que se atrincheraban en fortalezas y ciudades o que acosaban a los romanos en fugaces escaramuzas. En Tapae, no obstante, Trajano tuvo que hacer frente a un ejército completo en orden de batalla y formado en campo abierto. Me atrevería a decir que Tapae fue, de hecho, la última gran victoria del ejército romano en todo su poderío,  ya que a partir de entonces no haría sino luchar por la supervivencia de un imperio que se resquebrajaba.

Decébalo y los dacios
La Dacia se correspondía con la actual Rumania, comprendiendo este reino parte de la llanura húngara por el oeste y los montes Cárpatos ocupando el resto del país. Limitaba con el Imperio Romano al sur, estando separado de la provincia de Moesia por el Danubio. Dada su abrupta geografía, la única manera de penetrar hasta el interior de la Dacia era por el oeste, pasando por la ciudad de Tapae. Esto convirtió a esta población en un punto estratégico y enclave, por lo tanto, de nada menos que cuatro batallas.
 Los dacios eran uno de los pueblos bárbaros más evolucionados, gracias a la influencia de los griegos. De carácter belicoso e indomable, dieron problemas a Roma desde que los romanos entraron en contacto con ellos al ocupar Moesia. Durante el reinado de Domiciano (81-96), las razias de los dacios en territorio romano dieron lugar a una expedición de castigo al mando del Prefecto de la Guardia Pretoriana, Cornelio Fusco, en el año 87. Fusco y sus hombres llegaron hasta Tapae, donde sufrieron una emboscada y fueron aniquilados por un ambicioso caudillo, Diurpanneo, que utilizó esta victoria para erigirse rey de los dacios con el nombre de Decébalo. Una victoria menor romana de nuevo en Tapae al año siguiente no bastó para consolidar el dominio de Roma y Domicinao firmó la paz con Decébalo.
Esta paz, más nominal que otra cosa, le sirvió al rey dacio para reforzar su ejército y, lo que es más, su orgullo. Aprovechando la tregua, Decébalo fomentó los saqueos en Moesia y, como harían los ingleses con sus corsarios en el siglo XVI, cobijó a los bandidos a cambio de parte de los beneficios. Roma, acobardada por el desastre de Fusco, miró hacia otro lado con la esperanza de que en algún momento los dacios cesasen sus saqueos.

La campaña de Trajano
En el año 98 se terminó el chollo para Decébalo, pues ascendió al trono Marco Ulpio Trajano. Trajano era un soldado y un romano, por lo que nada más llegar al poder comenzó a organizar una campaña para meter en cintura al rey dacio y recordarle los acuerdos firmados con Domiciano a golpe de espada.
El ejército que tenía el hispano a sus órdenes era el mejor que había visto el mundo hasta entonces y el mejor que vería hasta mil años después. Roma estaba en el cénit de su gloria y sus legiones eran el símbolo de ese poderío. No es este momento para describir los entresijos de esta fabulosa máquina bélica, pero baste decir que poco tenía que envidiar los ejércitos modernos en cuanto a organización, logística y disciplina.
Trajano reunió siete legiones (I Auditrix, II Auditrix, III Flavia, VII Claudia, I Itálica, V Macedónica y XIII Gémina), cuarenta cohortes auxiliares (formadas por infantería no romana), dieciocho alas de caballería y treinta cohortes mixtas (que incluían infantería y caballería). A esto se sumaban dos cohortes de la Guardia Pretoriana encargadas de la protección del emperador.  El total, unos 80.000 hombres, daban el ejército más grande reunido por Roma desde el primer emperador, Octavio Augusto.
Decébalo debió observar con pavor a esa ingente cantidad de hombres esperando al otro lado del Danubio una orden para abalanzarse sobre él. Pero era un líder inteligente y valiente, y ni se planteó la rendición.
Un decurión de la caballería romana dirige a su patrulla contra un grupo de refugiados dacios.
El año 101, Trajano cruzó el Danubio sobre un improvisado puente de pontones y entró en la Dacia. Decébalo no plantó cara de forma directa, sino que fue retirándose hacia los bosques de los Cárpatos. Las fortalezas que debían frenar a los romanos cayeron una tras otra ante la maquinaria de asedio romana, y la caballería de Trajano cabalgaba delante del ejército dando caza a las partidas de dacios que huían del implacable avance de las legiones. Decébalo se dio cuenta de que Trajano marchaba hacia Tapae. Si el hispano conquistaba la ciudad, tendría el camino despejado para entrar en el corazón del reino. Sabía que tenía que evitarlo, pero era demasiado listo como para colocarse ante el ejército romano y dejar que le masacrasen. Probablemente recordando su victoria sobre Fusco en el mismo lugar, el rey dacio ideó una trampa para acabar con los invasores.

La batalla de Tapae
Trajano, entretanto, estaba ya próximo a Tapae. La ciudad era un infausto recuerdo para los legionarios, que sabían que de las dos últimas batallas libradas allí, una había sido una victoria amarga y la otra una derrota convertida en carnicería. Tapae se hallaba cerrando un estrecho valle delimitado por los montes Semenic al oeste y Banatului al este, ambos cubiertos de frondosos bosques. Decébalo decidió aprovechar el terreno para emboscar a los romanos. Colocó ante la ciudad, en el extremo norte del valle, al grueso de su infantería, con sus espadones curvos (falces) capaces de partir en dos a un legionario de un golpe. Pero eso era el cebo, pues en los montes Banatului, ocultos entre los árboles, esperarían más infantes, miembros de las fieras tribus montañesas. Y en Semenic aguardaba igualmente escondida la caballería de los aliados sármatas, un pueblo iranio oriundo de las estepas al este de la Dacia. Cuando los romanos se internasen en el valle en busca de la confrontación con el cuerpo principal, las tropas emboscadas caerían sobre sus flancos y retaguardia y los encerrarían, exterminándolos.
El plan era inteligente, pero muy previsible. Tal vez un jefe germano habría mordido el anzuelo, pero Trajano era un general romano, y de los mejores. Nada más llegar  al extremo sur, observó el estrecho valle, por el cuál debía pasar para entrar en combate con los dacios que aguardaban en el otro extremo, y los silenciosos y amenazadores bosques que ocultaban las elevaciones. “Que me crucifiquen si esto no es una emboscada” tuvo que pensar el emperador. Los exploradores de la caballería romana que rastrearon los montes Semenic confirmaron sus sospechas al informar de  la presencia de 10.000 jinetes sármatas.
Trajano ordenó al general Tercio Juliano tomar parte de las tropas y dirigirse a Tapae desde el oeste, atacando a los sármatas por la retaguardia. Juliano llevó consigo a las legiones I Itálica, V Macedónica y XIII Gémina, veinte cohortes auxiliares y diez alas de caballería.
El emperador avanzó por el valle con las legiones I Auditrix, II Auditrix, III Flavia y VIII Claudia en cabeza, flanqueadas por ocho alas de caballería. En reserva dejó veinte cohortes de tropas auxiliares, que marchaban detrás de las legiones. Si bien no tenía confirmación, Trajano suponía que si había tropas emboscadas en Semenic, también las habría en Banatului. Por ello, colocó treinta cohortes mixtas al mando de Lucio Licinio Jura en su flanco derecho, atentas a cualquier movimiento entre la maleza. El emperador, con su Guardia Pretoriana, se situó justo detrás de sus legionarios.

Decébalo no sabía nada de las tropas de Juliano y creyó que todo el ejército romano había caído en la trampa. Al dar la señal de ataque, los infantes dacios del extremo norte del valle se lanzaron sobre las legiones. Tal y como habían ensayado miles de veces, los legionarios arrojaron sus jabalinas (el famoso pilum), que atravesaron escudos y cuerpos dacios, para acto seguido desenfundar el gladius y esperar estoicamente la embestida. Esta no tardó en llegar y toda la furia y audacia bárbaras se empotraron contra la disciplina y serenidad romanas.
Los sármatas de Semenic escuchaban el ruido de la lucha esperando la orden de cargar… que nunca llegó. A su espalda sonó el cornicem y las legiones de Juliano cayeron sobre ellos. Los sármatas no fueron capaces de volver grupas y cargar en mitad del tupido bosque, y menos aún cuando los infantes auxiliares de Juliano y su caballería les envolvieron por los flancos y los empujaron hacia la picadora de carne que eran las tres legiones.

Entretanto, los dacios de Banatului salieron de la maleza y trataron de aplastar el flanco derecho de Trajano. Pero allí estaba Lucio Licinio Jura y sus cohortes. Aguantaron la embestida no sin sufrir un gran número de bajas, pero resistieron. Y no solo eso, sino que contracargaron ladera arriba. Comenzó a llover a cántaros sobre los combatientes, el suelo se embarró y los truenos resonaron sobre las cabezas de romanos y dacios. Los auxiliares continuaron su ascenso por la pendiente convertida en lodazal, luchando en un duro cuerpo a cuerpo para cubrir el flanco de sus camaradas.

En el centro, las legiones aguantaban a los dacios inspirados por la presencia de Trajano, que permanecía inmutable en su posición. Los bárbaros flaqueaban. La línea romana no se había roto con la carga inicial, y la profesionalidad de los legionarios les hacía muy superiores en el combate tan cercano, que era su especialidad. Los centuriones, en primera línea, acuchillaban incansablemente a los dacios mientras animaban a sus hombres. Cuando las tropas de Decébalo se percataron de que la emboscada no había funcionado, comenzaron a abandonar el combate. Pero el terreno, tan favorable en un principio, se volvió contra ellos al dificultarles la huida. Las alas del ejército romano los rodearon y fueron pocos los que lograron escapar.
Las tropas de Juliano habían acabado con los sármatas y los auxiliares de Lucio Licinio Jura consiguieron, a costa de muchas bajas, poner en fuga a los dacios de Banatului. Trajano había ganado el día.

Las tropas auxiliares de Lucio Licinio Jura descansan tras expulsar a los dacios de
los montes Banatului.

Después de Tapae
Los romanos sufrieron un número importante de bajas, pero a cambio de acabar con el ejército dacio casi al completo. Ambos bandos quedaron  extenuados, pero obstinados como eran sus líderes, la guerra continuó. Decébalo se refugió en sus casi inexpugnables fortalezas de los Cárpatos, que se alzaban excavadas en la misma roca de los montes. Trató de organizar una contraofensiva con el apoyo de los sármatas pero fue desarticulada por la caballería romana antes incluso de empezar. Ni siquiera sus bastiones en las montañas repelieron a los romanos, que los capturaron uno a uno. Casi obligado por los nobles dacios, el rey pidió la paz. Trajano estaba harto de él y de los dacios, y la acepto poniendo unas condiciones muy leves. Se estableció una guarnición en la capital, Sarmizegetusa, Dacio debió pagar una compensación y poco más.
Esta paz no fue más que un descanso de dos años, pues Decébalo se volvería a rebelar y desencadenaría la segunda Guerra Dacia, que termino al suicidarse para evitar la captura. Dacia fue ocupada y romanizada, naciendo así la actual Rumanía.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Brásidas, el genio olvidado (IV)

Tras haber atravesado Tesalia, Brásidas llegó con su ejército a Macedonia, dónde fue recibido con alegría por el rey Perdicas. El soberano tenía dos buenas razones para requerir tropas a Esparta: si bien oficialmente era neutral, sus relaciones con Atenas habían sido enturbiadas por diversos incidentes, y ante los éxitos atenienses, veía probable que la ciudad de Atenea decidiese ajustar cuentas con él. Además, estaba sumido en una guerra con su vecino Arrabeo, rey de los lincestas, y  pensaba utilizar a los afamados hoplitas lacedemonios para aplastarle de una vez por todas.
Los atenienses no pudieron creer que Brásidas estuviese con un ejército en Macedonia, a escasos kilómetros de sus preciadas colonias, después de haberse paseado por delante de sus narices. Declararon definitivamente enemigo a Perdicas y reforzaron las guarniciones de las colonias de Calcídica.
Entretanto, el espartano marchó junto con el ejército real macedonio contra Arrabeo. Perdicas estaba impaciente por someter a su odiado rival, y pensaba que con los lacedemonios en su bando no podía perder. Al llegar a la frontera, Arrabeo mandó emisarios a Brásidas para pedirle que mediase entre ambos reyes y solucionase pacíficamente el conflicto. Brásidas había sido enviado con la misión de causar todo el daño posible a Atenas y ganar aliados para Esparta, por lo que pensó que actuando imparcialmente podría poner fin a la disputa y convencer también a los lincestas para unírsele. Además, los consejeros calcideos de Brásidas le advirtieron de que no era bueno librar a alguien tan ambicioso como Perdicas de su único rival en la región. El espartano tuvo en cuenta todo esto y manifestó su deseo de aceptar la propuesta. Al oírlo, Perdicas montó en cólera y le dijo al espartano que no lo había traído para juzgar sus desavenencias, sino para que aniquilase a quien él dijera. Brásidas, sin embargo, ignoró las quejas y, tras una entrevista con Arrabeo, firmó un tratado con él y se retiro. Ante el agravio, Perdicas, que había estado pagando la mitad de los gastos del ejército espartano, redujo su contribución a un tercio.
Brásidas era un general anormal para Grecia, pero más aún para Esparta.
Era innovador y atrevido, en contraposición a los ortodoxos y conservadores
espartanos.  Además, estaba dotado de energía, astucia y diplomacia,
cualidades poco comunes entre los lacedemonios.
A pesar de la disputa con Perdicas, este seguía interesado en mantener a sus órdenes al contingente, por lo que Brásidas permaneció en Macedonia. Desde allí se dedicó a su labor principal: provocar la defección de las colonias atenienses. Contaba con el apoyo de los calcideos, que le habían llamado a la vez que Perdicas, y con la simpatía de gran parte de la población local, que veía a los atenienses como invasores entregados a expoliar sus tierras. Inteligentemente, Brásidas se valió de este hecho y se presentó como un liberador. La sagacidad con la que actuó es elogiable, más aun teniendo en cuenta que era un espartano, educado para las medidas directas y, a menudo, un tanto simples.
La primera ciudad a la que acudió fue Acanto. Se presentó ante los muros con su ejército, pero, a sabiendas de que tenía numerosos partidarios dentro de la urbe, solicitó ser recibido sólo para poder hablar a la Asamblea. Ante los notables de Acanto, Brásidas realizó un brillante discurso en el que presentó a los lacedemonios como los liberadores de Grecia, aquellos que terminarían con el yugo de Atenas. Asimismo, aseguró que los espartanos no tenían ninguna aspiración a dominar la Hélade, exponiéndolo todo de forma tan convincente y atractiva que a nadie podía caberle la duda de si decía la verdad. Se mostró humilde durante todo el discurso, a la vez que alabó a los ciudadanos, y en ningún momento adoptó una postura amenazadora, hasta el punto de que ignoró por completo el hecho de tener un ejército a las puertas de la ciudad.
Tras aquella magistral muestra de oratoria y una exposición tan clara de las ventajas de Esparta, Acanto se unió a Brásidas, y poco después lo hizo la vecina Estagiro. Estas fueron las primeras de la larga lista de colonias atenienses que se rindieron ante el encanto del general espartano, cuya fama se extendía a velocidad vertiginosa. En palabras de Tucídides:


“…los méritos e inteligencia de Brásidas, ya porque los hubieran comprobado, ya porque los creyesen al oírselos decir a otros, originaron, de manera especial en los aliados de los atenienses, la atracción por los lacedemonios, pues, como fue el primero que salió de su país y dio la impresión de ser bueno desde todos los puntos de vista, dejó la firme convicción de que también los demás lacedemonios eran iguales.”
Tucídides, IV 81, edición de Francisco Romero Cruz

martes, 11 de enero de 2011

Recuerdos

El Sol castigaba inmisericordemente las inmediaciones de aquella colina rocosa que los nativos llamaban Isandlwana[1]. No faltaba mucho para el mediodía y el calor era insufrible. Ni siquiera la fauna local, acostumbrada al clima de su hábitat, se atrevía a salir esa mañana de enero. No, pensaba Nathan E. Woodgate, ese no podía ser el mismo astro que se dejaba ver tímidamente entre las nubes en Sussex. Era imposible que fuese ese Sol que entraba por la ventana de su cuarto en la casa de campo de su padre, despertándole a él y a sus dos hermanos antes de que tuviese que ir a hacerlo el formal mayordomo Burdon.
Definitivamente, este no era ese Sol, este era un Sol maldito que no solo le torturaba con su insoportable bochorno, sino que además le recordaba a cada momento que no estaba en Inglaterra, sino en la condenada tierra de los zulúes. Tal vez si hubiese estado sentado bajo un toldo, dispuesto a comer, con una botella de vino delante y un ordenanza indio sirviéndole el primer plato, hubiese encontrado todo aquello ligeramente molesto, pero no era el caso. Woodgate estaba montado en su caballo, detrás de una delgada fila de fusileros de su compañía, la H del 1º Batallón del 24º Regimiento de Infantería de su Majestad, y con una marea de zulúes[2] sedientos de sangre corriendo hacia él.
A unos metros a su izquierda, los dos cañones del mayor Stuart Smith dispararon contra la avalancha negra. El ruido de las explosiones fue ahogado por los gritos de guerra de los miles de zulúes, que siguieron avanzando. Estaban rodeando poco a poco el campamento británico, emplazado al pie de la colina. Los soldados del teniente coronel Pulleine habían formado por compañías a varios centenares de metros de las tiendas, haciendo un perímetro defensivo con el cual esperaban detener a los atacantes a base de un fuego nutrido. Los veteranos fusileros del 24º, con sus casacas rojas, aguardaban estoicamente la orden de disparar mientras contemplaban al enemigo aproximarse.
Woodgate, sin embargo, no estaba ya allí, sino en una elegante mansión rural en los campos de Sussex. Sabía, el teniente Melvill se lo había dicho más de una vez, que llegado el momento, un oficial solo debía pensar en sus hombres, el enemigo, y la manera de conseguir acabar con este último sin perder a los primeros. Pero el olor a tierra mojada y al roast beef  de la señora Henderson era demasiado cautivadores y le ofrecían una forma de huir de una realidad no deseada.
 
***
Lo primero que recordó fueron las tardes bajo un viejo roble del jardín, con su hermano pequeño, el enérgico Will, explicando las reglas para un nuevo juego ante la mirada escéptica de sus hermanos mayores, James y el mismo Nathan. Podía oírle aclarar sus dudas con la ilusión asomando en sus ojos. Y cómo se enfadaba cuando ellos le decían, simplemente para hacerle rabiar, que resulta inviable. Will siempre fue un soñador. “Incombustible”, como decía James, no dejó de idear proyectos futuros hasta que la bala de un mosquete afgano acabó con ellos en una escaramuza fronteriza.
Lo mejor de los veranos en Sussex, sin duda, eran las tardes en el jardín, pero más relevantes para su futuro fueron las cenas en las  que su padre, el coronel Woodgate, y su abuelo, el general Stafford, explicaban a los hermanos las características de la vida del soldado inglés, que era lo que les esperaba. Uno de los recuerdos más impactantes de la infancia de Woodgate era escuchar la carga de la caballería de Napoleón en Waterloo contada por lo ronca voz de su abuelo. Desde pequeño había intentado imaginar varas veces el aspecto de los coraceros de la Grande Armee arremetiendo contra los cuadros de casacas rojas. Allí empezó la formación militar de los hermanos Woodgate. 
James, Nathan y Will fueron a la academia militar, como era previsible en tres varones de una familia como la suya, que había regado con la sangre de los Woodgate América, la India y Europa. Sus dos hermanas fueron a un colegio para damas de alta sociedad y apenas las había vuelto a ver desde entonces. De todas formas, nunca había tenido una relación muy cercana con ellas. Le habían hecho saber que una se había casado con un capitán de prometedora carrera que se había distinguido en diversos frentes.
En la academia, Nathan ingresó en infantería. Fue un buen alumno y nunca causó muchos problemas a los oficiales, excepto a uno, un capitán de nombre Jones que tenía fama entre los cadetes por su mal humor y su originalidad a la hora de castigar a los “elementos díscolos”. El capitán Jones fue el responsable de hacerle pasar su primera y última temporada en un calabozo por salir sin permiso del recinto.
 
***
Los soldados dispararon contra la masa de zulúes que se abalanzaba sobre ellos. Las balas de los fusiles Martini-Henry causaron estragos entre los guerreros atacantes, pero no frenaron su avance. Las descargas continuaron, pero nada parecía parar a aquellos hombres.
 
***
Una vez graduado, se destinó a Woodgate al glorioso 24º Regimiento, acantonado en la India. Recordaba la India como un lugar tranquilo y agradable, donde la vida transcurría entre galas y elegantes celebraciones. Era un destino muy diferente al de los desgraciados de la frontera del Noroeste, donde acabó Will, encerrados en incómodos acuartelamientos, helados por el frío y acosados por los belicosos afganos. Las jornadas en la India pasaban sosegadas, animadas por alguna buena conversación entre oficiales y unas copas. Ciertamente, esa no era lo vida militar de la que el abuelo le había hablado, pero el hecho de vestir el uniforme de teniente del Ejército de su Majestad era motivo suficiente de orgullo, aunque solo lo usase para asistir al cumpleaños del Alto Comisario o al aniversario de alguna sonada victoria de los “casacas rojas” celebrado por el comandante en jefe.
Pero la India era mucho más que eso. Para él, la India era Violet Hunter. No había habido muchas mujeres en la vida de Nathan Woodgate. Había flirteado con algunas damas mientras estaba en la academia de las que creyó estar enamorado, pero al conocer a  la hija de del mayor Hunter se dio cuenta de cualquier cosa que hubiese sentido antes no podía haber sido amor. Alegre, inteligente y dotada de  una belleza discreta pero innegable, no tardó en llamar la atención entre un grupo de jóvenes oficiales que hacía mucho que no veían a una compatriota de su edad.
 
***
Los zulúes estaban casi encima de ellos. El capitán Wardell, que mandaba la compañía, ordenó fuego a relevos mientras se replegaban. Los soldados se dispusieron en dos filas y mientras una abría fuego, la otra recargaba. Una vez efectuadas las dos descargas, retrocedían unos pasos y repetían la maniobra.
 
***
Nathan no era una excepción y, de hecho, ningún otro llegó a quererla cómo él. Violet siempre se mostró especialmente atenta con él, pero el oficial sabía que no era correspondido. Ella disfrutaba de su compañía y a menudo paseaban juntos, charlando de temas muy diversos. Nathan se confesó a si mismo que, sin duda, esos habían sido los mejores momentos de su vida. En esa época, pasaba el tiempo que no estaba con ella haciendo planes para un futuro juntos, imaginando una vida ideal al lado de la mujer que amaba. Y se sonreía a sí mismo al pensar que por mucho menos se había burlado del pobre Will. Si la felicidad total existía, el había estado muy cerca de alcanzarla. Solo le hubiese faltado saber que ella le amaba. El por qué nunca se le declaró era una pregunta molesta que con insistencia se infiltraba entre sus pensamientos. El caso era que cuándo el 24º marchó para Ciudad del Cabo, Violet Hunter se quedó en la India y una buena parte de Nathan Woodgate se quedó con ella.
 
***
Los gritos de los soldados obligaron a Nathan a volver a la realidad. Y lo que vio fue espantoso. El perímetro de casacas rojas ya no existía. Los zulúes habían hecho pedazos la línea defensiva británica y se internaban en el campamento. De un vistazo rápido, descubrió que sus hombres ya no se replegaban disparando a relevos, sino que huían presas del pánico. Algunos intentaban plantar cara a los zulúes que se abalanzaban con sus assegai[3]. El sargento, un hombre fornido, con una larga barba morena antirreglamentaria, luchaba sólo contra tres guerreros enemigos, mientras otros dos yacían inertes a sus pies. El capitán Wardell estaba tirado en el suelo, con un assegai clavado en su pecho y el revólver Webley aún en su mano izquierda, con el tambor vacio. Conmocionado por la impresión, no se fijó en el guerrero que le apuntaba con un anticuado mosquete. El disparo mató a su caballo en el acto y Nathan cayó rodando. Nada más levantarse, desenfundó el revólver y disparó tres veces contra un zulú enorme que corría hacia él. Otro disparo más acabó con un guerrero que intentaba recargar un Martini-Henry arrancado de las manos inertes del cabo Williams. El quinto falló y antes de que desenfundase el sable, un assegai silbó en el aire unos instantes y fue a clavarse en su pierna. El oficial se desplomó. El dolor era horrible. Los gritos de los zulúes inundaban sus oídos. Y ese Sol. Miró al Sol fijamente. Ahora que lo veía, si que parecía el mismo de Sussex, que le había observado jugando con sus hermanos. Y el mismo de la India, que había sido testigo de sus paseos con Violet. El dolor iba desapareciendo. Los ruidos de la carnicería que estaba teniendo lugar se fueron apagando. Y bajó la atenta mirada del Sol del mediodía, el teniente Nathan E. Woodgate expiró.
Los últimos casacas rojas del 24 Regimiento agotan la munición en torno a la bandera.


[1] Colina situada en la actual Sudáfrica, a 170km al norte de Durban. Es famosa por la derrota que sufrió un ejército británico a manos de los zulúes en 1879.
[2] Los zulúes, o pueblo del cielo, eran una tribu africana que creó un pequeño imperio a finales de 1800 al noreste de Sudáfrica. Entraron en guerra con los británicos en 1789 y fueron derrotados, anexionándose su territorio al Imperio Británico.
[3] Lanza corta utilizada por los zulúes.